Juan Croniqueur 1914 / 1918

  • Alberto Flores Galindo

 

I

Mariátegui, en enero de 1927, envió una carta al escritor argentino Samuel Glusberg en la que esbozó algunas líneas autobiográficas, raras y escasas en el conjunto de sus escritos. Fue en esa carta donde estableció una nítida distinción entre el período de su vida anterior a 1919 y el período posterior a 1923; en otras palabras, antes y después de Europa: la edad de piedra enfrentada a la edad de la razón; el socialista contrapuesto al adolescente decadente y bizantino. Lógicamente las mayores referencias proporcionadas a Glusberg fueron dedicadas a su etapa de madurez. Los años de su iniciación como escritor, el tiempo durante el cual firmara sus artículos con el seudónimo de Juan Croniqueur, apenas quedaron resumidos de esta manera: “Nací en 1895. A los 14 años entré de alcanzarejones en un periódico. Hasta 1919 trabajé en el diarismo, primero en La Prensa, luego en El Tiempo, finalmente en La Razón"1. En la reseña hay una equivocación y varias omisiones: en realidad había nacido en 1894; no menciona sus colaboraciones en Turf, Lulú o Mundo Limeño; quiere ofrecer la imagen de una iniciación periodística soslayando sus preocupaciones “literarias” y quedan sin mencionar sus crónicas, cuentos y más de cincuenta poemas publicados entre 1915 y 1917.

Sin embargo, el mismo Mariátegui, un año antes que esta carta fuera enviada, respondiendo a un cuestionario que le proponía Ángela Ramos para la revista Mundial, se había referido desde otra perspectiva a esos tempranos años de su iniciación periodística y literaria. “En el fondo yo no estoy muy seguro de haber cambiado. ¿Era yo, en mi adolescencia literaria, el que los demás creían? Pienso que sus expresiones, sus gestos no definen a un hombre en formación. Si en mi adolescencia mi actitud fue más literaria y estética que religiosa y política, no hay que sorprenderse. Esta es una cuestión de trayectoria y una cuestión de época”2. Hay inicialmente un tono dubitativo en el texto conducente a cuestionar la imagen que un autor tiene de sí mismo o la que elaboran sus contemporáneos, para a continuación señalar algunas pautas que podrían servir de derrotero en la comprensión de su propia biografía: indudablemente existen cambios entre el joven y el hombre adulto pero tal vez algunas claves importantes se encuentren en las permanencias. Mariátegui hace confluir actitud “religiosa” y “política” y señala —para desconcierto de algunos estudiosos de su obra— que esa preocupación religiosa, cuyas expresiones reseñaremos en las páginas que siguen, lejos de desaparecer se acentuó, aunque por un sendero diferente, en los años posteriores. Es por esto que si se termina de leer la respuesta a Ángela Ramos veremos, que Mariátegui dice: “En mi camino he encontrado una fe [sinónimo en ese entonces de socialismo]. He ahí todo. Pero la he encontrado —continúa— porque mi alma había partido desde muy temprano en busca de Dios. Soy un alma agónica”3. Meses después, al reseñar en las páginas de Amauta el libro de Miguel de Unamuno La agonía del cristianismo, supo mostrar el entusiasmo que le causaba ese especial giro que Unamuno daba al verbo agonizar: lucha por la vida. Sin embargo, criticaba al escritor español no comprender la esencia agónica del marxismo, entendido como el “mito”, o la “religión de nuestro tiempo”.

Entre el reportaje de Ángela Ramos y la carta a Samuel Glusberg, es este último testimonio el que ha tenido mayor acogida por parte de los estudiosos de Mariátegui. A ello ha contribuido la decisión de no incluir en las llamadas “obras completas”, los escritos de Juan Croniqueur y esta decisión ha sido avalada implícitamente por todos aquéllos que conciben a los textos de Mariátegui como reservorios de citas y que buscan edificar la imagen inmaculada de un marxista-leninista: había que liberarlo del lastre de su adolescencia. Por otro lado, la escisión entre la juventud y la edad madura acababa coincidiendo con esa imagen del joven Marx contrapuesta al autor de El capital, difundida desde la década del sesenta por el marxismo althusseriano. Es así como Juan Croniqueur terminó en un escritor casi olvidado.

Pocos autores se aventurarían en la búsqueda de los periódicos y revistas limeños publicados entre 1914 y 1918 para leer esos escritos que al parecer eran completamente prescindibles en la tarea de comprender el marxismo de Mariátegui. Una primera y temprana excepción fue Edmundo Cornejo, quien en 1955, bajo el título de Páginas literarias, propuso una antología de los escritos de Mariátegui, tratando de subrayar sus virtudes literarias, tal vez con una excesiva benevolencia. La antología de Cornejo, aunque no recibió los comentarios que merecía, fue reeditada en 1978, y si bien se puede lamentar las ausencias de algunos artículos publicados en El Tiempo, en su conjunto ofrece una imagen cabal de Juan Croniqueur. En 1956, un año después de la publicación de Cornejo, cuando todavía no se había iniciado la publicación de las “obras completas”, Aníbal Quijano preparó una excelente selección de textos de Mariátegui que fue prologada por Manuel Scorza, citando al hacer un necesario recuento biográfico el soneto “Plegaria nostálgica”, publicado por Juan Croniqueur en la revista Renacimiento4. A estos esfuerzos habría que añadir los ensayos periodísticos de Hugo Neira, que en realidad quería ser un plan de investigaciones (1960); el libro de Genaro Carnero Checa, La acción escrita (1964) sobre la actuación de Mariátegui en el periodismo de su tiempo; la introducción preparada por Jorge Basadre a la edición norteamericana de los 7 ensayos (1971), donde se ofrecía una imagen total de la biografía de Mariátegui; la tesis de Diego Messeguer sobre el pensamiento de Mariátegui en la que, tratando de establecer una continuidad, sostenía que entre 1914 y 1919 Mariátegui realiza su primera reflexión sobre la realidad peruana (1974); recientemente debemos al sacerdote norteamericano Jeffrey Klaiber un ensayo sobre la religiosidad de Mariátegui titulado “Elogio a la celda ascética” (1977)5. Indudablemente las dos contribuciones más importantes, realmente decisivas, se deben a Guillermo Rouillon: una prolija y cuidadosa biobibliografía y el mejor derrotero biográfico, La creación heroica de José Carlos Mariátegui. Rouillon ha sabido consignar y fechar los hitos fundamentales en la vida de Juan Croniqueur: su nacimiento en Moquegua en 1894, la infancia en Huacho, la temprana dolencia en 1902 a consecuencia de la cual quedará lisiado de una pierna, la interrupción de sus estudios escolares y su formación autodidacta, el ingreso al diario La Prensa como obrero en 1909, la publicación de su primer artículo firmado con el seudónimo de Juan Croniqueur en febrero de 1911, y el desarrollo persistente de sus colaboraciones a partir del 1º de enero de 1914. (Una observación erudita de Guillermo Rouillon indica que Juan Croniqueur publicó entre el 24 de febrero de 1911 y el 23 de diciembre de 1913, siete artículos en La Prensa: fueron los primeros tanteos que recién se perfilarían con claridad desde 1914).

¿Quién fue Juan Croniqueur? El primer rasgo es la precocidad si tenemos en cuenta que se inició a los 16 años y que apenas cuatro o cinco años después sería un escritor reconocido en el país y otros círculos culturales de América Latina. La precocidad era una característica compartida con otros escritores peruanos de ese entonces: Riva Agüero había escrito una contribución decisiva para la historia peruana cuando tenía 25 años; Francisco García Calderón publicó en francés su elogiado libro Le Pérou contemporain frisando los 27 años; y los dos escritores a quienes se sentía en ese entonces más próximo Mariátegui, Abraham Valdelomar y Leónidas Yerovi, concitaban el reconocimiento general siendo todavía jóvenes: habían nacido en 1888 y 1881, respectivamente. Al igual que Valdelomar, Juan Croniqueur ensayó diversos géneros literarios: hizo poesía y dejó sin publicar un poemario que se titularía Tristeza y tal vez otro destinado a llamarse Sinfonía de la vida metropolitana; escribió alrededor de 13 cuentos, la mayoría de los cuales tuvieron como escenario el hipódromo; dos obras de teatro; pero sus mayores contribuciones serían los artículos periodísticos, los comentarios y notas de actualidad, las crónicas escritas bajo la evidente influencia de Azorin. Juan Croniqueur confesó en alguna ocasión su predilección por la vertiente literaria: al periodismo acudía obligado por sus premuras económicas; sin embargo, al periodismo le debería no sólo su manutención, sino también su fama y quizá sin haberlo premeditado, de allí saldrían algunas de sus mejores páginas.6 A la postre los trajines periodísticos absorbieron su producción intelectual y poco antes de 1918 dejó completamente de escribir cuentos o poesías. Más de 700 textos escritos entre el 1º de enero de 1914 y el 22 de junio de 1918 lo ubican como un autor prolífico: prácticamente no hubo día —desde 1916— en que no escribiera un texto y ese cotidiano ejercicio de la máquina de escribir, a la par que le fue permitiendo un cierto dominio sobre la lengua, lo vinculó a un público y le enseñó a observar la vida cotidiana.

