Trance lírico
- Alberto Tauro
En los escritos juveniles de José Carlos Mariátegui hallamos una reiterada afloración de sus más íntimas vivencias. Y es lógico: porque sus días fueron signados en su infancia por la soledad y la tristeza, y durante la adolescencia fueron inquietados por cavilaciones y perplejidades. Muchas veces debió pasar largas vigilias, mientras imaginaba interrogaciones y confidencias en el silencio de las noches hogareñas. Discurriría entre incógnitas y sombras, mientras el viejo reloj anunciaba la implacable sucesión del tiempo. Y acuciado por las circunstancias familiares, alentaría una persistente ansiedad por llegar a la comprensión de la realidad social y de la posición que en ella debería ocupar. Acaso aguardaría que algunas afinidades lo ayudasen a moderar su soliloquio, o imaginaría acciones y relaciones que mitigasen su angustia existencial, o dejaría asomar alguna rebeldía contra la resignación que su madre le inculcaba en armonía con una ingenua religiosidad. Cobró entonces afición a la historia de los grandes hombres, que forjaron su carácter en la oposición a la molicie, la mediocridad y el acomodo; siguió el encandilamiento de los místicos, la transida voz de los poetas y las ficciones romancescas en torno a idilios e intrigas de lejanas tierras; y recreando sus ejemplos pasó las horas en deleitoso trato con los libros que caían en sus manos. Especialmente llevolo su sensibilidad hacia la poesía, pues, ya fueran cautelosamente modulados o coléricos, sencillos o encrespados, descubrió en los versos el mensaje de espíritus inquietamente asomados a los arcanos de la vida, beatamente propicios al amor y el dolor, iluminados, altruistas. Es posible que aun en sus años tempranos puliera algunas composiciones poéticas, porque sólo el trémulo lenguaje de las musas podía expresar dignamente las cuitas y los deslumbramientos que emergían en el recatado silencio de su intimidad. Y testimonios familiares han recordado que memorizó algunas poesías gratas a su sentimiento, y a veces las recitó durante las reuniones efectuadas para conmemorar fechas domésticas.
Nuevas motivaciones hubieron de inquietarlo al sobrellevar las asperezas de la lucha por la existencia. Dejó fluir su inspiración cuando quiso volcar en palabras la sensación salobre que suelen dejar las angustias y los presagios de la vida cotidiana. Cuando la vacilación o la duda oscurecieron la impaciente proyección de sus ansias juveniles. Y en su ánimo alcanzaron nueva significación el silencio y la soledad, o la temblorosa complicidad de la noche, pues le permitieron disfrutar de su “vida interior”, como quien se solaza en la paz de un “refugio”1. Bajo su imperio entregaba lentamente al olvido los confusos reclamos de la vigilia, relegaba tensiones y estímulos a un desván de la conciencia, y requería la pluma para hilvanar los versos que tradujeran sus afecciones más entrañables. Siempre la pluma, sigilosa, y no la máquina a la cual apelaba en la redacción para desenvolver la ágil prosa de sus crónicas: porque la creación poética y el indiscreto traqueteo de las teclas mecánicas eran “cosas incompatibles” para su sensibilidad2. Y plasmaba sus vivencias en breves poesías, o musitaba versos escritos anteriormente a fin de revivir sus circunstancias y someterlos a un proceso autocrítico. En cada poesía volcaba las emociones e intuiciones que colmaban esa “vida interior”; pero las componía con tal sinceridad que el lector puede identificar en ellas una confidencia, y aun descubrir conceptos e imágenes destinados a suscitar la comprensión de los espíritus afines. Su lenguaje es, sin duda alguna, más personal; alcanza mayor originalidad y más alta tesitura que en las obras de cualquier otro género; pero difícilmente era apto para trascender a las vastas audiencias. Y en los fueros de la razón encaró José Carlos Mariátegui un dilema: porque en su calidad de cronista se hallaba primordialmente comprometido a excitar la comprensión del lector y a orientar su simpatía hacia los puntos de vista que tratase; y su incidencia en la poesía hubo de inducirlo a preferir sus propias emociones y el cuidado de la calidad estética. Vale decir que el ejercicio del periodismo lo situó ante la imperativa tarea de atender a las manifestaciones de la cultura popular, pero al mismo tiempo le franqueó la tentadora posibilidad de dar a la estampa las efusiones de su intimidad; y como se había incorporado a un círculo de escritores más o menos envanecidos por los halagos de la fama, tendió a satisfacer aspiraciones de afirmación personal y en su poesía afectó cierto ensimismamiento acorde con el individualismo en boga.
