Toros, caballos y bambalinas

  • Alberto Tauro

Ese adolescente triste y contemplativo, que en La Prensa cumplió las primeras jornadas de la lucha por la existencia, se inició también en el conocimiento de los alicientes frívolos y placenteros que ofrece la vida. Silencioso y virtualmente solitario al comienzo, escuchó comentarios vivaces o incitantes disposiciones en torno a espectáculos y reuniones alegres; y vio cómo se interrumpían las horas bulliciosas de la redacción, cuando los amigables periodistas daban por terminada su tarea y salían a disfrutar de algún esparcimiento. Siempre reflexivo luego, pero unido a sus experimentados compañeros, continuó las charlas de la redacción en las tertulias de café, y mitigó las fatigas del trabajo confundiéndose con el público en los espectáculos que era posible disfrutar en la Lima pacata y amodorrada. Empezó a evaluar dichos y hechos, vicios y virtudes. Cultivó afinidades. Y tal vez sin percibirlo, con espontaneidad y naturalidad absolutas, gustó solazarse en la contemplación del tráfago ciudadano: pues en su dinamismo asomaban los signos del crepúsculo y el alba, del pasado caduco y el futuro inminente.

Un vivaz animador del grupo reunido en La Prensa fue, sin duda, Leonidas Yerovi.

Leonidas Yerovi, poeta y periodista peruano (c.1910). Fotografía.
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Leonidas Yerovi, poeta y periodista peruano (c.1910). Fotografía. Biblioteca Nacional del Perú
Eufórico y vigoroso, jaranista y enamoradizo, ingenioso y dicharachero, cuéntase que desde algún café dictó a veces por teléfono las sátiras rimadas con las cuales debía cerrarse una edición. Compartía su afición por los toros con César Falcón, Félix del Valle y Antonio Garland; y en tal forma contaminaba su entusiasmo, que los comensales reunidos para agasajarlo en un almuerzo dominguero, acordaron acompañarlo a la corrida y desfilaron hacia la Plaza de Acho en una bulliciosa caravana formada por los autos de alquiler. Pero la sensibilidad de José Carlos Mariátegui se sobrecogía ante el excitado vocerío que invariablemente seguía a las buenas o las malas suertes ejecutadas por los diestros; o ante los objetos que el público echaba al ruedo y volaban peligrosamente sobre su cabeza; y rechazaba la crueldad y la efusión de sangre que señoreaban en la fiesta.

Si, a pesar de ello, dejose convencer muchas veces por las incitaciones amistosas, y aun ensayó su participación en las demostraciones de jolgorio, fue con el ánimo de unirse a la multitud y experimentar sus sensaciones. “Iba a las corridas de temporada, porque iba todo el mundo y tenía un vago y loco miedo de quedarme solo en la ciudad; compraba un delantero el sábado y tomaba un coche el domingo, para ir a la plaza; [pero] advertía con disgusto que a las puertas había siempre gente vocinglera y astrosa que trataba de venderle otros billetes, que le gritaba y lo ensordecía”. Y después de sobreponerse a las impertinentes reiteraciones de los revendedores, al ir y venir de las vivanderas que ofrecían tentadoras muestras de la culinaria criolla, trasponía el severo control de la entrada y seguía al mozo que se le adelantaba a través de las galerías para indicarle la exacta ubicación de su asiento. Sentía entonces “un gran descanso” y “ocupaba su delantero”. Pero allí estaba “casi siempre desesperado. Hombres gritones y torpes ponían los pies en el respaldo de su asiento y pisaban [su] americana modesta pero atildada. Uno escupía a la plaza y el salivazo pasaba a corta distancia de [su] cabeza. Otro bebía chicha morada en un vaso muy grande y derramaba sobre [su] ropa dos goterones y un pedacito de piña. Un zambo agitaba un cencerro, hiciese o no hiciese falta, [y] otro zambo daba aullidos ante cada suerte”1. De modo que en sus contornos veía alzarse voces, gestos y actitudes de alcances desapacibles, perturbadores, frustrantes; que no le permitían apreciar las demostraciones de inteligencia, arte y valor de los diestros; y que ingratamente violentaban su individualidad. Al caer la tarde salía de la plaza de toros “dolido, enfermo, sordo, sucio y deprimido”2.

