Ficción y realidad de "Juan Croniqueur"

  • Alberto Tauro

Durante los años iniciales del siglo XX, el periodismo peruano estaba muy lejos de corresponder a las posibilidades de comunicación que dejaba esperar la habilidad de los redactores; y es fácil advertir que las noticias no eran procesadas adecuadamente. Cada periódico se distinguía por la peculiar orientación que el director le impartía en sus notas editoriales, desarrolladas en tono declamatorio y con una especiosa argumentación que a veces tendía a preparar las sugestiones apocalípticas del párrafo final. El registro de los acontecimientos cotidianos, fragmentado en apuntaciones sin refinamiento ni opinión, correspondía a la crónica; y el cronista solía ser por eso un principiante, a quien se encargaba la tarea de cernir los datos depositados en el buzón del periódico o recolectados en las oficinas gubernativas, las comisarías y los centros de la vida local. Las notas respectivas habían sido publicadas durante mucho tiempo en una columna que constituía la principal comidilla del vulgo, pues en ella se daba cabida a nombramientos administrativos, ceremonias escolares, celebraciones familiares, espectáculos, hechos policiales, sorteos de la lotería y aun recetas domésticas; pero ya había desaparecido su convencional agregación y, conservando tanto su carácter enunciativo como la relativa monotonía de su presentación, aparecían separadas las noticias que afectaban a los trajines palaciegos, la vida social y militar, la crónica judicial, los asuntos policiales, teatros y teatralerías, turf y “sport”, movimiento de vapores y pasajeros, correos, localidades aledañas, crónica religiosa, y aun esporádicos acopios de “hechos diversos” y datos curiosos. Los colaboradores, temáticamente especializados, enderezaban sus artículos hacia la exposición o la crítica de los actos gubernativos. Y cada edición otorgaba espacios a despachos cablegráficos y extractos de la prensa extranjera, circulares institucionales, divulgaciones o debates en torno a problemas técnicos, reseñas históricas o creaciones literarias. Todo ello, sin ninguna gracia tipográfica, y elementalmente ajustado a la decisión de los cajistas, que sólo cuidaban la sucesiva integración de las columnas.

Mientras prestó su apoyo a la redacción de La Prensa, José Carlos Mariátegui atendió afanosamente al aprendizaje de ese periodismo. Demostró aptitudes y ductilidad que todos apreciaron; y puede estimarse que por consenso fue promovido a una plaza de cronista, cuando Hermilio Valdizán la dejó vacante al obtener su título de médico-cirujano (1910). Se consagró entonces a la información policial, y acertó a presentar los hechos con alguna imaginación. Se abstuvo de aplicar a los criminales los artificiosos prejuicios lombrosianos, escrutó en las causas y los móviles de los delitos, identificó las simulaciones de los acusadores aviesos, y destacó la tristeza de cuantos sufren la maldad o la injusticia. Suscitó así los comentarios de los redactores, que unas veces aplaudían la vena novelesca de alguna crónica, o en ciertas ocasiones sonreían ante una aparente cursilería de la historia narrada. Pero esas reacciones no podían satisfacer al escritor adolescente; porque no trascendían del ámbito de la oficina, y tanto sus criterios profesionales como su individualismo reclamaban el eco de la opinión pública. Decidido al fin a quebrar la barrera que le oponía su anónima participación en las tareas de la redacción, deslizó un artículo (24-11-1911) suscrito con el discrecional seudónimo de “Juan Croniqueur”.

Esa ingenua audacia ha sido invariablemente mencionada para fijar el hito que precisa la aparición del escritor. Y nada más. Pero juzgamos que en ella debe atenderse a tres elementos, a saber: la inspiración del seudónimo, el procedimiento seguido para efectuar la publicación y los valores del artículo.