Movido por esa doble perspectiva, juzgó sus versos en las sinceras frases de una epístola reservada. Apuntó que admiraba su hondura y su calidad estética, pero a un mismo tiempo sentía una vaga frustración por no haber logrado captar en ellos la intensidad de su “vida interior”. Según sus palabras3:
mis versos… son muchas veces abstrusos, esotéricos, extravagantes. Responden a complejos estados de alma y no es posible entenderlos sin conocerme. Son pocas las personas que gustan mucho de ellos. El Conde de Lemos, More, yo, escasas gentes más. Yo amo y admiro mis versos. ¡Los siento tan sinceros y tan hondos! Sé que no he apresado en ninguno de ellos toda mi emoción artística, toda mi sensación íntima, y esto me atormenta. Tal vez en uno de ellos, que llamé “Viejo reloj amigo”, apresé toda mi visión.
Subrayamos que esas palabras constan sólo en una epístola, pero interesa la complacencia que las alienta: porque el sentimental y a veces displicente “Juan Croniqueur” nos dice que ama y admira sus versos. Tal vez para condicionar la estimación literaria o el acercamiento afectivo de su interlocutora; o quien sabe si adoptando una postura al estilo de Abraham Valdelomar. Pero lo cierto es que así justificó su propósito de dar pronto a la estampa un libro de poesía.
Anunciado desde los albores del año 1916, la publicación de ese libro fue vanamente esperada: pues, no obstante apuntar que se hallaba “próximo”4, y aun que estaba “listo ya” y aparecería “muy pronto”5, es probable que a ello se opusieran las dificultades editoriales o la personal reflexión del autor. A pesar de ello, podemos intuir los perfiles y los designios del proyectado libro, a través de las referencias deslizadas en la prensa.
Según las inserciones aparecidas al pie de varias poesías, su titulo confesaba un estado anímico: Tristeza. Tal vez como expresión de los ansiosos presentimientos acunados en la soledad, como declaración de la perplejidad que el joven alienta en su transición desde la inocencia infantil a las duras experiencias de la lucha por la vida, como síntesis de un romanticismo epigonal, o como trasunto de la influencia derivada de algunas lecturas literarias y filosóficas. Sobriamente ceñido a una palabra sencilla, pero definitoria, el título sugería todo eso, y mucho más. Era necesario adelantar algunas precisiones sobre sus alcances, y aun orientar la comprensión de su trasfondo espiritual. Y en las apuntaciones epistolares de “Juan Croniqueur” se advierte que debían coadyuvar a ello las afinidades y vivencias expresadas en una serie de epígrafes, tal vez propios y ajenos, así como la interpretación amistosa que se ofreciera en el prólogo. De aquellos conocemos siquiera uno6:
¿Sabes cuál será uno de los epígrafes de mi libro de versos? Serán los siguientes versos de Chocano:
Yo no jugué de niño.
Por eso siempre escondo
ardores que estimulo con paternal cariño.
Nadie comprende, nadie, lo viejo que en el fondo
tendrá que ser el hombre que no jugó de niño.
Estos versos debieron ser míos. No los he escrito yo, porque antes que yo los escribió Chocano.
Y como el joven poeta hace suya esa confesión lírica, porque en ella identifica la tristeza predominante en sus personales memorias de la infancia, suponemos que pudo incluir entre los epígrafes algunos fragmentos que en sus poesías revelasen las pesarosas emociones de los años vividos. Por ejemplo, aquellos versos7 en los cuales deja aflorar
Un desdén por la vida. Una vaga inquietud
ante la certidumbre de que habré de morir
y aunque siento infecunda mi fatal juventud
una pena muy honda, muy honda de partir…
O aquellos en los cuales parece temer que la actitud anímica fuera una sombra cernida sobre la pureza de la vinculación sentimental8:
…me has amado
porque soy infinitamente triste.
O esos que reflejan las inquietantes vacilaciones de su transición espiritual9:
Mi tristeza es tan sólo la tristeza enfermiza.
de un niño un poco místico y otro poco sensual.
O la gravitación hacia la filosofía del pesimismo10:
La voz de Schopenhauer adoctrina doliente
en mi alma que ha perdido la ilusión de la vida.