Sección en la revista El Turf (1916). El Turf, Año 3, n. 39, p. 10.
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Sección en la revista El Turf (1916). El Turf, Año 3, n. 39, p. 10. Archivo José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui prefirió distraer sus ocios domingueros en las carreras de caballos, que halagaban a la nueva burguesía con el prestigio de su origen inglés: y que ofrecían discretos ambientes al lucimiento de la belleza y la elegancia, en las altivas tribunas o las pulcras terrazas. Era “un criollo apacible y, además de apacible, pálido y triste, que gusta[ba] de los espectáculos plácidos y temía los espectáculos violentos”. Y se aficionó a las carreras, porque en ellas “no le hostiga[ba] nada de lo que le hostigaba en los toros”; no halla “quien lo estruje, ensordezca y grite”; y, sin estar “encasillado en un delantero”, podía pasear libremente y conversar con gente amable y risueña. Según sus propias palabras, allá no había hombres gritones, que pusieran los pies en el respaldo de su asiento, ni bebedores de chicha morada que mancillaran su vestimenta, ni agitadores de cencerros; y al caer la tarde no salía del hipódromo “dolido, enfermo, sordo, sucio y deprimido”, sino “ufano, alegre y plácido”3.

No obstante atender a tal contraste para decidir su afición a las carreras de caballos, “Juan Croniqueur” se reconocía como “el más raro y original turfista”. Y era lógico: pues alguna vez llegó al hipódromo para satisfacer su interés por el conocimiento de un aspecto de la vida; comentó sus impresiones con otros redactores de La Prensa; en apuntaciones trazadas para Mundo Limeño (Nº 5, pp. 26-27, 27 de julio de 1914) reveló las posibilidades que ofrecían al periodismo las especiales inquietudes del público reunido por la hípica; y viose precisado a perfeccionar aquella faceta profesional cuando se incorporó a la redacción de El Turf. Pero es fácil reconocer que sólo obedeció entonces a una motivación práctica; y que se resignó a violentar temporalmente sus íntimas afinidades, para aliviar las penurias familiares. Así lo sugieren dos circunstancias: 1º, haber compartido la responsabilidad editorial de El Turf con “Debel”4, quien a la sazón era cronista hípico de La Prensa y probablemente lo asoció a esa empresa (julio de 1915) porque supo apreciar las dotes profesionales de “Juan Croniqueur”; y 2º, haber procedido a disminuir las colaboraciones adecuadas a los propósitos de El Turf, cuando su incorporación al plantel periodístico de El Tiempo (julio de 1916) le significó un apreciable progreso profesional y personal. Y, por añadidura, juzgamos que se incurre en ligereza al soslayar o subestimar la experiencia que en la vida de José Carlos Mariátegui entrañó su trabajo en El Turf: porque fue un reto para su ingenio y su ductilidad, su habilidad expresiva y su certero asedio a la comunicación; y porque la frivolidad de las reuniones hípicas excitó la seriedad y la hondura analítica de sus preocupaciones, y quizá lo llevó a precisar la conciencia de sí mismo.

Aun el acto de trasladarse al hipódromo lo incitaba a cierta displicencia, según se insinúa en los rasgos de alguna crónica alusiva5:

Al subir a un coche, el cochero me grita imperiosamente, hecho un teutón: ¡Dos soles! Y yo, mansamente: Bueno.

O lo inducía al suspenso, porque tal vez su voluntad se hundía en el cálculo de las probabilidades implícitas en alguna apuesta, o naufragaba al recordar que luego debía escribir una crónica sobre casos y cosas de la reunión6:

Llamo a un chauffeur: “Al hipódromo”. Mi orden es dicha a la sordina. La orden altanera no es gentil. No hay más aristocrática templanza, ni más discreta mesura que la mesura en la voz y en la palabra. Después de haber gritado, debemos sentir remordimientos.