Aunque tuvo una infancia provinciana, su formación como escritor y su producción transcurrieron en Lima; fue un escritor limeño y de muchas maneras compartió el espíritu de la ciudad, incorporando en sus artículos ese humor satírico y burlón que podían remontarse a Felipe Pardo y Manuel Ascensio Segura, en los inicios de la República. No es prescindible señalar que Juan Croniqueur manifestaba un conocimiento de la tradición literaria peruana. Aparte de sus simpatías para Manuel González Prada (a quien reporteó), tuvo frases elogiosas para el poeta de la independencia Mariano Melgar y conocía bastante bien las piezas teatrales de Pardo y Segura: estos autores, en el panorama de la literatura peruana de ese entonces, significaban intentos por incorporar al mundo de la ficción cuadros, costumbres, estilos y sentimientos “nacionales”.

Sus colaboraciones en la columna “Voces” de El Tiempo se caracterizaron por su definida irreverencia al ocuparse de los políticos civilistas. Los personajes predilectos para sus ironías fueron José Pardo, entonces Presidente del país, y el diputado Manuel Bernardino Pérez, que oficiaba también de catedrático sanmarquino y que por sus limitaciones intelectuales y su público interés por las “comediantes” era fácilmente ridiculizable. El parlamento y el Partido Civil dieron lugar también a sendos artículos. Otra víctima de Juan Croniqueur fue el Dr. José de la Riva Agüero, poco tolerante para la sátira, y sus seguidores en el movimiento “futurista”, como Julio C. Tello y otros. El buen gusto, unido a la persistencia, enmarcaron a esta columna que apareció casi día a día desde la fundación de El Tiempo. Un ejemplo: “Nosotros pensamos que al país no le molesta que el señor Pardo vaya a Miramar. Probablemente le molesta más que el señor Pardo venga a Palacio de Gobierno”.7 Aunque Lima, su vida cotidiana y los acontecimientos políticos fueron sus temas predilectos, en ocasiones supo mirar más allá para referirse al regionalismo arequipeño o al levantamiento de Rumi-Maqui en Puno. “Nuestra mirada abarca todo el territorio nacional. Va de un confín a otro. Y recorre el mapa del Perú en una excursión que no es geográfica sino política. Nuestra mirada abarca el país entero”.8

La tendencia a observar venía desde años atrás y aparecía asociada a su temprana invalidez. Pero fue gracias al periodismo, a la vida en los cafés (como el Palais Concert) y a las conversaciones en las redacciones de La Prensa o El Tiempo, que esta tendencia alcanzó a desarrollarse. Para ello fue decisivo el entusiasmo que el joven escritor sentía por su época, la compenetración con su tiempo: “Amemos nuestro siglo —decía en un artículo dirigido a Alberto Hidalgo—. Yo lo encuentro bueno, grande y magnífico”.9 Entonces, observar la vida cotidiana no era sólo una obligación de periodista sino un placer, un gusto de todos los días y también materia de reflexión. Comentando un libro de Augusto Aguirre Morales, Juan Croniqueur lo elogiaba por haberse inspirado en la vida, “eso que muchos dejan pasar miopes e indiferentes”, de aquí se derivaría una concepción de Mariátegui según la cual las experiencias importaban más que las teorías y las biografías tanto como las ideas porque “sólo sobre la base del propio caudal de sensaciones se puede establecer el propio caudal de pensamientos”.10

En una ciudad que iniciaba un lento aunque irreversible crecimiento, las novedades del siglo aparecían con los escasos espectáculos multitudinarios. Juan Croniqueur fue aficionado a los toros, un espectáculo que en la Lima de ese entonces tenía cierto ambiente popular y plebeyo; pero fue también asiduo cronista de las reuniones hípicas de Santa Beatriz, donde era por el contrario ostensible el dominio de las grandes familias oligárquicas; asistió también a las acrobacias aéreas (looping the loop) que atraían a todos; sin embargo, el espectáculo de masas que mayor impacto tendría en su vida sería una procesión que desde los tiempos coloniales, cada mes de octubre, durante dos días recorría la ciudad acompañando la imagen de un Cristo crucificado: la procesión del Señor de los Milagros, a la que dedicó un primer artículo publicado el 20 de octubre de 1914 en La Prensa, y luego otro que con el título de “La procesión tradicional” ganaría el premio Municipalidad de Lima en un concurso convocado en 1916 por el Círculo de Periodistas: publicado originalmente en La Crónica sería reproducido en La Prensa y El Tiempo para ser reeditado, como ningún otro texto de su adolescencia, en 1935, 1938, 1944, 1946, 1955, 1959… Ha sido, por último, incluido en la antología de Edmundo Cornejo. Fue indudablemente el texto más importante que llegó a componer.

La observación de la vida cotidiana, en Juan Croniqueur, no se limitará sólo a los ambientes aristocráticos, como aparece en varios estereotipos de su juventud, sino que comprenderá también las expresiones populares. En uno de los varios artículos que publicó bajo el significativo título de Glosario de las cosas cotidianas, ofrecía la siguiente sugerencia, bastante alejada de las tentaciones elitistas o de ese supuesto “bizantinismo” que el mismo Mariátegui atribuiría a Juan Croniqueur: “Lea usted la crónica de policía. En ella se cuentan los episodios cotidianos de la vida de las gentes humildes. Son episodios vulgares, ínfimos y necios, grotescos muchas veces. Pero se esconde y divulga a veces tras ellos una historia sentimental, un drama inquietante o una arlequinada en la que vibran en un solo sonido la carcajada y el llanto”.11 El aprendizaje del periodismo lo había obligado a pasar por la página policial, de manera que la conocía bien.

Juan Croniqueur fue también un escritor “un poco místico”. Su atención se veía concitada por las festividades religiosas como la cuaresma o la semana santa, el retiro espiritual en el convento de los Descalzos, la defensa de la fe y el cristianismo frente a escritores irreverentes como el poeta Hidalgo, no por azar su poesía más célebre acabó siendo el “Elogio de la celda ascética”.12 En esto, como veremos, fue también fiel a su tiempo.

Un rasgo, que no requeriría de mayor relieve, fue su visible afrancesamiento. Mariátegui había aprendido tempranamente y por sus propios medios el francés. En sus crónicas se ocupó de Jean Jaurés y Pierre Loti, fue antigermanófilo y durante la Gran Guerra estuvo siempre de lado de Francia, pero el mejor testimonio está en el propio seudónimo que escogió, aunque no fue el único que utilizó en su juventud (algunas veces firmaba como Jack, otras como XYZ, en ocasiones con las iniciales J.C.); la mayoría de sus textos fueron firmados por Juan Croniqueur, hasta junio de 1918, cuando apareció como director de la efímera revista Nuestra época (sólo se alcanzaron a publicar dos números). Posteriormente, y de manera excepcional, el seudónimo de Juan Croniqueur se repitió en algunas Cartas de Italia, para ser luego completamente desechando y olvidado.

Desde antes de 1918 Juan Croniqueur era un escritor rodeado de cierta fama y no poco reconocimiento. Julio Baudoin había aceptado componer con Juan Croniqueur el poco exitoso drama Las tapadas que si bien fue un “desperdicio literario” al decir de Alfredo González Prada, o merecía llamarse “Las patadas” según un crítico más inclemente, acabó siendo motivo de polémica y discusión y no fue obstáculo para que después confluyeran Juan Croniqueur y Abraham Valdelomar en una versión teatral de La Maríscala, que en opinión de Jorge Basadre fue superior al texto narrativo. Juan Croniqueur organizó el Círculo de Periodistas y fue miembro de su junta directiva. Colaboró en Colónida, la empresa intelectual más importante de su tiempo. Poemas suyos fueron editados con elogios en Revista de Revistas, de México y Renacimiento, de Guayaquil. No era de extrañar que escritores noveles como Ramón Falcón o Juan de la Bohemia se sintieran obligados a dedicarle sus primeras creaciones. Juan Croniqueur era un autor conocido. Todavía lo fue más por las polémicas que supo o acabó suscitando: contra el pintor Teófilo Castillo desde su primer artículo publicado en La Prensa, sobre la exposición del plástico catalán Roura de Oxandaberro, contra José de la Riva Agüero cuando se atrevió a criticarle la sintaxis empleada en un discurso, en torno a la bailarina Norka Rouskaya y finalmente sobre el papel del ejército, como director de Nuestra época, motivo de la agresión de algunos oficiales y de un desafío a duelo. No era, este terco polemista, un intelectual timorato y artificial. Desde entonces supo desarrollar sus ideas enfrentándolas con sus opositores.

Mariátegui —conviene recordar algo obviamente conocido— no empezó su carrera intelectual como marxista, sino que antes de proclamarse siquiera socialista, era ya un intelectual, por lo menos si respetamos en alguna medida la opinión de sus contemporáneos. ¿Qué mecanismos posibilitaron que un intelectual surgido al interior de la sociedad oligárquica peruana de principios de siglo asumiera el marxismo? Este intelectual, adicionalmente, no sería un simple comentador de Marx, sino el fundador de una manera original (peruana o latinoamericana) de razonar y emplear el marxismo.

Se trata, para responder a la pregunta anterior, de entender a Mariátegui desde el interior mismo de su pensamiento: pensarlo en sus propios términos. Un escritor escasamente autobiográfico como fue él, en ocasiones, a veces valiéndose de otro autor, de una manera indirecta y quizá velada sugiere algunos derroteros para la comprensión de su obra.