Y aun la contrastante animación del cuadro social que no logra amortiguar sus dolidas preocupaciones11:
y un joven está triste cual si reflexionase
en lo inconsecuente que es la felicidad.
De modo que todo nos induce a reconocer en ese título una exacta definición de la actitud lírica de José Carlos Mariátegui. Tal vez entrañaba una confidencia, y reclamaba que se lo pronunciase en tono espacioso y sibilante: porque esa Tristeza era una constante en los recuerdos de la infancia gris y en las inseguras proyecciones de su paso por la vida, en las influencias recibidas a través de las enseñanzas religiosas y la ideología filosófica, e inclusive en la dolorosa introversión que lo llevaba a dudar del amor y a preferir la soledad cuando se hallaba en compañía. Era una Tristeza nacida en el versátil discurso del soliloquio; y tal vez profundizada por las roedoras angustias del individualismo. Envolvía la versión de pasiones y observaciones, ansias y reflexiones de un ánimo turbado por el enfrentamiento con situaciones ásperas. En verdad, un testimonio: “todo un hondo y sentido boceto de mi vida, de mis inquietudes y de mis anhelos”12. Pero era tan persistente como los reiterados y estrechos límites de un laberinto; y, lejos de abandonarse a su pesantez, el ánimo esforzado habría de pugnar por despejarla para buscar el paso hacia la fecunda generosidad de la preocupación social.
A través de una apuntación epistolar conocemos otro detalle adicional del poemario que debió aparecer bajo el titulo de Tristeza, a saber: incluiría un prólogo. A manera del espaldarazo caballeresco, seria respaldada así la presentación pública del escritor novel; y como éste pensaba solicitar a quien conjugase una voluntad amistosa y la necesaria sutileza para la crítica, sorteó muchas dudas antes de llegar a la designación correspondiente13:
Me preocupa la cuestión del prólogo. Busco entre los literatos cuajados uno bastante comprensivo. Y he pensado en Luis Fernán Cisneros. El lo hará con gusto y bien.
Al margen de sus propósitos editoriales, “Juan Croniqueur” agrega en sus palabras algunas nuevas precisiones sobre la significación que La Prensa tuvo en su experiencia y sus relaciones profesionales: porque alude a las cualidades personales y literarias de Luis Fernán Cisneros, permite suponer que armonizaron con el magisterio periodístico ejercido desde la dirección por Alberto Ulloa Cisneros, y confirma la cordial intensidad de la comunicación mantenida entre los redactores del diario.
En cambio, sólo han llegado hasta nosotros muy escasas alusiones sobre las poesías incluidas en el anunciado libro. Algunas constan en las notas hechas al pie de sus respectivas publicaciones14; pero a base de ellas no se logra identificar ni una decena de esas poesías; y como aquellas que han sido reunidas ahora no se ajustan en su totalidad al carácter sugerido por el título, es procedente sujetar el conjunto a un escrutinio. Al efecto, estimamos: 1º, la breve cronología de las colaboraciones poéticas suscritas por “Juan Croniqueur” es particularmente intensa en 1916, pero denota una tendencia declinante en los últimos meses, y solo se extiende hasta febrero del año siguiente; 2º, no obstante afirmar que el libro destinado a reunir sus “versos” estaba “listo ya” (16 de abril de 1916), declara haberse fijado un plazo mínimo de seis meses para decidir su aparición (febrero de 1916), pues lo atormentaba la idea de no haber captado en ellos toda su emoción artística; 3º, muchos de esos versos fueron sólo ejercicios ocasionales, enderezados a cumplir un compromiso económico (por ejemplo, las poesías relacionadas con la hípica) o a realizar una prueba de ingenio (por ejemplo, los madrigales compuestos para un concurso frívolo o el soneto “A Tórtola Valencia” escrito en colaboración con Abraham Valdelomar y Alberto Hidalgo); y 4º, las poesías destinadas a figurar en las páginas de Tristeza fueron aquellas que estimaba como las expresiones más entrañables y personales de su inspiración. En consecuencia, deducimos: 1º, que la incidencia lírica de “Juan Croniqueur” refleja sus circunstancias íntimas, así como una implícita respuesta al reto planteado por las actitudes literarias de los redactores de La Prensa y su vinculación con el grupo Colónida; 2º, la posible relación entre la declinación de su entusiasmo poético y su conversión en cronista político, a raíz de su incorporación al plantel periodístico de El Tiempo; y 3º, el conocimiento de las grandezas y las miserias ligadas al poder público y a la emergencia de los problemas sociales lo indujo a rechazar gradualmente la insustancialidad y la carencia de proyección del individualismo reflejado en las poesías de Tristeza y finalmente lo llevó a someter sus manuscritos a un implacable auto de fe.