Y mientras su mirada se perdía en el grisáceo aspecto de las calles irregulares y polvorientas de la ruta, se abandonaría a la modorra provocada por el bamboleo del vehículo, y dejaría aflorar vagos pensamientos7:

Sol. Sol Sol. El Sol es mi enemigo personal. El Sol me hostiliza. El Sol me aturde. Sin embargo, yo voy a las carreras alegremente. Hay mucho polvo en el camino. Pienso a veces que entre el Sol y el polvo del camino se han confabulado para asfixiarme. Y pienso que el automóvil que me lleva es un cómplice solapado, avieso y sórdido.

O, percatándose de la distancia recorrida en el camino8:

Mi automóvil —alguna vez he de escribir mi automóvil— entra en el Paseo Colón.

En las flamantes instalaciones ofrecidas a la afición hípica, no faltaba en el hipódromo de Santa Beatriz una amplia cantina. A ella acudían los espectadores, entre una y otra carrera, para mitigar la sed, intercambiar impresiones, y aun adelantar pronósticos o datos sobre presuntas “fijas”. Entre tanto, bebían pausadamente “pilsen Lima, soda water [o] kola chalaca”, y a veces té, e inclusive deglutían “sandwichs [o] pasteles: pues “pedir pisco en un hipódromo es lo mismo que pedir anticuchos y choclo, ya que el pisco es bebida de los toros lo mismo que la chicha”9. Y allí, o en las terrazas, las conversaciones eran discretas, jugaban con los efectos de la ironía o el buen gusto, y oscilaban entre el saber y el azar. Y las damas, que permanecían ajenas a las apuestas, paseaban en esos momentos risueñamente, atrayendo miradas y removiendo sentimientos con su ostentación de belleza, gracia y elegancia. De modo que la reunión se desenvolvía plácidamente, y sólo se desahogaban las emociones en la tensa expectativa suscitada por la competencia de los equinos y la posible fortuna de las apuestas.

No es necesario dilucidar si los extremos de ese contraste fueron descritos a base de un examen puntual, o sólo correspondieron a una visión subjetiva. Basta reconocer que así planteó José Carlos Mariátegui una alternativa personal, precariamente determinada por el imperio de parámetros condicionantes. Entre ellos se advierte la influencia debida a su iniciación en algunas complacencias de la vida; a su amistosa relación con los redactores que siempre parecían acudir al encuentro de la alegría; y aun a los imperantes patrones de conducta, que a la sazón propiciaban la actitud mundana, más o menos displicente, sentimental, soñadora y adicta a lo novedoso. De allí el elogio de la hípica, hábilmente modulado para destacar su adecuación al espíritu de la época10.

Las carreras son el espectáculo supremamente elegante y supremamente aristocrático. Y son, aún más, el espectáculo moderno. No encasillan a los espectadores como otros espectáculos. En el hipódromo se respeta y garantiza la libertad del espectador. El espectador tiene en la tribuna cómoda y amplia, en la terraza extensa y embaldosada, en el paddock alegre y fresco, en los jardines florecidos y armoniosos, la ilimitada libertad que sólo este espectáculo ofrece… El teatro y el coliseo oprimen al espectador. Lo obligan a permanecer en un solo sitio y en una sola posición. Tienen en su espíritu el rezago medieval de la prisión. Y la libertad favorece la elegancia. Una belleza y una toilette tienen más importancia y relieve decorativo en un hipódromo que en un coliseo.