José Carlos Mariátegui. La casa de cartón de Martín Adán (mayo-junio, 1928). Amauta, n. 15, p. 41.
Figura 12
José Carlos Mariátegui. La casa de cartón de Martín Adán (mayo-junio, 1928). Amauta, n. 15, p. 41. Archivo José Carlos Mariátegui

En efecto, en 1928, cuando Mariátegui comentó la publicación de La casa de cartón, novela escrita por Martín Adán, un joven de procedencia oligárquica pero sin embargo crítico del civilismo, se sintió obligado a explicar qué había posibilitado esta escisión entre la procedencia social y la actitud del escritor: tuvo que referirse a la historia y señalar algunos acontecimientos como el experimento billinghurista, la insurrección de Colónida, la decadencia del civilismo, la subida de Leguía, la transformación de Lima por el asfalto de la Foundation… Sin estos acontecimientos la novela de Adán “no habría sido posible”, es decir, un hijo de familia no habría podido tratar irreverentemente a las viejas tradiciones. Mariátegui no trataba de explicar a Adán, sino simplemente de consignar algunos hechos que lo hacían posible, de ubicarlo y comprenderlo.13 Es éste el propósito que nos anima al enfrentamos con Juan Croniqueur: de allí la insistencia sobre la época.

 

II

Juan Croniqueur aparece en esa sociedad que Jorge Basadre ha definido como la República Aristocrática: aparentemente una contradicción en sus propios términos, pero resulta que no es fácil definir a una estructuración social que sólo en sus aspectos externos recogía los elementos de una democracia burguesa, para realizar más allá de las apariencias un verdadero monopolio del poder político y de los aparatos del Estado en beneficio de un reducido núcleo social con la consiguiente marginación de las grandes mayorías. (Apenas menos del 5% de la, población podían ejercer el derecho al sufragio).

Las bases económicas de esta clase oligárquica se encontraban en los sectores más modernos de la sociedad peruana: en la banca, el comercio, la minería y la agricultura de exportación, lo cual era en parte consecuencia del rol de nexo entre el país y el mercado externo, el Perú y los intereses imperialistas, tanto ingleses como norteamericanos. Dado que muchos de los miembros de la oligarquía procedían de familias con raigambres en Italia, Inglaterra o Alemania, no podía extrañar que la cultura desarrollada por ellos acabara siendo una imitación de los usos y modas europeos. El entusiasmo por todo lo extranjero se manifestaba de una manera evidente en la vida cotidiana: en las costumbres, en la ropa copiada de París o Londres, en el conocimiento de otras lenguas, los viajes al exterior y, desde luego, en el racismo que debía soportar la población campesina. Para un oligarca promedio los indios —que, dicho sea de paso, componían la mayoría del país, como tuvo que recordarles González Prada y después Mariátegui— eran por lo menos tontos, si no brutos y de hecho una raza inferior. Cuando por el año de 1908 visita Lima y Callao una flota de guerra norteamericana, el cronista de una de las revistas más importantes, la recién fundada Variedades, cree recoger los sentimientos de sus lectores con este comentario: “Los marinos yankees recorren nuestras calles en victorias, tranvías, a pie y en cuantos medios de locomoción encuentran oportuno. Un espíritu sano e infantil les anima en todas sus bromas y diversiones (…) qué diferencia hay, repetimos, entre esos grandes niños risueños y traviesos con nuestros indios silenciosos y mustios, cuyas horas de expansión son consagradas a la borrachera”.14 Esta visión se mantuvo en el cronista a pesar de los excesos que terminarían cometiendo en la ciudad esos “grandes niños”. Al indio, en cambio, se le atribuían todos los “vicios” posibles: sensual, alcohólico, dominado por la coca y, como consecuencia de todo lo anterior, abúlico, con lo que se justificaba su miserable condición atribuyéndosela a él mismo. En otra revista, Contemporáneos, un autor recogerá el desagrado que los oligarcas sentían por las mayorías: “La primera impresión que produce una india es de profundo disgusto y aun de repugnancia”.15 El menosprecio racista llegó a comprender, como puede suponerse, a la población china y a los migrantes recientes del Japón, y bajo la ostensible influencia americana se comenzó a hablar del “peligro amarillo”, al que se atribuía tendencias hegemónicas en el Pacífico.

Dado el carácter minoritario de la oligarquía y las disparidades ideológicas y culturales que la separaban y contraponían al conjunto de la sociedad, su dominio adquirió forzosamente ciertas peculiaridades. El consenso y la violencia no eran ejercidos directamente por el propio Estado, cuyos aparatos eran de una evidente debilidad: la gendarmería apenas estaba compuesta por unos 1,000 servidores y el número de burócratas a principios de siglo era todavía inferior, de manera tal que para garantizar su dominio los oligarcas tuvieron que recurrir a una sólida alianza con el gamonalismo, es decir, con los terratenientes que ejercían la servidumbre al interior de sus haciendas y el poder local (control sobre otros señores, campesinos, prefecturas, incluso autoridades eclesiásticas) en los ámbitos donde estaban emplazadas sus propiedades. Los linderos de las haciendas limitaban el poder estatal pero en compensación, estos hacendados, que en ocasiones llegaron a movilizar huestes a su servicio, eran los mejores garantes del orden en el medio rural.

Es evidente que el poder del gamonalismo no reposó sólo en la violencia, sin que se pretenda negar el papel desempeñado por los cepos (cárceles privadas). Los gamonales supieron mantener una reciprocidad asimétrica con los campesinos, expresada de manera muy evidente en vinculaciones de parentesco (compadrazgo) o en los sentimientos paternales de que hacían gala constantemente: eran al fin y al cabo sus indios, seres débiles e inferiores, puestos a su servicio, a los que se debía protección.

Los gamonales permitieron que el orden oligárquico funcionara a pesar de la debilidad del Estado y la gran capacidad de violencia que se requería para garantizar a ese grupo minoritario de grandes familias. Por eso mismo, el gamonalismo permitió prescindir de los medios clásicos de dominación de una sociedad burguesa, de los partidos políticos (escasamente desarrollados y casi relegados por el Partido Civil, fácilmente confundible con la lista de socios del Club Nacional), la escuela y los maestros, la burocracia y las ideologías y en general de los intelectuales. Por esto y por la imitación, la vida intelectual de la sociedad oligárquica —salvo pocas y muy valiosas excepciones— acabó siendo rutinaria, pobre y escasamente creativa. En gran parte era inútil (especialmente tratándose de la creación artística o literaria) o se podía justificar como un lujo y un adorno de la vida cotidiana. Una vocación intelectual que no encontrara previamente el respaldo de una fortuna estaba condenada al fracaso: casi no había editoriales, las librerías eran bastante pobres, el eventual público comprador demasiado reducido… A veces era suficiente con editar quinientos ejemplares de un libro, como ocurrió con la tesis de Riva Agüero, para ser considerado un autor de amplio arraigo.16

Fue en este medio difícil que arribaron a la vida intelectual quienes después recibirían la denominación de generación del novecientos o arielistas: los hermanos García Calderón (Ventura y Francisco), José de la Riva Agüero, Víctor Andrés Belaúnde, Clemente Palma y otros, entre los que se podría añadir a Deustua, Lavalle, Miró Quesada… Ellos fueron los predecesores de Juan Croniqueur. Antes que empezara a escribir en periódicos y revistas, fragmentos de los escritos de Riva Agüero o crónicas de Francisco García Calderón aparecían en Prisma y Actualidades, mostrando “el talento y hondo sentir de los croniqueurs”.17 De manera que el estilo de colaboración periodística que inició Mariátegui a partir de 1914 tenía esos antecedentes. En cierta forma, si hubiera tratado de buscar “maestros”, hubiera tenido que buscarlos entre los “novecentistas”. Pero no fue el caso, en primer lugar porque hubo una profunda desvinculación entre los novecentistas y la sociedad peruana, y en segundo lugar porque la procedencia social de Mariátegui era un escollo insalvable.

La condición de la intelectualidad oligárquica puede ser ilustrada con el ejemplo de Francisco García Calderón. Nació en 1883, hijo de un importante intelectual peruano. Su padre fue autor de un decisivo diccionario de jurisprudencia, miembro del Partido Civil y además Presidente del Perú durante la ocupación chilena. Francisco hizo sus estudios en el afrancesado colegio de la Recoleta, en Lima, para continuar luego en San Marcos. Problemas familiares y una temprana dolencia psíquica lo obligaron a partir junto con sus tres hermanos a Europa, donde se estableció en París desde 1906. Al Perú sólo regresaría entre diciembre de 1908 y enero de 1909, de manera tal que toda su carrera intelectual transcurrió lejos de nuestras fronteras. Después de publicar un temprano libro de crítica literaria, De Litteris (1904), se dedicó a los estudios sobre la realidad peruana y latinoamericana que desembocarían en la confección de Le Pérou contemporain y La creación de un continente, este último verdadero éxito de librería editado al poco tiempo también en francés y alemán. En estos dos libros García Calderón proponía a su clase de procedencia, a la oligarquía peruana de principios de siglo, esa visión del país de que carecía y un proyecto colectivo a partir del cual podría edificar sobre bases más sólidas su poder: pensaba que la oligarquía debía reformarse en función de la concepción de una “oligarchie ouverte” que “ferait le grandeur du pays”, a la que se podría ingresar atendiendo a cualquiera de tres criterios: el poder económico, la tradición o el abolengo y desde luego la inteligencia, el talento, de manera tal que la oligarquía no acabara convertida en una simple plutocracia y garantizara así su rol —son términos nuestros— no sólo de clase dominante que usufructuara del país, sino también de clase dirigente y que como tal pudiera enrumbarlo. Enrumbar el país significaba, para García Calderón, incorporar al indio en este proyecto, convirtiéndolo en un obrero, movilizándolo gracias a las migraciones, desarrollando las capas medias en los ámbitos rurales. A diferencia de otros intelectuales oligarcas, García Calderón no añoraba la Colonia y pensaba que la emancipación había sido una tarea necesaria. Su temprana preocupación por la cuestión nacional lo llevó a pensar que existía una especie de “alma nacional” a la que era necesario abrir cauces para su desarrollo, manteniendo al país libre de injerencias extranjeras. Frente al llamado “peligro amarillo” o al hegemonismo anglosajón, García Calderón defendió la tradición latina del Perú y de América.18