Cabe proponer una reflexión tangencial, en lo tocante al abandono del proyecto editorial: porque inicialmente fue anunciado en La Prensa, el 2 de enero de 1916; ratificado, de manera particularmente notoria, en el tercer número de Colónida, correspondiente al 1 de marzo de 1916, aunque a la sazón declaraba confidencialmente su autor que por lo menos tardaría seis meses para decidir su aparición; y casi al desgaire fue posteriormente ratificado el anuncio del libro en El Tiempo, del 20 de agosto de 1916. Entre los extremos de esa breve secuencia se desenvolvieron dos hechos, que en alguna forma sofocaron el lirismo de “Juan Croniqueur”: la aventura representada por la aparición de la revista Colónida, cuyo primer número correspondió al 15 de enero y el cuarto al 1 de mayo de 1916; y la gravitante competencia ocasionada por un frívolo concurso de madrigales (abril de 1916) promovido por la revista Lulú, y que transitoriamente forjó una rivalidad entre “Juan Croniqueur” y otros integrantes del grupo. En lo tocante a Colónida –no obstante su amistad con Abraham Valdelomar y su inclusión entre los escritores jóvenes que asumieron su credo estético–, solo se registró su colaboración en el tercer número, cuya dirección fue accidentalmente ejercida por Federico More; y no fue comprometida cuando ocho poetas del grupo decidieron hacer en común un libro, dejando “eliminados dos o tres nombres… por razones de amistad personal y no de desdén literario”15. Es cierto que las alegadas “razones de amistad personal” explicaron de modo elocuente las limitaciones de la compilación; pero fueron inmerecidamente descorteses e inamistosas para cuantos pudieron sentirse “eliminados”; y además de reflejarse su efecto en la burlesca mención del poemario como “las coces múltiples”16, dio origen al resquebrajamiento del llamado “grupo Colónida” y a la definitiva suspensión de la revista. Por añadidura, es claro que esa actitud labró el desengaño de José Carlos Mariátegui con respecto a las vanidades de los poetas, y a su vez lo animó a consagrar severos juicios acerca del “colonidismo”: “no constituía una idea ni un método… [sino] un sentimiento ególatra, individualista, vagamente iconoclasta, imprecisamente renovador… [que sin ser] un haz de temperamentos afines… [ni] una generación,… tendió a un gusto decadente, elitista, aristocrático, algo mórbido”17.
Si hoy queremos aproximarnos a la reconstrucción de Tristeza podemos apelar a dos fuentes de información, a saber: las indicaciones aparecidas al pie de las poesías insertas en la prensa periódica, a fin de anunciar la próxima edición del libro; y las poesías inspiradas en circunstancias o fases de la vida, las inquietudes y los anhelos del autor. Aquellas son: Morfina, Nostalgia (que inicialmente apareció bajo el epígrafe de “Educación abstrusa”), Nirvana, Plegaria del cansancio, Coloquio sentimental, Insomnio, Elogio del ópalo y Plegaria nostálgica. A las segundas adscribimos las siguientes: Spleen, Nocturno, Paréntesis, Viejo reloj amigo, El elogio de tu clave, Interpretación (III), Elogio a Cervantes, Elogio de la celda ascética, La Voz evocadora de la capilla, Minuto de la confidencia, Minuto del encuentro, Afirmación, Fantasía Lunática, Fantasía de otoño, Ditirambo elegante y Tú no eres anacrónica. En total, veinticuatro poesías. Todas ceñidas al modelo estrófico del soneto; pero con una diferencia en el metro, pues diez han sido compuestos en el clásico endecasílabo, y catorce en los alejandrinos gratos al modernismo. E inclusive difieren entre ellos debido a cierta especificidad o afinidad, que movieron a “Juan Croniqueur” para agruparlos en series; y como sólo conocemos éstas a través de algunas muestras, podemos imaginar la magnitud de un posible auto de fe que ocasionaría la destrucción de los manuscritos de Tristeza. Por ejemplo: conocemos Los psalmos del dolor a base de poesías numeradas de III a V; apenas han llegado hasta nosotros las Interpretaciones III y IV; y sólo mediante composiciones singulares, las Elegías de las horas sentimentales y Plegarias románticas. Por lo tanto, es claro que fue un libro homogéneo en cuanto a su forma, de contenido coherente, y con una estructura ajustada a las coincidencias temáticas.