Pero no es difícil advertir que los relieves asignados a la hípica son puramente convencionales, y apenas constituyen parte de la propaganda enderezada a realzarla, para contrapesar la tradicional atracción de los toros. No constituyen una voz de adhesión. Y no sofocan los pronunciamientos del propio fuero anímico, ajeno a la frivolidad del ambiente: pues en el hipódromo, como en el coso taurino, aflora el hombre triste y solitario, que se incomoda ante las voces estentóreas y alardeantes, opone su cauta sonrisa a las carcajadas abruptas, y evita la excitación de las bebidas alcohólicas.
No es extraño que “Juan Croniqueur” prefiriera a veces el aislamiento en las reuniones del hipódromo: para replegarse en su intimidad, o quien sabe si para disimular su hastío. Se acogía entonces a un mirador, que lo protegía de los inclementes rayos solares11:

La tarde es de un sol agudo y quemante. Siento así mayor la placidez de un mirador. Si yo estuviera entre esas gentes que pasean y que discurren, me sentiría sudoroso y colorado. En mi mirador hay serenidad y tibieza. Hasta él no llega el Sol sorpresivo y fuerte.

Allí podía volcarse a sus propios pensamientos. Y en el imbricado flujo de sus preocupaciones aparecían, como en un caleidoscopio, las imágenes silenciadas que formaban parte del espectáculo, así como las que asomaban en su evocación de la Lima familiar y bullanguera. Aquellas, movidas por la afectación y envueltas en el novedoso ambiente que había sido creado por la imitación; y éstas, emergidas de la simplicidad e insertas en el heterogéneo panorama de la vida urbana. Por eso recrea en su mirador los elementos de un cuadro de costumbres limeñas12, con cierto matiz irónico en su simpatía, pero con un implícito deseo de contrastar su autenticidad con el ajeno carácter de la hípico. Dice:

Me han llamado la atención los bizcocheros unos chinos con latas de basura, los gallinazos, unos coronguinos y otras cosas que según me afirman son típicas de la localidad.

O desliza algunas sátiras, en sus fingidos reportajes a los cracks, y así deja aflorar las roedoras inquietudes del momento13:

Fugace debe haber oído hablar sin duda de Carreño. En esto puede diferenciarse de los yanquis cuando son ministros de hacienda y expedicionan por la América del Sur.

O reacciona ante las demasías de la política imperialista, cuando aparenta dirigirse al corcel que en las pistas sumaba triunfos14:

Eres peruano, Febo, y Yanquilandia
quiere echarle la zarpa a tu nación.
Y Mac Adoo nos hizo una perrada
cuando vino de tránsito a Nueva York.

Por ende, es fácil advertir que en sus crónicas quiere dejar un testimonio de lo frágil y ocasional que era su afición a la hípica. Y, de modo coherente, anuncia en sus “emociones del hipódromo” que “el poeta esplinático se pasea y se aburre”15. Ante ello, no podemos menos que atribuir cierto simbolismo a su refugio en un mirador, desde el cual extendía una mirada serena sobre el espectáculo, pues sugiere que su pensamiento y su deseo estuvieron muy distantes mientras hubo de compartir el afectado esparcimiento de las reuniones.

Justamente en el hipódromo, y a la vista de la niebla que a veces se cierne sobre la pista cuando se da la última carrera, monologa en forma displicente16:

Mi vida en este instante tiene un vulgar teorema:
a las seis de la tarde el landó y el cinema,
a las siete el fastidio y a las ocho el cocktail.