Sin embargo, a pesar del posible interés de estos planteamientos, ellos encontraron poca acogida entre la oligarquía. Baste mencionar que su libro capital, Le Pérou contemporain, nunca sería traducido al español ni formaría escuela alguna entre los jóvenes oligarcas. Curiosamente uno de los lectores de ese libro fue Mariátegui y es indudable que en los 7 ensayos está de una manera u otra presente —ha sido señalado tanto por Jorge Basadre como por Robert París— el proyecto de responder a García Calderón, de elaborar una alternativa frente a esa visión oligárquica.

El aislamiento en que acabaron los planteamientos de García Calderón ayudó a que este autor se mantuviera distanciado del Perú. En los años siguientes sus escritos tratarían prioritariamente de temas europeos a partir de los cuales conformaría libros sobre “testimonios y comentarios”, “ideas e impresiones” de los sucesos mundiales o de la vida intelectual francesa y alemana. En este afán por observar a Europa se encontrará otro parentesco con Mariátegui a pesar que el tono y la finalidad de los ensayos fueron disímiles.

Las ideas de García Calderón, más allá de pequeñas discrepancias, eran asumidas por Riva Agüero. Ambos quisieron desempeñar el papel de la inteligencia para la oligarquía y ambos acabaron fracasando. Al poco tiempo de su regreso a Europa, Riva Agüero le escribía a García Calderón en los siguientes términos: “Yo te quiero aquí, en el Perú, trabajando por renovar este medio, escribiendo en castellano, en afanosa brega de pluma, de palabra y de acción, ejerciendo una influencia insustituible para que con los hechos y con las ideas, con los pensamientos y con el estilo, con el fondo y con la forma de tus obras, con tu vida toda, honres, enorgullezcas y enaltezcas este rincón del mundo, que tanto amamos y cuya mejor esperanza eres”.19 Poco tiempo después Francisco García Calderón le responde en una carta abundante en tristeza y pesimismo, completamente desalentada, sin esperanza en el país (término que en ellos era sinónimo de oligarquía). “¡Y yo tengo tan sincero pesimismo sobre el Perú! ¿Qué se puede hacer sin hombres, sin dinero, sin raza? Napoleón hubiera fracasado en el Perú”.20 De hecho, para confirmar su impresión, el intento de Riva Agüero de proponer a la oligarquía un programa que ahora llamaríamos “modernizante” bajo el nombre de Partido Nacional Democrático (el futurismo) terminó fracasando y sirvió así para ilustrar el pesimismo inicial de García Calderón: esa imagen de un país en el cual todo y todos estaban condenados al fracaso se fue acentuando con el tiempo y se relaciona con su persistente distanciamiento de los temas peruanos: quizá como consecuencia, la producción de García Calderón fue disminuyendo y su calidad acabó mostrando un visible descenso desde fines de la década del veinte. A partir de 1930 ya no escribió nada: según él porque nada tenía que decir o ya había dicho todo. Viejos males reaparecieron y recrudecieron para conducirlo a la muerte en 1942, al poco tiempo de haber regresado al país, donde lo esperaban apenas su hermana, pocos amigos y un discípulo, como quedó en evidencia por la pobre asistencia que acompañó su sepelio. Imagen patética a la postre de lo que Basadre, siguiendo una idea de Mannhein, considera como el avatar de “la inteligencia socialmente desvinculada”. García Calderón quiso ser un intelectual orgánico para la sociedad oligárquica, pero esa clase de intelectuales no eran necesarios para el ejercicio del poder en una República Aristocrática.

José Carlos Mariátegui desarrolló un persistente antagonismo con los más representativos intelectuales oligárquicos. No ha faltado quien considerara injusto el proceder de Mariátegui, tratando de llamar la atención sobre el posible parentesco entre sus ideas y las del joven Riva Agüero. Sin discutir los planteamientos recientes de Luis Loayza, sólo queremos reiterar que el antagonismo tenía una antigua data y que desde su iniciación literaria Juan Croniqueur apareció enfrentado a los “novecentistas”. Para criticar a Riva Agüero aparentemente no escogió el camino más adecuado cuando en el artículo titulado “Un discurso, 3 horas, 46 páginas, 51 citas. ¿Gramática? ¿Estilo? ¿ideas?: o acotaciones marginales”21 criticó el discurso que pronunciara con motivo del tercer aniversario de la muerte del Inca Garcilaso de la Vega, por considerar a su autor como un académico “que proclama la inexorabilidad de las reglas gramaticales”. No interesa reconstruir las críticas puntuales y tampoco considerar la réplica de Riva Agüero, sino simplemente constatar que de este modo Juan Croniqueur manifestaba su disidencia con una manera de entender la vida intelectual que sobrevaloraba la erudición y por lo tanto era posible únicamente al interior de un medio académico. Esa obsesión bibliográfica que había convertido a García Calderón en un conocedor del latín, el inglés, el alemán, el italiano, era en parte compartida por Mariátegui, quien hasta intentó aprender latín en la recién fundada Universidad Católica (1917), pero su formación periodística no podía confluir con la exclusiva reflexión sobre los libros: criticará a los “novecentistas” ese menosprecio por la vida, por las sensaciones, por la época en que vivían.

Juan Croniqueur, a pesar de su afrancesamiento y de sus concesiones a las añoranzas del pasado colonial, no hubiera podido ser un intelectual oligárquico. No sólo se diferenciaba por su actitud sino también por el origen de ésta: no tenía procedencia universitaria, nunca podría escribir una tesis con citas precisas y notas a pie de página, porque su formación había transcurrido completamente al margen de esos ambientes.

Pero, distanciado de la “intelectualidad aristocrática”, pudo persistir como escritor gracias a la acogida que encontró entre los “colónidas”: un grupo de intelectuales jóvenes, provincianos en su mayoría, de procedencia mesocrática que se congregaron alrededor de la revista Colónida y la figura de Abraham Valdelomar. La imagen que nos ha llegado de Valdelomar lo retrata “posando”, acuñando frases desconcertantes, contemplando el efecto de sus “boutades”, pero todos estos gestos nacían como un imperativo para alguien que quería afirmarse como escritor y sólo como escritor, a pesar de haber nacido en un olvidado pueblo de la costa peruana. Para defender los “fueros de un intelectual”, incursionó en todos los géneros posibles: hizo crítica de arte, compuso dramas, escribió cuentos y pequeñas novelas, desde luego poesía, e incluso ensayó el dibujo y la caricatura. Supo introducir la vida provinciana como tema literario y de esa manera puede figurar como el fundador del “criollismo” en la narrativa contemporánea.

Portada de la revista Colónida dirigida por Abraham Valdelomar [1916].
Figura 13
Portada de la revista Colónida dirigida por Abraham Valdelomar [1916]. Archivo Fotográfico Servais Thissen.

Su revista Colónida, aunque se definió como una publicación literaria y no obstante que apenas llegó a imprimir cuatro números (entre el 18 de enero y el 1º de mayo de 1916), dejó una amplia estela por la irreverencia que sus redactores mostraron contra los intelectuales tradicionales (polémica entre Federico More y Ventura García Calderón), la entusiasta defensa de los “paraísos artificiales”, la inclusión de los jóvenes en desmedro de las viejas figuras literarias, la exhaltación de la imaginación, todo ello irritó, con lo cual los “colónidas” no dejaron de sentirse satisfechos.

Valdelomar y sus seguidores hicieron su aprendizaje en el periodismo y menospreciaron siempre los medios académicos. El periodismo unió a Juan Croniqueur con El Conde de Lemos (seudónimo de Valdelomar). Para ese joven que apenas se iniciaba en la creación literaria y los trajines periodísticos, Valdelomar fue el modelo de escritor, el único posible, porque tenía los méritos y el valor suficiente como para ensayar un destino intelectual fuera de los marcos impuestos por la sociedad oligárquica.

 

III

La República Aristocrática fue una sociedad rígidamente jerarquizada: la pertenencia a la clase dominante no se definía sólo por posesión de bienes o la posibilidad de detentar una fortuna; era igualmente necesario e imprescindible contar con un apellido, tener abolengos reales o ficticios a los que referirse, disponer de vinculaciones de parentesco y acatar un estilo de vida especialmente rígido como la estructura al interior de la cual trascurría. En cierta manera podríamos decir que los criterios de “clase” se confundían con los criterios “estamentales”. Existían pocas y limitadas posibilidades para la movilización social, sobre todo si se tiene en cuenta que en la relación con las clases populares, la división de clase implicaba también una separación étnica.