Esos versos son mesuradamente confidenciales, a veces contaminados por la displicencia y el escepticismo, siempre saturados de la brumosa nostalgia que suscita el recuerdo de lo pasado y las ansias imprecisas que inspira el porvenir. Su “tristeza” interpreta una situación existencial; pero también trasunta cierta identificación con las postulaciones ideológicas de filósofos y escritores que sufrieron los efectos de la soledad y el desamor; y aunque la tremolación de sus palabras acoge imágenes convencionales –como los reflejos lunares, las melodías de un piano distante, o el implacable transcurso del tiempo–, en ningún momento se quiebra la unidad intrínseca de la poesía, ni palidece la estricta correspondencia entre el concepto de la vida y la transida voz del poeta. No sólo asume una actitud comprensiva ante las enseñanzas dolientes de Schopenhauer, la intensidad trágica de la frustración que doblegó las esperanzas amorosas de Leopardi, o la callada contemplación que a la postre llevó al joven Werther a sorprender con sus besos atropellados a la mujer amada y a remediar su desesperanza con el suicidio; admira el deliquio místico de San Juan de la Cruz, la voluntad que una y otra vez ensayó Don Quijote en su lucha contra las propias adversidades y contra el mal enseñoreado sobre la vida, y también la confusa asociación entre realidad y ensueño que Segismundo urdió en la soledad de su prisión, o las engañosas visiones que hicieron olvidar a Verlaine las amarguras cotidianas. Desvelado por la silenciosa proyección que forjaba, ante el recuerdo de las acciones y las emociones de cada jornada reciente, convocaba una teoría de ilustres figuras cuya presunta compañía lo ayudaba a fortalecer su ánimo.
Confidencialmente, pero con el sincero deseo de excitar la comprensión ajena, sintetiza la íntima visión de sus vivencias18:
¿Por qué soy triste? ¿Quién sabe nunca el origen de estas cosas? Mi tristeza tiene vieja genealogía. Mi alma está de antiguo triste, porque el dolor es la verdad única de la vida. Pero el dolor y la tristeza son cosas voluptuosas que hacen a veces al espíritu más bien que la alegría y el optimismo.
Movido tal vez por alguna respuesta contradictoria y la intención consoladora de la amiga a quien se dirigía, ratifica y amplía su pesimismo19:
El dolor es la única verdad. El dolor es purificador. En mí ha hiperestesiado todas mis aptitudes artísticas, todas mis sutilezas espirituales. Yo he sufrido y sufro probablemente más. Sufro un casi aislamiento, una absoluta soledad.
Y aun admitiendo la posibilidad de hallar salvación en el amor, que en esos instantes le parecería huidizo o lejano, insiste luego en las oscuras perspectivas que ya había formulado20:
El amor es la única fuente que vale la vida. Porque es la fuente eterna del dolor y no hay mayor placer que el del dolor que aceptamos, buscamos y queremos. Las gentes que van al amor saben todas cómo es fuente de amarguras.
Es la confesión de un ser comtemplativo, que en su temprana edad se asoma a la vida desde una posición insegura que medita en las ásperas leyes de la sociedad, cuando se siente herido por los aguijones de la soledad y el silencio; y que hace suyas las doctrinas inspiradas por el dolor humano.
Desde esta postura, y no obstante su discreta modulación, la poesía de “Juan Croniqueur” es como una botella al mar o un grito, que desafían al azar con un mensaje para el amigo ignoto. Es un desahogo de cuitas y dudas, presentimientos y ensoñaciones que emergen y crecen con la imponderable pesantez que labra la introversión. Y en sus versos asoman las memorias que el entendimiento prefiere callar21:
!Oh las noches en que hablan fantásticos conjuros
y en que muerde una angustia en cada pensamiento!
Asoma también el sobrecogimiento que suele dominar el ánimo del poeta cuando se ve limitado a su propia realidad22:
Me espanta verme a solas. Busco la confusión por no oír la imperiosa voz de mi corazón.