En primer lugar, cabe alegar que el uso del seudónimo pudo obedecer a la inseguridad determinada por su inicial enfrentamiento al público y al deseo de compulsar la opinión imparcial de sus eventuales lectores. Pero también es posible que al adoptar un nombre literario sintetizara largas reflexiones sobre la significación que debía reflejar, y aún sobre los casos históricos de escritores que llegaron a la fama merced a la gravitación de sus seudónimos1. Lo cierto es que implica un acierto definitorio, en cuanto concilió la sencillez de un nombre tan popular como “Juan” y la designación de la especialidad profesional que entonces asumió (“croniqueur”, o relator de crónicas). Y aunque la opinión inadvertida haya atribuido alguna afectación a la forma afrancesada de ese nombre, creemos que entraña una opción entre la relativa imprecisión de los sustantivos españoles (cronista, o ¿croniquero?) y la inflexión eufórica de la voz francesa. Es decir, que José Carlos Mariátegui no se acogió a la seducción de un embozo ocasional, cuando suscribió su primer artículo con el seudónimo de “Juan Croniqueur”; ni pretendió eludir la asociación de su obra literaria con sus circunstancias personales; pues, en verdad, anunció sus incipientes afinidades culturales y aún su propósito de cultivar y perfeccionar un moderno género de comunicación.

En segundo lugar, es obvio que la sorpresa hubo de cundir en oficinas y talleres, ante la inserción del primer artículo de “Juan Croniqueur”, pues apareció como avance de una serie de “crónicas madrileñas”, y nada menos que “especial para La Prensa”. Pero el director no tenía conocimiento de la contratación de ese corresponsal, ni la “crónica madrileña” había sido sometida a su autorización; e inmediatamente emprendió la investigación destinada a fijar las responsabilidades del caso. Puede comprenderse que todo apuntó hacia José Carlos Mariátegui, quien, confeso y contrito, recibió una severa amonestación: pues Alberto Ulloa Cisneros juzgó como “una grave indisciplina” que “el ayudante encargado de acomodar la munición [hubiese] disparado por sí mismo [y], aprovechando de su misión de entregar originales, [hubiese] dado a trabajar los suyos propios, sin encargo [y] sin control”2. Por tanto, fue juzgada la conducta inconsulta del joven periodista, pero no fue cuestionada la calidad de su artículo; y como la principal preocupación del director fue el restablecimiento de la mellada disciplina, “le prohibió escribir nuevamente para el diario”, sin someter a su autorización los artículos que pudiera pergeñar. La disposición afectaría las ilusiones que “Juan Croniqueur” había cifrado en el alado vuelo de su pluma; pero su juvenil acto de indisciplina le permitió trasponer la barrera del anonimato, y lograr que sus escarceos de escritor solo requiriesen la aprobación directoral para ser dados a la estampa.

En tercer lugar, es preciso detenerse en los valores de la presunta “crónica madrileña”, para determinar las circunstancias personales que en ella refleja su autor. Y la tarea es reveladora, porque adelanta el programa que volcaría en sus artículos, y deja traslucir las afinidades que ya emergían en su enfocamiento de los asuntos políticos, así como el sorprendente nivel de su información cultural. Dice que se propone “tratar de lo más interesante y seductor” que hubiere en “las cosas del día”, pero sin dar paso a “disertaciones sesudas, serias investigaciones de carácter científico, ni intrincamientos psicológicos”, y, por lo tanto, “sin reflexiones de sabihondo y sin pedanterías ni remilgos de estilo pedestre y aliñado”. Implícitamente deja asomar cierta discrepancia con las orientaciones aplicadas en La Prensa; y bosqueja los lineamientos destinados a excitar una relativa modernización en el tratamiento y la presentación de las noticias. Disiente del periodismo ceñido al registro de los hechos cotidianos, que suscita reacciones morbosas al hinchar los aspectos sensacionales de la actualidad, y aún incurre en afectación cuando intenta algunas explicaciones. Lo quiere ágil, y ameno, grato al gusto común, serio y mesurado. Pero fácilmente puede imaginarse que las postulaciones de “Juan Croniqueur” motivarían la risueña extrañeza de los redactores, pues en la realidad era sólo un principiante y en ellas se vería una mera presunción juvenil. No era fácil admitir que revelaban su inquieta permeabilidad a las concepciones experimentadas en las publicaciones que llegaban a la mesa de canjes; y que tal vez constituían una discrecional adaptación de los lineamientos trazados en Excelsior, el hebdomadario parisién de cuya aparición (enero-1911) informó La Prensa mediante una glosa de su programa editorial. Sus coincidencias son notorias, pues en “las cosas del día” se refiere a lo novedoso que aquel proyectara destacar; en cuanto prefiere lo “interesante y seductor”, denota su inclinación por las manifestaciones positivas de la vida social y su rechazo a las ingratas repercusiones de la criminalidad; y expresa su simpatía por las nuevas formas de la creación cultural, tanto como su censura a la afectación y el mal gusto. Es decir, que aún en la iniciación de su ejercicio periodístico, José Carlos Mariátegui reclamaba la utilización del diario como instrumento de información y cultura, como vocero y apoyo del progreso social; y juzgaba que debía excitar la comprensión de los lectores mediante la novedad y la veracidad de la información, la ecuanimidad de los juicios, la claridad y la sencillez del estilo.