Durante las dos primeras décadas del siglo XX, cuando la oligarquía, con excepción del pasajero régimen de Guillermo Billinghurst, ejerció directamente el poder, supo difundir especialmente en los medios urbanos (lo que entonces casi era sinónimo de Lima), una determinada concepción del mundo, una mentalidad que a un conjunto de elementos distintivos sumaba un extremado sentido del orden y de la ritualización de la vida cotidiana: cada acto tenía su hora y su día. Así, por ejemplo, los días viernes eran los días de visitas, destinados a los apacibles encuentros entre familias. Los días sábado se permitían idas al teatro y eventualmente al cinematógrafo. Los domingos contaban con un programa recargado que indicaba la misa de once (esa era la hora aristocrática), la comida familiar con la sobremesa, la asistencia al hipódromo o a los toros, según la temporada… Un verso de Juan Croniqueur recoge estas impresiones: “Mi vida en este instante tiene un vulgar teorema:/ a las seis de la tarde el lando y el cinema/ a las siete el fastidio y a las ocho el cocktail…”.22

La rigidez de la sociedad oligárquica, su condición poco permeable al cambio se podía sentir de manera casi palpable en las estrictas normas de cortesía o en las ropas. Repasemos las fotos de los asistentes al hipódromo: siempre grupos familiares, las mujeres a pesar del calor con frondosas vestimentas y los hombres invariablemente con ternos oscuros. Las ropas eran por lo general gruesas: todavía en 1916 El Tiempo trataba de combatir el nefasto uso de casimires en verano proponiendo telas más livianas. Pero los aristócratas (o quienes vivían influidos por ellos) eran poco refractarios al cambio, a la novedad.

La familia ocupaba un lugar central en la sociedad. Como recalcaba el Arzobispo de Lima, ella era la depositaría del patriotismo y la garantía del futuro nacional porque la patria era una asociación de familias. Esas familias felices de la sociedad oligárquica hicieron del divorcio un tabú, impusieron la represión sexual cotidiana y definieron prácticamente desde el inicio el destino de sus hijos: la repetición de otras vidas. Era relativamente fácil dibujar el perfil de una mujer limeña con una sucesión de ‘días tan tranquilos como monótonos que desembocaban en el inevitable noviazgo y el consiguiente matrimonio: “Se casará. Engordará. Tendrá muchos hijos, uno por año, cuando menos. Y esta será su vida”.23 Ocurre que esa rigidez de la vida oligárquica acababa siendo todavía más opresiva a nivel de las capas medias. Juan Croniqueur nos describe una familia típica —como la que él mismo hubiera podido formar— con estos términos: “Estos son dos esposos. Y estos dos esposos son dos burgueses que van los sábados al teatro, que reciben los viernes, que pasan los domingos en el campo y que se bañan en el Callao, en los baños de ‘La Salud’. La esposa tiene veintiocho años, es agraciada, se confiesa, oye misa y lee las novelas de Ricardo León desde que su matrimonio le permitió como un progreso en su cultura olvidar las novelas de Luis de Val (…) El esposo es empleado en una casa inglesa de alto comercio. Tiene treinta y dos años, gana doscientos soles mensuales, admira a su austeros jefes ingleses, usa pantalones holgados, lee a Samuel Smiles, guarda mensualmente diez soles en la Caja de Ahorros”.24

La vida cotidiana limeña era una repetición constante de rituales consabidos; la vida política no se diferenciaba mucho durante esos años monopolizados por el Partido Civil. ¡Cuántas veces Juan Croniqueur en sus comentarios políticos para El Tiempo tiene que anotar “no pasa nada”, “ninguna novedad” y otras frases similares! De esta manera la monotonía y el tedio terminaron siendo componentes esenciales de la República Aristocrática. Revisemos las noticias de los periódicos: dejando de lado las informaciones sobre la Gran Guerra, a nivel de la vida política (salvo algunos escándalos excepcionales como el asesinato del político de oposición Rafael Grau, hijo del héroe de Angamos), no hay nada que informar, de manera que la atención del lector se consigue gracias a las informaciones sobre el bandolerismo, tal vez un crimen impactante, quizá un incendio o la llegada de un buque de guerra…

Parecía que nada podía cambiar. Cualquier esfuerzo era inútil o estaba de antemano condenado al fracaso. A Juan Croniqueur, desde muy temprano, le llaman la atención algunos rebeldes de la historia peruana: en el pasado, Túpac Amaru II, en su época, el general Rumi-Maqui, y no deja de sentir una cierta simpatía por esos esfuerzos que se enrumban contra la corriente y que pretenden trastocar la marcha de la historia para restaurar el perdido Imperio del Tawantinsuyo. En su columna “Voces” de El Tiempo, habitualmente satírica y burlona cuando se refiere a José Pardo o Riva Agüero, asume un tono respetuoso en las dos o tres ocasiones que comentan los actos de Rumi Maqui: le parece una cruzada, una empresa digna de encomio, un camino diferente al mundo gris de la política limeña, pero sin embargo, este proyecto, como antes el de Túpac Amaru II, termina con la prisión de su líder, el fracaso y la derrota, porque —según la explicación que ensaya— la abulia del medio y de la raza anularía cualquier entusiasmo colectivo.25

Los oligarcas pensaban, como toda clase dominante, que el orden social era eterno e inamovible. Esta imagen se transutaba también en la vida de todos los días, en una sensación de lentitud y un ambiente estacionario, que algunos atribuían a la carencia de mayores distracciones o a los rezagos pueblerinos de una Lima que apenas aspiraba a ser una “metrópoli”: la ciudad tenía entonces más de 150,000 habitantes que ocupaban apenas 1,300 hectáreas. Las ropas oscuras a las que era afecta la moda de esos años, junto con el predominante tono grisáceo del cielo de la ciudad, contribuían a acentuar estas sensaciones propicias para el aburrimiento y la melancolía, que fueron recogidas en versos de Juan Croniqueur: “Panoramas de niebla y de melancolía,/ donde dice el invierno su blanca sinfonía,/ cielos grises y turbios; monorritmo tenaz…”.26

Las crónicas sociales de la época recogen también estos sentimientos: es suficiente revisar las páginas de Lulú, Turf o Mundo Limeño. Lulú era una revista ilustrada, con formato original y fina impresión, que tenía como tema a la aristocracia limeña. Por sus páginas desfilaron esas célebres “cabecitas”, a las que Juan Croniqueur adornaba con madrigales o alguna adulzorada presentación no exenta de mal gusto. Veamos casi al azar tres citas provenientes de las páginas de Lulú durante 1915:

12 de agosto: “Es la hora de la aristocracia limeña. Hora del vermouth. Dentro y fuera del ‘Palais Concert’, se vive un momento igual al de ayer, al de hoy, al de mañana, seguramente”.27

11 de noviembre: “Nada interesante ha turbado la abrumadora monotonía de nuestro vivir limeño y que haya puesto siquiera un matiz de suaves afluvios en la semana transcurrida”28

16 de diciembre: “La monotonía de nuestro ambiente dijérase que es eterna. Parece que estuviéramos condenados a vivir mediocremente, sin un destello de luz, sin presentimientos de alegrías”.29
  El tedio es definido como el “mal del siglo”. Entre los escritores se reitera el término spleen: “pena muy honda”, “abulia indolente”, “cansancio muy grande”, “tristeza enfermiza”. Enrique Carrillo define el spleen como “ese mal doloroso”.30 Juan Croniqueur se caracteriza asimismo como un “poeta esplimático”, utilizando un neologismo plenamente justificable en la época. Resultaba natural que uno de sus cuentos, “Una tarde de sport” publicado en El Tiempo, empezara de esta manera: “En la solitaria tristeza de una estancia en penumbra, Margarita se aburría.. .”.31

El tedio terminó invadiendo también a otras capas sociales y al conjunto de la ciudad. Las clases medias eran afectas a las pastillas del Dr. Richards, adecuadas para combatir la pereza o el cansancio y pocas mujeres podían prescindir del Cordial de Cerebrina, recomendado para los estados de depresión. El tedio acabó siendo para algunos un gesto de elegancia y terminaron por exhacerbarlo. Aburrirse daba un cierto aire aristocrático.

Para otros el tedio era una manera, quizá excesivamente sutil, de mostrarse inconformes con su sociedad y rechazar esas “costumbres patriarcales” y ese mundo limeño jerarquizado, serio, repelente a la imaginación y la burla. Fue el caso de Valdelomar con todas sus poses, sus afanes por épate le bourgois, por desconcertar y burlarse permanentemente de sus interlocutores, sobre todo si eran personas serias y respetables. Dado que los oligarcas se respetaban demasiado, el humor acabó teniendo implicancias subversivas.

La rebeldía de Valdelomar aparece asociada a las tardes limeñas. Por lo menos así lo pensaba él: “Una buena tarde, inexacto, una mala tarde, de estas tardes limeñas, de estas trágicas tardes limeñas, me sentí harto de todo. Harto, harto; de la vida, de las cosas, de los camaradas, del cielo, del aire, de las casas, de los coches, de los periódicos, en suma, de todo. ¿Usted sabe lo que es el hastío, el tedio, la monotonía?.. .”,32 preguntaba a César Falcón, el amigo de Mariátegui, en un reportaje para El Tiempo. Desde luego que muchos, en esa Lima de la República Aristocrática, hubieran podido responder positivamente a la pregunta de Valdelomar: especialmente los jóvenes intelectuales, de procedencia provinciana y a veces popular.