Y esboza un pesaroso diorama de su vida con la roedora evocación de las sensaciones que poblaron sus días grises23:
Yo siento haber vivido de prisa. Mi sonrisa
es una mueca triste de cansancio mortal.
Solloza en mis recuerdos la temprana, indecisa
violación del secreto del Bien y del Mal.
En cada oportunidad apunta un tono o un motivo de su tristeza, un rasgo de sus calladas obsesiones; y no cabe duda que así integra el paisaje de esa “vida interior” que tanto celaba.
Pero agobiado por sus pensamientos angustiosos, y en compañía de las sombras fraternas de quienes sublimaron el dolor, también acertó a trazar la imagen completa de sus vivencias en una vagarosa “Sinfonía de otoño”:
Me he enfermado de bruma, de gris y de tristeza,
y ha puesto frío en mi alma la caricia otoñal.
Un dolor, adormido en mí, se despereza
y me hunde en un nirvana atáxico y mortal.
La pena me posee con ansias de faunesa
y su abrazo me invade de un hastío letal.
Un paisaje de otoño se duerme en mi alma, presa
de una inquietud neurótica y de un delirio sensual.
Panoramas de niebla y de melancolía,
donde dice el invierno su blanca sinfonía;
cielos grises y turbios; monorritmo tenaz
de lluvia que golpea muy lento a mis cristales,
cual si con los nudillos las manos espectrales
de la muerte llamaran, sin atreverse a más. . .
En su conjunto, el cuadro es definitorio. Y tanto sorprende en sus líneas la coherencia de los símbolos, como la sostenida intensidad de las emociones que ellos trasuntan. Pero no corresponde a una situación estática, ni a un proceso clausurado. Es la toma de conciencia, movida por las inquietudes que excita la percepción de las anomalías y las contradicciones de la vida. Es el examen del pasado personal, en el difícil momento de disponer energías para iniciar una voluntariosa búsqueda de su propio destino. Y aun bajo el imperio de la tristeza, sus efusiones líricas son el diáfano testimonio de una inminente transición: pues “el poeta esplinático se pasea y se aburre”24 en las tardes del hipódromo, o se acoge a la meditación en una “celda ascética”, porque sus íntimos pensamientos lo transportan hacia los arcanos de su almario. La preocupación profesional que lo lleva a las reuniones hípicas no lo libera del aburrimiento25:
Mi vida en este instante tiene un vulgar teorema:
a las seis de la tarde el landó y el cinema,
a las siete el fastidio, y a las ocho el cocktail.
Y en la paz del cenobio franciscano desahogó su inspiración literaria, porque el ambiente místico no le ofreció las respuestas que sus angustias requerían.
De la bruma, imprecisa y presagiosa, van emergiendo lampos alentadores. Asociados a veces con el recuerdo de la ternura que su madre le prodigara, mientras agregaba fervientes preces a los tratamientos prescritos para los males que aquejaron su infancia; y dirigidos otras veces hacia el amor, temblorosamente deseado o intuído, y aun entrevisto en alguna mirada o el indolente roce de una fina mano. Su memoria anima cálidas visiones26:
Cada eco me habla evocadoramente
de cuando, de rodillas en el lecho,
mi madre me signaba dulcemente
en la frente, en la boca y en el pecho.
Y la inocencia de los años idos revive en la nostalgia del hombre acosado por el escepticismo27:
Siento el hondo dolor de la duda
y solloza mi cantiga muda
por el don de volver a ser niño…
Es obvio que no ha de aparecer la misma placidez en las imágenes ligadas a las promesas del futuro, porque se le antojan inseguras o fantasmagóricas, y teme la secuela que originan los desengaños; pero ello suscita la reacción de la voluntad y, lejos de doblegarse a la influencia de la tristeza o el dolor, “Juan Croniqueur” se prepara a superar sus efectos morbosos y a luchar por los privilegios de la vida. Ve el amor como el más grato aliciente, y juzga que aun sus amarguras conducen al placer. Lo revela28, con cierta noción de su eventual fugacidad:
Convergen mis anhelos, melancólicamente,
hacia un amor que es luego una esperanza ida,
y que deja otra huella de dolor en mi frente,
y que pone otra sombra de tristeza en mi vida.
Y discretamente alude a los lacrimosos reproches que alguna vez se opusieron a la incomprensión y la ruptura29:
En un vago crepúsculo interior
sollozan las pupilas de zafir
de una amada que me hizo presentir
las voluptuosidades del dolor.