Diseñada así la imagen del periodismo que se proponía desarrollar, completó aquella crónica inicial con dos notas de actualidad política y literaria. Y de acuerdo con sus planteamientos preliminares, desplegó en ellas un acucioso y versátil seguimiento de los hechos, de modo tan fluido, sobrio y oportuno que obliga a reconocerle una promisoria aproximación a la seguridad propia de la madurez. La primera, referida a la campaña republicana del radical Alejandro Lerroux, presenta su personalidad y su influencia en la escena política española: “Ni Sol y Ortega, el famoso republicano, ni Melquiades Alvarez, el orador eminente y talentoso, han podido hacerse de la popularidad de Lerroux… el prototipo del orador sensacional, el de las palabras sonoras y convincentes, y el del gesto persuasivo”. En la segunda, consagrada a la gracia festiva del poeta Juan Pérez Zúñiga, evoca la significación humana de los personajes contrastados en la novela quijotesca, para explicar luego la oposición existente entre lo convencional y estereotipado de la literatura que pretendía representar el carácter español y, por otra parte, las sátiras ingeniosamente adaptadas a las efusiones burlescas del pueblo: “mientras los hermanos Alvarez Quintero, poetas andaluces hartos de glorias y prestigio, nos hablan sólo del castillo solariego, del cortijo rústico y amable, del baturro decidor y de la aldeana robusta y guapota, Pérez Zúñiga se burla a más no poder del pollo futre y vanidoso, del señor de banca grueso y agitado, y de las porteras madrileñas, nuevas madamas Pipelot, parleras y regañonas”. La frase pulcramente troquelada y los conceptos precisos confieren eficacia comunicativa a esas notas, y sin dificultad obtiene el lector una viva impresión de la realidad que describen. Porque “Juan Croniqueur” se aproximó a las perspectivas modernas del periodismo cuando trazó las líneas de su primera crónica; y, lejos de amoldar su pluma a las formas tradicionales y los temas repetidos, decidió asumir un signo propio. Desde su aparición tendió a despejar las tácitas inquisiciones de la gente común; y supo hacerlo con intención coloquial pero destellosa, en tono certero, vibrátil, profundo y ameno al mismo tiempo.

Referencias


  1. Entre los escritores cuya lectura debió frecuentar José Carlos Mariátegui, y que ingresaron a la fama bajo el embozo de sus seudónimos, bastaría citar a Stendhal, Jorge Sand, Gerardo de Nerval y Máximo Gorki. Pero no debe olvidarse que los más destacados colaboradores de La Prensa usaron seudónimos en sus columnas. Fueron ellos: Alfredo González Prada, Ascanio; Ismael Portal, El Centinela de la Ciudad; Luis Ulloa Cisneros, Juan Estudiante; Hermilio Valdizán, Juan Serrano; Félix del Valle, K. Pote; Leonidas Yerovi, El Joven X; y, desde luego, el celebrado Abraham Valdelomar, El Conde de Lemos. De modo que no debe considerarse excepcional la apelación de José Carlos Mariátegui a un fingido nombre literario. ↩︎

  2. Cr. “José Carlos Mariátegui”, por Alberto Ulloa Sotomayor. En Nueva Revista Peruana: N˚ 6, pp. 261-279; Lima, 1 de junio de 1930. ↩︎