Pero la rebeldía de Valdelomar semejaba a las “rebeliones sin esperanza”, en la medida en que se definía por negación. Era un espíritu antioligárquico. No quería —y muchos tampoco hubieran podido por su extracción social— incorporarse al mundo de los intelectuales oligárquicos, acatar los ritos sociales, ser una persona madura, respetable, gorda (gordura y burguesía fueron términos sinónimos y menospreciables para El Conde de Lemos). Por estas razones el grito que significó Colónida fue efímero, pero a pesar de su corta duración implicó la posibilidad de una opción diferente, sobre todo para aquellos jóvenes que recién llegaban al periodismo peruano: “En nuestro medio —dirá Valdelomar— la rebeldía es casi un crimen, algo que no se concibe, que desconcierta y sorprende. La mediocridad ambulante no puede comprender que haya un espíritu enamorado de su libertad, que sepa triunfar solo, que se oriente sin pasar por la Universidad, que desdeñe la crónica social de los diarios, que ignore cómo se llama el Ministro de Fomento, y que no tenga la lejana esperanza de ser diputado afiliándose a un partido político”.33 La intolerancia a cualquier cambio y frente a cualquier disonancia en la sociedad oligárquica determinó que un escritor imaginativo y nada rutinario como Valdelomar se volviera un rebelde. Las palabras anteriores, publicadas como prólogo a Panoplia lírica (1917) de Alberto Hidalgo, hubieran podido también prologar cualquier eventual libro (de cuentos o poemas) de Juan Croniqueur: ellas diseñan un derrotero que en cierta manera había sido iniciado por Juan Croniqueur cuando renunció a continuar escribiendo en Lulú, se alejó de la hípica, ingresó al diario El Tiempo como cronista parlamentario y culminaría luego cuando “hastiado de política criolla”, optó por otros caminos. No es exagerado pensar que sin el tedio y sin Valdelomar, Juan Croniqueur no hubiera llegado a ser José Carlos Mariátegui.

 

IV

Juan Croniqueur, ese joven enamorado de su tiempo, fue perdiendo poco a poco sus ilusiones. El entusiasmo por el progreso desapareció con el inicio de la Gran Guerra. Pero la desavenencia más importante entre él y la sociedad oligárquica giró en torno a una anécdota bastante conocida: el baile de Norka Rouskaya en el cementerio de Lima. Recordemos los hechos: Juan Croniqueur, entre otros espectáculos, sentía atracción por la danza como lo muestra su entusiasta entrevista a la bailarina Tórtola Valencia y después los artículos que le dedicó a Norka Rouskaya, artista de “segunda categoría” pero que con su belleza algo enigmática supo atraer la atención de los jóvenes intelectuales y desde luego acarreó una variación en el ambiente rutinario y monótono de Lima. Con estos antecedentes, a Juan Croniqueur y César Falcón se les ocurrió la idea de organizar una expedición nocturna al cementerio de Lima donde, ayudados en el ambiente de segura penumbra y misterio y recurriendo a la inspiración de Chopin, invitaron a la Rouskaya para que, apenas cubierta de un velo blanco, ejecutara la “Marcha fúnebre. A pesar de contar con la anuencia del subsecretario de la Beneficencia, cuando se iniciaba el acto irrumpieron el Prefecto y la policía, deteniendo a todos los asistentes. En otro tiempo, un hecho como éste apenas habría dado lugar a una “reprimenda” de la autoridad pública, pero en el Perú de la República Aristocrática no podía encararse de manera tan simple porque implicaba —en contra de todos los usos y costumbres— un trastocamiento de la realidad cotidiana: danzar en el cementerio, sea cual fuere el motivo de los concurrentes, era una inadmisible violación de las reglas religiosas y sociales. Se explica entonces por qué las autoridades interpusieron juicio a Norka Rouskaya y sus acompañantes.

Dilettantismo Macabro, artículo sobre el escándalo del Cementerio, La Prensa, 05 noviembre de 1917.
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Dilettantismo Macabro, artículo sobre el escándalo del Cementerio, La Prensa, 05 noviembre de 1917. Biblioteca Nacional del Perú.

No hubo periódico que no asumiera una posición en lo que terminó siendo un “verdadero escándalo”. El debate llegó incluso al periodismo provinciano, y en todos los lugares, casi unánimemente se levantaron las acusaciones contra Juan Croniqueur. Los ánimos se apasionaron tanto que incluso hubo como corolario un conato de duelo. La acusación más reiterada fue: “profanación”. Entonces Juan Croniqueur se sintió obligado a dar las explicaciones que le reclamaban sus lectores: “Yo le juro a la ciudad, por el santo nombre de Dios que ha sido constantemente mi escudo, mi broquel y mi bandera, que es la verdad la que estas palabras contienen. Y le pido que recuerde que yo he hecho más de una vez alarde de mi cristianismo, que he escrito versos místicos en el convento de los Delcalzos a donde me condujo el mismo móvil de especulación estética que me condujo al panteón. . .”.34 Sin las palabras de Juan Croniqueur hubiéramos podido pensar que la danza en el cementerio era la expresión de un cierto “esnobismo” hecho con el propósito de incomodar a los espíritus pacatos de Lima y mostrar de esa manera la disconformidad y la rebeldía contra las tradiciones, incluidas las sagradas. Pero, para Juan Croniqueur, por el contrario, se trataba de un hecho en el que confluían estética y misticismo, un acto respetuoso y de pleno recogimiento. ¿Decía la verdad o recurría a esos argumentos como una excusa para acallar el escándalo? Los antecedentes nos llevarían a pensar que era sincero en sus palabras de “justificación y defensa”.

En efecto, hay una vertiente fundamental en la evolución de Juan Croniqueur signada por sus tentaciones místicas. Una búsqueda obsesiva de Dios, el afán por recuperar o mantener el cristianismo heredado de su infancia, lo llevó a frecuentar los actos de la religiosidad limeña: procesiones, recogimiento de la Cuaresma y la Semana Santa, plegarias e incluso el retiro espiritual durante tres días al convento de los Descalzos. Los afanes místicos inspiraron varios poemas suyos, siendo el más célebre de todos su “Elogio de la celda ascética”, al que se podría añadir “La plegaria del cansancio” y la “Plegaria nostálgica”: “Está lejos de mí la fragancia/ de la mítica fe de mi infancia/ que guardaba con blanco cariño./ Siento el hondo dolor de la duda/ y solloza mi cántiga muda/ por el don de volver a ser niño”.35

Precisamente fue a causa de su posición creyente, cristiana y para ser más precisos, católica, que Juan Croniqueur criticó acerbamente a un autor ateo como era Alberto Hidalgo.36 De manera tal que nunca ocultó su posición sino que, como todo obsesionado por un problema, la sacó a relucir en más de una ocasión.

La religiosidad será precisamente el rasgo que más vinculará a Juan Croniqueur con su tiempo. En efecto, si bien un libro como las Conferencias del padre Paulino Álvarez mostraba la evidente decadencia de la reflexión teológica, no ocurría lo mismo en la vida cotidiana, donde por el contrario parecían intensificarse las prácticas piadosas. Cada ciudad estaba bajo la advocación de un culto: el Señor de los Temblores en Cusco, el Señor de Luren en Ica, el Señor de los Milagros en Lima. Los limeños podían identificar los meses del año por las procesiones: el Corpus, el Santo Sepulcro, al que eran devotas las familias oligárquicas, Cuasimodo, el Sagrado Corazón, la Virgen de Monserrate o la Virgen del Perpetuo Socorro, venerada en el populoso barrio de Malambo. La religiosidad era un decisivo mecanismo para el consenso social: en las cofradías se reunían ricos y pobres, oligarcas y artesanos.

Esta valoración del cristianismo dentro de la sociedad oligárquica obligó a preservar sus fueros incluso mediante mecanismos impositivos, como la expresa prohibición de prácticas que no fueran las católicas, aparte de las propias sanciones morales que supuestamente debían recaer sobre los laxos o indiferentes. Una lectura frecuente entre las clases populares eran “las leyendas de santos”: alimentaron una religiosidad patética que derivó en la aparición de “sántas” o en las “conversiones” milagrosas. Durante el año 1917 el pueblo indígena de Monsefú, donde la vida trascurría con esa inasible monotonía de otros pueblos de la costa peruana, cae preso de la exhaltación cuando se le atribuyen poderes milagrosos a Isabel Miranda y, a pesar que los médicos diagnostican “catalepsia”, se propala su fama atrayendo a peregrinos de lugares apartados. Hay un debate —que llega hasta los periódicos de Lima, como El Tiempo— sobre Isabel Miranda, para dilucidar si es una santa, una enferma o quizá una impostora: no terminaron de ponerse de acuerdo. Al año siguiente, entre otros casos, las crónicas periodísticas recogen la imagen de una limeña de vida airada, conocida con el apelativo de “La Trombona”, que como consecuencia de una conversión milagrosa tiene arranques místicos, obligándose a orar en prolongadas jornadas; el escepticismo del cronista atribuye esta situación a una combinación de mala comida con el afán por imitar “las leyendas de los santos”.