Y así aparecen en el discurso íntimo otros alicientes, que imponen su preeminencia. No son ya los afanes que circunstancialmente condicionan los gustos del público; sino aquellos que tienden a la contemplación y la comprensión de la vida, en armonía con la sensibilidad individual. Y si es posible que José Carlos Mariátegui redactara anteriormente alguna crónica taurina, en forma incidental y anónima; o si en su condición de cronista hípico desplegó una notoria versatilidad, a pesar del aburrimiento motivado por la consabida intrascendencia de los temas que hubo de tratar y la esencial frivolidad de los lectores a quienes debía dirigirse; lo cierto es que tales fueron tareas cumplidas en aras de su acceso a los superiores niveles profesionales, pero que en ningún momento alteraron su concepción del periodismo como instrumento de orientación social y cultural. Aquella experiencia había perfilado su agudeza para el seguimiento y la presentación de las noticias, así como los originales relieves que su pluma confería a los asuntos más comunes. Y cuando podía cavilar en torno al “teorema” que en las postreras horas dominicales se planteaba a su inquietud, en verdad estaba ejercitando su aptitud para adecuar su trabajo a sus propias afinidades. Porque ha alcanzado ya la necesaria prestancia para encuadrar sus desvelos dentro de una especialidad genérica, y aun darle vida nueva o el atractivo formal que le permitieran atraer la atención y la simpatía de sus lectores.
Creemos que aflora una reveladora asociación en las antedichas cavilaciones de José Carlos Mariátegui. Por una parte, el cinema, limitado aún en su técnica y en el empleo de los medios interpretativos, pero muy sugerente en la sensualidad de los primeros planos y la exageración de los gestos y actitudes; y por otra parte el cocktail, en el Palais Concert, a la hora en que los escritores jóvenes se reunían para cambiar impresiones sobre las cintas cinematográficas y los estrenos teatrales, mientras los aires del elegante café se estremecían a los acordes de un grupo orquestal integrado por damas vienesas, y a través de los cristales se divisaba a las bellas damas y los personajes que paseaban por la calle a la salida de los espectáculos. Es una asociación de arte y vida, que ya marcaba los pasos del novel periodista: pues en su primera crónica reveló la atención que otorgaba a los sucesos del mundo; para documentar sus notas sobre las exposiciones pictóricas frecuentó las clases dictadas en la Academia Concha; y para elaborar con seriedad la crítica desvelose en largas lecturas sobre la inspiración y la proyección social de la creación dramática, y sobre la significación que en la vida de los pueblos tiene el lenguaje espiritual de la música.

Según podrá advertirse, las notas que “Juan Croniqueur” dedicó al arte estuvieron respaldadas por cierta versación en asuntos de estética. Por eso lo vemos sostener, airosamente, una breve y agria polémica en torno al premio discernido a Juanita Martínez de la Torre en un concurso pictórico promovido por la Academia Concha, y nada menos que para desvirtuar los juicios del pintor Teófilo Castillo. Seguía emocionadamente los conciertos que a la sazón se ofrecían en Lima, y con rendida emoción se aproximaba a los artistas para captar sus impresiones acerca del arte y la vida, e infundir luego a sus notas el calor humano que deseaba trasmitir a los lectores. Acudía a las representaciones dramáticas para apreciar en ellas la imitación de la realidad, más o menos estereotipada en los libros que leía con avidez y recreada en los escenarios merced a las dotes de los actores; y tras de las bambalinas iniciaba una relación amistosa con éstos, para juzgar la actitud que adoptaban con respecto a los personajes que encarnaban en las tablas y aproximarse así a la intrínseca dualidad del arte histriónico. Su proyección sentimental es notoria en cada caso. No es un observador analítico e imparcial porque vuelca sus propias emociones en la contemplación de la creación o la interpretación artística pero al mismo tiempo se advierte que al disfrutar el arte se irisa y se potencia su sensibilidad, en grado que sólo atina a satisfacerse en la expresión lírica. Y lo dice sencillamente, en un acento movido por sincera felicidad: “Cuando el alma tiene una suprema emoción artística, se siente la necesidad imperiosa de escribir versos”17. O queda en suspenso, confundido por la intensidad del gozo: “¡Cuanto sufre el alma cuando la palabra no tiene la emoción que uno le pide!”18.
Muy efímera, y sólo guiada por la curiosidad, fue su concurrencia a las lidias de toros. Hábilmente conducida, pero meramente condicionada por un compromiso laboral que le permitía incrementar sus ingresos, fue su afición a las carreras de caballos. Y en cambio, su temprana devoción por todas las formas del arte denota la profundidad y la firmeza de una identificación sentimental, porque en sus expresiones halló la vía propicia a la ensoñación, al encuentro de sí mismo y al incitante prenuncio del camino de la vida. Transido y tembloroso, sutil, multifacético, generoso y siempre asequible a su propia renovación, el arte tiene también la virtud de conducir hacia la plenitud del ser, y hacia el fácil entendimiento con las personas afines. De allí el tono afable y comprensivo que habrá de emplear Juan Croniqueur cuando anota sus impresiones sobre los cultores del arte, e inclusive cuando alude a la fraternidad que lo unió con escritores como Abraham Valdelomar o Leonidas Yerovi. Y es impresionante apreciar la intensa proyección de su personali- dad en los comentarios que dedica a la maestría pianística de Luisa Morales Macedo; a los óleos de Roura Oxandanberro; a la gracia y el sentimiento volcados en la danza o el canto por artistas como Felyne Verbist y Norka Rouskaya, Esperanza Iris y Tórtola Valencia; a las interpretaciones dramáticas de María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza. En tanto que fueron con frecuencia un pretexto para expresar sus afinidades y discrepancias, los escritos juveniles de “Juan Croniqueur” no envuelven únicamente el registro de los sucesos cotidianos; pues son la versión críptica de los valores, las emociones y aun las indefinidas aspiraciones que el autor anidaba en su conciencia.

