Estudio Preliminar
- Alberto Tauro
Cuando ingresó al servicio de La Prensa, José Carlos Mariátegui no había cumplido aún los quince años. Era un mozalbete imberbe y paliducho; inseguro y lento en el andar, debido a la anquilosis rotuliana de su pierna izquierda; reflexivo, y parco en palabras.
Examinaba las cosas con mirada brillante y profunda, que a veces parecía reflejar una íntima tensión. Y como había sido un lector incansable desde niño, la oportunidad de trabajar en el diario se le presentaría como una forma de asomarse al mundo espiritual que los libros traducen con ajustado verismo o vibraciones de ensueño. De modo que sus experiencias laborales empezaron a darle nuevo cariz al deslumbramiento y la curiosidad que alentaban en su ánimo al calor de la belleza poética y la trasmisión de las ideas. Y soterrando tal vez la finalidad práctica de las tareas que cumpliría como ayudante de linotipista, puso en ellas cierta alegría; pues, no obstante su humildad y su rudeza, eran parte de una trascendente proyección a la vida social. Hubo de acudir al taller a hora muy temprana, para conectar la corriente que calentaría los crisoles; trepar a la máquina, para arreglar las matrices atascadas; absolver las consultas del obrero que no acertaba a descifrar alguna nota manuscrita; sacar las pruebas que debían ser enviadas a la dirección; y aún mantener el orden la limpieza de los accesorios. Todo lo hacía con presteza y buena disposición, cuidadosamente, sin abandonarse a la rutina, ni arredrarse ante sus dificultades físicas. Y advertido acerca de las condiciones personales del joven aprendiz, presentóse un buen día en los talleres el director, Alberto Ulloa Cisneros; percatose de su esforzada adaptación a las tareas que cumplía; y afablemente indicole que pasase a su oficina. José Carlos Mariátegui lo hizo con alguna ansiedad; quizá intimidado por la austera figura del afamado periodista, pero acuciado por las aspiraciones que concibiera desde su ingreso al diario; y vagamente estimulado por el excitante ruido de las prensas, pudo escuchar a su paso los afectuosos augurios de sus compañeros de trabajo.
Suponemos que entraría pausadamente en el despacho directoral. Y, con cierta entonación paternal en sus palabras, Alberto Ulloa Cisneros le hizo saber que había resuelto asignarle una posición distinta en la preparación del periódico. Pasaría a prestar su apoyo a la redacción, mediante el cumplimiento de una serie de ocupaciones menudas e impersonales, que debían aligerar el trabajo editorial; en conjunto, implicaban sólo una nueva rutina, pero exigían acuciosidad y responsabilidad. Suponían el ejercicio de cierta ductilidad en la comunicación, porque debía atender a la recepción o el acopio de informaciones sobre las ocurrencias locales, la visita a los colaboradores que enviaban algunos artículos desde sus propios domicilios, y aún la provisión de los talleres con originales o pruebas corregidas.
No obstante, encontró en esas pequeñeces los medios de su perfeccionamiento individual, pues tuvo oportunidad de conocer las habilidades de unos y los errores de otros, se inició en los secretos profesionales del periodismo, y pudo contrastar los modestos niveles que éste presentaba en el país con las avanzadas formas de las modernas publicaciones europeas. En consecuencia, atreviose algunas veces a corregir descuidos ortográficos y sintácticos, enmendó los conceptos y la ilación de algunas crónicas, y discretamente ensayó la redacción completa de algunas noticias. Muy pronto fue posible advertir que la diligencia del “alcanza-rejones”1 se proyectaba eficazmente en la clara presentación de las relaciones enviadas por los corresponsales de provincias, en el aliño de las apresuradas notas de los cronistas locales, y aún en la adecuada selección de las informaciones extranjeras. Las diversas fases del trabajo fueron progresivamente cumplidas con mayor corrección y celeridad; y la relación con los talleres se hizo tan fluida que ya no fueron necesarios los apremiantes reclamos de los textos destinados a completar las ediciones del diario. Y además de atender al organizado e inteligente cumplimiento de sus obligaciones, José Carlos Mariátegui hallaba tiempo para practicar mecanografía cuando se desocupaba alguna máquina, o se solazaba ávidamente en la lectura de las revistas que llegaban a las oficinas de La Prensa desde las más diversas latitudes.