La religiosidad domina la vida cotidiana de todas las clases, sin excluir a los intelectuales. Un poeta ateo como Alberto Hidalgo es una excepción; por el contrario, podemos encontrar que la preocupación religiosa recorre los escritos de Valdelomar o los Heraldos negros (1918) de César Vallejo; es todavía mayor en las páginas de Devocionario, libro compuesto por Aguirre Morales. Pero fue Juan Croniqueur quien con mayor intensidad trató de vivir una experiencia mística, entendida como la relación personal, individual y solitaria con Dios. Pero esta concepción irá variando.

Procesión del Señor de los Milagros en la ciudad de Lima (c.1916). Fotografía.
Figura 15
Procesión del Señor de los Milagros en la ciudad de Lima (c.1916). Fotografía. Archivo Fotográfico Servais Thissen.

El misticismo y la atracción por las multitudes explican el fervor que sintió Juan Croniqueur por “la procesión tradicional”. En el primer artículo dedicado al Señor de los Milagros (publicado en La Prensa), Juan Croniqueur explicaba la devoción de la ciudad a esa imagen de Cristo por su identificación con la tradición y las costumbres populares, aspectos que resaltaban todavía más en una época que —por lo menos a nivel de las clases dominantes— se complacía en la imitación de lo extranjero. La procesión remontaba su historia a los tiempos coloniales y desde entonces se confundía con los hábitos y costumbres de la gente plebeya, pero era tal su poder de atracción, que en los dos días de recorrido por la ciudad, acudían también “las damas más aristocráticas y gentiles”.37 Esta preocupación por el público será más evidente en su segundo artículo, escrito en 1916 y publicado al año siguiente en La Crónica o El Tiempo. Aunque el tema era propicio para una añoranza de los tiempos coloniales siguiendo el estilo de Las tapadas, o, en todo caso, a comunicar emociones similares a sus poemas, Juan Croniqueur escoge un camino que podríamos llamar “sociológico”: presentar a la multitud, describir su composición e intentar ofrecer una explicación de ese fervor: “Las manifestaciones de la fe de una multitud son imponentes. Dominan, impresionan, seducen, oprimen, enamoran, enternecen. La contemplación de una muchedumbre que invoca a Dios conmueve siempre con irresistible fuerza y honda ternura. El paso de la procesión del Señor de los Milagros por las calles de Lima produce una emoción muy profunda en la ciudad que se encuentra invadida por un sentimiento ingenuo, sedante y religioso”.38 Juan Croniqueur se conmueve por el carácter colectivo del sentimiento y por el arraigo que puede tener esa tradición para unir un conjunto de voluntades. Las andas del Cristo son pesadas. Para cargarlas a lo largo de todo su recorrido existe una hermandad o cofradía, compuesta en su mayoría por gente de los barrios populares de la ciudad y étnicamente negra o morena, que, vestidos con sus típicos hábitos morados, otorgan el color característico a la procesión. Estos hombres si bien son fornidos, terminan cada tumo exhaustos, pero hay en cierta manera un mito que los robustece y es otra tradición, según la cual cada año uno de ellos es llamado por el propio Señor a los cielos: “Y estos hombres que sufren la fatiga de la carga no se quejan nunca. Tienen más que resignación, placer y regocijo en su trabajo”.39 Es así como Juan Croniqueur descubre el poder movilizador que tienen los mitos, las creencias, las tradiciones, la religión, cuando trascendiendo el fervor individual (el ámbito cerrado de la celda ascética), se confunden con las multitudes y las calles de una ciudad: no se trata —subraya el propio Juan Croniqueur— de la resignación, sino, por el contrario del entusiasmo que permite realizar año a año en el mes de octubre el esfuerzo de conducir esas andas: los hermanos del Señor de los Milagros logran superar la fatiga gracias a su “devoción profunda”. El poder de las ideas y de las tradiciones cuando se encarnan en una multitud será, desde entonces, un planteamiento central (casi diríamos un criterio de verdad) para Mariátegui.

El contraste entre la multitud del Señor de los Milagros y la multitud del hipódromo es obvio. El hipódromo es un espectáculo frívolo, monopolizado por una clase o, mejor dicho, por un conjunto de familias felices: una rutina dominical ejecutada con desdén y que a la postre deriva también en el tedio. No existe el fervor. Pero el Juan Croniqueur que acude a Santa Beatriz y que escribe en El Turf o en Lulú no se interesa sólo por los caballos o por la hermosura de las asistentes: a veces lo atraen también lugares menos aristocráticos como lo establos, o personajes diferentes, como los jockeys, por los que no pudo omitir su simpatía en un cuento. Hay una anécdota que le permite ubicar a la multitud del hipódromo. Un día, un domingo cualquiera, un pobre hombre asaltante o carterista es apresado por la policía y cuando era conducido detenido, se suicida en la puerta del hipódromo; mientras esto sucede, se accidenta un caballo: los asistentes se conmocionan y dirigen toda su atención hacia el animal para acabar completamente indiferentes ante el anónimo suicida. Ese cronista afrancesado que escribía madrigales de mal gusto para las “cabecitas limeñas” no fue indiferente ante estos hechos, lo que muestra cómo Juan Croniqueur era bastante menos frívolo de lo que aparentaba. “Para el público, cruel, egoísta, salvaje —repárese en los adjetivos que contrastan con los que utilizara para referirse a los devotos del Señor de los Milagros—, no vale la vida de un hombre lo que el remo inútil de un equino. No hay quien quiera pensar en la última, en la terrible aunque vulgar tragedia que puede encerrar la vida del infeliz que se ha volado los sesos antes que volver a la desesperante soledad de una celda. No hay quien lo crea digno de una frase de compasión cualquiera. Es la eterna injusticia de las cosas humanas”.40 Para un acucioso observador de la vida cotidiana tenía que traslucirse de una manera u otra la violencia que daba sustento a la tediosa felicidad de la República Aristocrática.

Pero, volviendo a la procesión tradicional, el encuentro con la multitud es decisivo para Mariátegui porque le mostrará cómo, a diferencia de lo que escribió en su primera colaboración para El Tiempo, resultaba superable esa indolencia dominante y que por lo tanto la abulia del medio podía ser contrarrestada. De esta manera el misticismo lo acercó a la procesión y fue gracias a ella que descubrió la importancia de las tradiciones y de los sentimientos religiosos para las clases populares. Es cierto que todavía no pensaba en términos de “clases sociales”, pero estaba a medio camino para descubrir que más allá de la vida y la cultura oligárquica, la ciudad albergaba a otros personajes y otras mentalidades: es una historia posterior, donde debe referirse cómo descubrió el sindicalismo y gracias a ello su rebeldía acabó en una afirmación porque encontró otra clase a la que acogerse.

El camino hacia Marx de José Carlos Mariátegui tuvo como estaciones previas primero ese instintivo y elemental sentimiento antioligárquico que Colónida alentó; luego vino la confluencia entre el fervor religioso, que lo obsesiona desde su niñez, con el entusiasmo por las multitudes para de allí terminar descubriendo el poder del sindicato como forma de organización, de lucha y también de cultura.

Historia y biografía se encuentran y se confunden de muchas maneras. En la experiencia histórica peruana de esos años hay un hecho del cual no se puede prescindir para entender la simpatía de Juan Croniqueur por las multitudes: Billinghurst y la irrupción de las clases populares. El año 1912 impusieron la designación de Guillermo Billinghurst como Presidente los artesanos, los obreros, los pequeños comerciantes de la ciudad, hastiados de los monocordes gobiernos civilistas y encontraron a su vez en el nuevo caudillo, un asidero para las movilizaciones sociales, como la que intentan en enero de 1913 los estibadores del Callao. Si bien Juan Croniqueur tenía entonces simpatías “pierolistas”, siguió con detenimiento estos acontecimientos desde las redacciones de La Prensa, donde por el contrario eran ostensibles las posiciones billiinghuristas.41 Para Valdelomar —el único modelo de intelectual posible que hasta entonces tenía Mariátegui—, estos acontecimientos políticos fueron decisivos en su vocación, si nos atenemos a la carta que el 9 de junio de 1912 dirigió a Enrique Bustamante y Ballivian: “Yo estoy agradecido al destino que me deparó una vida tan tensa, en estos tiempos de pasividad y de civilización. He vivido otra vida, Enrique; otra vida que Ud. no imagina tal vez. Yo no me creía un luchador, y ahora me convenzo que el hombre no es más que el resultado de las circunstancias. Yo mismo, que me creía un apacible, he ido con la mayor sangre fría, revólver en mano, el 25, a atacar a la Junta Electora, capitaneando a unos setecientos hombres de pueblo. Yo me he convencido que este es el camino. Si yo resultara un revolucionario. ¿Qué diría usted, Enrique?”. Luego añadirá que una vida diseñada para el arte, no pudo sustraerse a esa jornada calificada, con evidente gradilocuencia, de “imborrable, magna, digna de un gran poema trágico”.42

Juan Croniqueur y José Carlos Mariátegui: ¿Dos personajes diferentes o, más allá de ciertas apariencias, el mismo? ¿maduración o ruptura? ¿quién tenía razón: el entrevistado por Angela Ramos que señalaba una continuidad entre su juventud y su edad adulta o el corresponsal de Samuel Glusberg, que por el contrario subrayaba las diferencias? Hay —sin ánimo de agotar un debate—, por encima de estas imágenes contrapuestas, una afirmación suficientemente segura: sin Juan Croniqueur no podemos entender a Mariátegui porque ese intelectual que desposaría “algunas ideas” en Italia era en muchos sentidos un hombre formado, un escritor reconocido por sus contemporáneos antes de tomar el barco para Europa. Una diferencia notable con Francisco García Calderón: Mariátegui no comenzó a pensar en París sino en Lima y desde el inicio su derrotero como escritor apareció vinculado al público, a sus lectores.