Es el amor, que se muestra en los matices y las formas de un claroscuro; que mueve ansias y esperanzas de una sensibilidad romántica; y que a su vez excita una contradictoria alternativa, en cuanto lleva a la sensualidad o a una gozosa afirmación vital. Es el amor, que puede exigir renunciamientos y abandonos, o llevar hacia el discernimiento que requiere su continuidad. Y a la manera del viandante situado ante una encrucijada, “Juan Croniqueur” otea los horizontes propuestos en esa disyuntiva. Juzga desdichado el amor que se realiza a través del dolor y el sacrificio, porque los impulsos del corazón deben llevar a la plenitud mediante la unión que se sublima en el goce de la existencia. Y desde esos instantes declina su adhesión a la filosofía del pesimismo y el dolor. En cambio, define su confianza en la voluntad, racionalmente conducida hacia la afirmación de los valores intelectuales y morales. Según sus palabras30:
Tengo la mala suerte de que mi corazón influya en mi vida definitivamente, y que mi cerebro, en cuanto a mi vida se refiere, no influya en nada. Es una gran desgracia. ¡Si mis sentimientos obedeciesen a mis ideas, cuán infinitamente feliz sería, cuán ferozmente egoísta, cuán super hombre!
Quizá desahucia ya las concepciones de Schopenhauer, y denuncia el entusiasmo suscitado por una reciente lectura de Nietzsche. Pero cabe advertir que desde entonces amortigua sus afinidades con el decadentismo literario, y otorga sus preferencias a la exposición y la crítica de hechos e ideas que en alguna forma planteasen un compromiso con el futuro.
Referencias
-
En carta dirigida a “Ruth”, el 26 de abril de 1916, confesaba: “¡Qué me importa el público, amiga mía! Me basta mi vida interior. Y en ella me refugio". ↩︎
-
En carta a “Ruth”, de febrero de 1916, “Produje en ella [la Underwood] mucha prosa, versos nunca; son cosas incompatibles”. ↩︎
-
Ibidem. ↩︎
-
Cf. Las publicaciones de algunas poesías destinadas a figurar en sus páginas, adelantadas tanto en La Prensa (del 2 de enero y 23 de abril de 1916) y en El Tiempo (21 de agosto de 1916), como en Colónida (Nº 3, del 1 de marzo de 1916) y en Renacimiento (Guayaquil, 1916). ↩︎
-
Ibidem ↩︎
-
Cf. Los versos de “Spleen”. ↩︎
-
Cf. en “Morfina”. ↩︎
-
Cf. en “Plegaria del cansancio”. ↩︎
-
Cf. en “Coloquio sentimental”. ↩︎
-
Cf. el soneto V de sus “Emociones del Hipódromo”. ↩︎
-
Cf. la citada carta a Ruth de febrero de 1916. ↩︎
-
Ibidem. ↩︎
-
Cf. la nota 4. ↩︎
-
Cf. “Las Voces Múltiples”, crónica aclaratoria sobre el origen de la compilación antológica aparecida bajo el mismo título. En Cólonida, Nº 4, p. 38, Lima, 1 de mayo de 1916. ↩︎
-
El sostenedor de la burlesca alteración del título fue Florentino Alcorta, en El Mosquito; y a pesar de los esfuerzos que desplegó en sucesivas ediciones para “picar” a los ocho autores, no nos parece que a ello lo incitara su mayor o menor mérito literario. Creemos que se refirió a las “coces” que los ocho autores propinaron a sus amigos poetas, al eliminarlos de la antología “por razones de amistad”. ↩︎
-
Cf. sus apreciaciones sobre “Colónida y Valdelomar”, en 7 ensayos. ↩︎
-
Cf. la citada carta a “Ruth” de febrero 1916. ↩︎
-
Cf. en “Insomnio”. ↩︎
-
Cf. en “Spleen”. ↩︎
-
Cf. en “Plegaria del cansancio”. ↩︎
-
Cf. el soneto VII de sus “Emociones del Hipódromo”. ↩︎
-
Cf. el soneto VI de sus “Emociones del Hipódromo”. ↩︎
-
Cf. el soneto titulado “La voz evocadora de la capilla”. ↩︎
-
Cf. su “Plegaria nostálgica”. ↩︎
-
Cf. su “Coloquio sentimental”. ↩︎
-
Cf. su “Nirvana. ↩︎