Referencias


  1. Cf. “Crónica del paddock”, por Jack. En El Turf, Nº 36 pp. 20-21, Lima, 6 de mayo de 1916. ↩︎

  2. Ibidem. ↩︎

  3. Ibidem. ↩︎

  4. Guillermo Rouillón atribuye tal seudónimo a Eduardo Zapata López. Parecen confirmarlo: su amistad con José Carlos Mariátegui, perpetuada en una auspiciosa semblanza, inicialmente publicada en El Grito del Pueblo (de Guayaquil) y transcrita en Lulú (Nº 22, pp. 22-23, Lima, 25 de diciembre de 1915); y las reiteradas menciones que a él aluden en las “crónicas” hípicas. Pero cabe recordar que Amadeo Delgado Pastor (en su “Contribución para un catálogo de seudónimos de autores peruanos”, inserta en el Boletín Bibliográfico: vol. XVIII, Nº 3-4, pp. 254-264, Lima, diciembre de 1948) identifica a “Debel” como David Luy, cuya prolongada afición por las carreras se cristalizó en la dirección de una revista hípica. ↩︎

  5. Cr. “Crónica del paddock”, por Jack. En El Turf, Nº 41 pp. 3-6, Lima, 10 de junio de 1916. ↩︎

  6. Cf “Crónica del paddock”, por Jack. En El Turf, Nº 43 p. 13, Lima, 24 de abril de 1916. ↩︎

  7. Cf. “Crónica del paddock”, por Jack. En El Turf, Nº 66 p. 7, Lima, 9 de diciembre de 1916. ↩︎

  8. Cf. “Crónica del paddock”, por Jack. En El Turf, Nº 37 p. 13, Lima, 13 de mayo de 1916. ↩︎

  9. Cf. “Crónica del paddock”, por Jack. En El Turf, Nº 44, p. 12, Lima, 1 de julio de 1916. ↩︎

  10. Cf. “Crónica del paddock”, por Jack. En El Turf, Nº 71, p. 1-2, Lima, 12 de mayo de 1916. ↩︎

  11. Cf. “El mirador de Kendeliz Cadet”. En El Turf, Nº 64, Lima. 25 de octubre de 1916. ↩︎

  12. Cf. “Wilful y nosotros”. En El Turf, Nº 40, pp. 1819, Lima, 3 de junio de 1916. ↩︎

  13. “Con Fugace, el fenómeno de ayer”, por Kendalif. En El Turf: Nº 37, p. 24- Lima, 13 de mayo de 1916. ↩︎

  14. Cf. la “Loa a Febo”. ↩︎

  15. Cf. el soneto V de sus “Emociones del hipódromo”. ↩︎

  16. Cf. el soneto VI de sus “Emociones del hipódromo”. ↩︎

  17. Cf. su reportaje a “Luisa Morales Macedo, artista admirable”. En El Tiempo, Lima, 23 de septiembre de 1916. ↩︎

  18. Ibidem. ↩︎