Esta preocupación por el público —en algún texto aludió a la emoción de los aplausos— le nacía de su interés por los espectáculos (el teatro, entre otros) y el periodismo.43 A diferencia de cualquier intelectual oligárquico, su carrera transcurrió alejada de los claustros universitarios y próxima a los lectores: por eso le tenía que desagradar la ampulosidad en el estilo de Riva Agüero y él, una vez superada la influencia azoriniana, desarrollaría una prosa límpida, puntual y directa. En pocas palabras: la prosa académica y culta frente al estilo periodístico. Algunas de las peculiaridades del marxismo de Mariátegui encuentran explicación si se repara que principió y terminó como periodista, recorriendo todas las escalas, desde los talleres hasta la página editorial.44 En otras palabras, de la crónica al ensayo social.45

Referencias


  1. José Carlos Mariátegui al escritor Enrique Espinoza (Samuel Glusberg), 10 de enero de 1927. Ver en línea. La carta está fechada el 10 de enero de 1927, pero se trata de un error del autor, siendo con toda evidencia una carta del 10 de enero de 1928 como respuesta a las cartas de Samuel Glusberg del 1 de noviembre y de diciembre de 1927. ↩︎

  2. Mundial, 23 de julio de 1926. Reproducido en La novela y la vida, Lima, Amauta, 1969, pp. 153-154. ↩︎

  3. ídem. ↩︎

  4. Para terminar de enumerar las ediciones de textos de Juan Croniqueur debemos mencionar que la revista San Marcos publicó, con una nota introductoria de Alberto Tauro, el drama Las tapadas (Nº 12, Julio-setiembre 1975, Lima, Universidad Nacional Mayor de San Marcos). Fue reeditado al año siguiente por el Teatro Universitario de San Marcos. La edición de las obras completas de Abraham Valdelomar incluye un fragmento de La maríscala. (Obras completas, Lima, editorial pizarro, 1979). ↩︎

  5. Recientemente se han ocupado de la “edad de piedra” de Mariátegui Elizabeth Garrels, en una tesis que nos ha sido inaccesible, y Oscar Terán, en un artículo de próxima publicación (Buelna, Culiacán, México, Nº 4-5). ↩︎

  6. Obras completas, Lima, Editorial Pizarro, 1979). Alberto Tauro está empeñado en la tarea de ubicar nuevos textos de Juan Croniqueur, aquellos que aparecieron sin firma. “Si yo me gobernara, en vez que me gobernara la miseria del medio, yo no escribiría diariamente, fatigando y agotando mis aptitudes, artículos de periódico. Escribiría ensayos artísticos o científicos más de mi gusto. Pero escribiendo versos o novelas yo ganaría muy pocos centavos porque, como este es un país pobre, no puede mantener poetas o novelistas”, El Tiempo, año III, Nº 716, 27 de junio de 1918, p. 2. ↩︎

  7. El Tiempo, año II, Nº 349, 22 de junio de 1917, p. 1. ↩︎

  8. El Tiempo, año II, Nº 257, 25 de marzo de 1917, p. 1. ↩︎

  9. El Tiempo, año I, Nº 171, 1 de enero de 1917, p. 10. ↩︎

  10. El Tiempo, año I, Nº 51, 6 de setiembre de 1916, p. 6. ↩︎

  11. La Prensa, año XIII, Nº 7090, 20 de febrero de 1916, p. 5. ↩︎

  12. El Tiempo, año I, Nº 12, 28 de agosto de 1916, p. 3. ↩︎

  13. Amauta, año III, Nº 15, mayo-junio 1928, p. 41. ↩︎

  14. Variedades, año IV, Nº 1, 1908, pp. 6-9. ↩︎

  15. Manuel Beingolea, “Psicología de la mujer india” en Contemporáneos, año I, Nº 8, 28 de julio de 1909, p. 345. ↩︎

  16. “De la tesis —dice César Pacheco Vélez— se hizo una tirada no muy extensa que no debió pasar de los 500 ejemplares, y el libro, hoy rareza bibliográfica, no llegó a las librerías para su venta sino directamente a las manos de los maestros, discípulos y amigos del autor”. “Nota Preliminar” a La historia en el Perú, Lima, Pontificia Universidad Católica, 1965, p. XLV. Era un lujo que una vieja fortuna familiar hacía posible. ↩︎

  17. “Nuestros jóvenes en Europa” en Monos y monadas, Nº 54, 1 de enero de 1907. ↩︎

  18. Francisco García Calderón, Le Pérou contemporain, París, Dujavie et Cié. editeurs, 1907, y La creación de un continente, París, Librerie Paul Ollen-dorff. ↩︎

  19. Archivo Histórico Riva Agüero, Correspondencia, Riva Agüero a García Calderón, Lima, 12 de setiembre de 1907. ↩︎

  20. ídem, García Calderón a Riva Agüero, Londres, 12 de junio de 1908. ↩︎

  21. La Prensa, año XIII, Nº 7196, 30 de abril de 1916, p. 6. ↩︎

  22. Juan Croniqueur, “Emociones del hipódromo” en El Tiempo, año I, Nº 136, 27 de noviembre de 1916, p. 6. ↩︎

  23. Enrique Carrillo, Viendo pasar las cosas, Lima, Imp. del Estado, 1915, p. 86. ↩︎

  24. Juan Croniqueur, “Cartas a X/Glosario de las cosas cotidianas” en La Prensa, año XII, Nº 7164, p. 4. ↩︎

  25. Juan Croniqueur, “Cartas a X/Glosario de las cosas cotidianas” en El Tiempo, año I, Nº 1, p. 6. ↩︎

  26. Juan Croniqueur, “Fantasía de otoño” en La Prensa, año XIII, Nº 6624, 6 de junio de 1915, p. 3. ↩︎

  27. Lulú, año I, Nº 5, 12 de agosto de 1915. ↩︎

  28. ídem., año 1, Nº 17, 11 de noviembre de 1915, p. 5. ↩︎

  29. ídem., año I, Nº 26, 16 de diciembre de 1915, p. 5. ↩︎

  30. Enrique Carrillo, Cartas de una turista, Lima Imp. La Industria, 1905, p. 31. ↩︎

  31. “Una tarde de sport” en El Tiempo, año I, Nº 48, 3 de setiembre de 1916, p. 10. ↩︎

  32. “Nuestras grandes glorias artísticas”, reportaje a Abraham Valdelomar de César Falcón en El Tiempo, año I, Nº 108, 30 de octubre de 1916, pp. 4-5. ↩︎

  33. Abraham Valdelomar, prólogo a Panoplia lírica de Alberto Hidalgo, Lima, Imp. Víctor Fajardo, 1917, p. XXII. ↩︎

  34. “El asunto de Norka Rouskaya/Palabras de justificación y de defensa” en El Tiempo, año II, Nº 490, 10 de noviembre de 1917, p .2. ↩︎

  35. “Plegaria nostálgica” en Renacimiento, Quito, año I, Nº VI, 1917, citado por Manuel Scorza, prólogo a Ensayos escogidos, Lima, 1956, p. 10. ↩︎

  36. Juan Croniqueur, “Cartas a X/Glosario de las cosas cotidianas” en El Tiempo, año I, Nº 1, p. 6. ↩︎

  37. Juan Croniqueur, “La procesión tradicional” en La Prensa, año XI, Nº 6184, 20 de octubre de 1914, p. 3. ↩︎

  38. “La procesión tradicional” en El Tiempo, año II, Nº 274, 12 de abril de 1917, p. 4. ↩︎

  39. Loc cit. ↩︎

  40. Juan Croniqueur, “Del momento/cosas vulgares” en La Prensa, año XI, Nº 6170, 13 de octubre de 1914. ↩︎

  41. Guillermo Rouillon, La creación heroica de José Carlos Mariátegui, Lima, Editorial Arica, 1975, T. I, pp. 115 y ss. Rouillon cita el testimonio de Alberto Ulloa Sotomayor sobre el año 1912 y el ascenso de Billinghurst: “Esa fue la atmósfera de agitación, de choque, de permanente inquietud, en que José Carlos Mariátegui abrió los ojos a la realidad política del Perú” (p. 117). ↩︎

  42. Abraham Valdelomar, Obras: textos y dibujos, Lima, Editorial Pizarro, 1979, p. 826. Hay referencias a la misma carta en el libro de Luis Alberto Sánchez, Valdelomar o la belle époque, México, Fondo de Cultura Económica, 1969, pp. 88 y ss. ↩︎

  43. Guillermo Nugent, Mariátegui y el público (texto inédito)! ↩︎

  44. “Valdelomar unió al periodismo, el sentido estético; Mariátegui unió al periodismo el ensayismo social. Esta fusión se operó en él merced a un serio autodidactismo, que, en una transformación maravillosa, llevóle de la dirección de El Turf a la dirección de Amauta”, Jorge Basadre, “Homenaje a José Carlos Mariátegui” en Variedades, año XXVI, Nº 1155, p. 7. ↩︎

  45. Jorge Basadre, “Un cuarto de siglo de literatura” en Variedades, 6 de marzo de 1929, año XXV, N° 1096. ↩︎