Por añadidura, cabe recordar que Alberto Ulloa Cisneros erigió allí una cátedra de altivez, cuya prestancia atrajo a sus numerosos amigos políticos y literarios. Eran todos ingenios tan inquietos como decidores, que durante esos años convirtieron la redacción de La Prensa en un centro de reunión, eventualmente adaptado a los contornos de un ateneo o un ágora. Fuera en grupos o en corrillos, en tono confidencial o sin reserva alguna, los voceros de la oposición al gobierno difundían informaciones y opiniones atañederas al acontecer nacional; o, según las oportunidades, otros comentaban las demasías o las angustias gubernativas, las calidades del último libro o las gracias de alguna cupletista de moda, y abarcaban hasta las novedades culturales y sociales del mundo. Quien sabe si en esas tertulias bullía la vida con intensidad más inquietante y sugestiva que en las ediciones cotidianas del periódico, porque allí se movían las referencias en forma tan dinámica y brillante como en un caleidoscopio; y, a pesar de su coetaneidad, eran siempre nuevas, grávidas, destellosas. Desde luego, no faltaban Luis Fernán Cisneros y Leonidas Yerovi, que fungían como jefes de redacción; ni Pedro Ruiz Bravo y Carlos Guzmán y Vera, que eran jefes de crónica. Pero con ellos alternaban también los redactores, los colaboradores y numerosos contertulios, como Luis Ulloa y Carlos B. Cisneros, José María de la Jara y Ureta y José Gálvez, Hermilio Valdizán, Abraham Valdelomar, César Falcón y Federico Larrañaga, Angel Origgi Galli, Ezequiel Balarezo Pinillos, Alfredo González Prada, Félix del Valle y Antonio Garland, Enrique y José Bustamante y Ballivián, Alberto Ulloa Sotomayor, Julio Portal e Ismael Silva Vidal. Todos vertebralmente unidos por “la vocación intelectual, la vocación política, la solidaridad espiritual, la pasión por la libertad, el espíritu de sacrificio, el espíritu bohemio”. Y entre ellos, José Carlos Mariátegui “escribe y piensa; escucha, sobre todo cuando entra a donde se hace tertulia política [y] levanta entonces el perfil, que siempre tuvo esa lividez grave bajo la onda voluntaria del cabello que lo hacía fino y triste”2
A despecho del relativo aturdimiento que alentara, entre el ir y venir de esos y otros personajes, que en sus palabras y actitudes hacían gala de experiencia e ingenio, el novel periodista cumplió un ciclo de intensa vida interior. Conoció hechos, ideas, problemas y perspectivas. Y a manera de un espectador que asume los conflictos de la escena, planteose en cada caso los términos de una interrogación, e inclusive las dudas o las respuestas que lo condujeron a definir sus concepciones personales. No solo por su edad, sino por su especial posición, mostrose entonces contemplativo y sentimental, solitario y soñador. Avistó los contradictorios extremos que denunciaba la realidad del periódico: pues contaminaba con cierta opacidad el registro cotidiano y el comentario de las ocurrencias locales, a pesar de que los redactores eran diestros cultores del lenguaje y conocían tanto las formas como los alcances dinámicos de la prensa moderna. Es posible que tal situación llegara a enarcar gradualmente su ánimo, debido al deseo de modificarla con algún matiz de su iniciativa personal; y querría presentar cada noticia con agilidad y gracia, para conducir el interés y la simpatía del lector hacia su trasfondo humano.
Referencias
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En los datos autobiográficos ofrecidos a Samuel Glusberg, el propio José Carlos Mariátegui dijo haber entrado “de alcanzarejones en un periódico”. Ese término es ajeno a cualquier denominación empleada en los quehaceres gráficos o periodísticos, y no existe en ningún diccionario de la lengua. Pero suponemos que sea una adaptación del vocabulario taurino; y, en tal caso designaría al rejonero o monosabio que en el caso debe estar pendiente de las suertes efectuadas por el rejoneador, a fin de auxiliarlo en la suerte cumplida frente al toro. Es decir, que el “alcanza-rejones” de un periódico no tenía una función específica, y debía atender a los tipógrafos que requiriesen alguna ayuda. ↩︎
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Cf. “El periodismo hace 30 años”, por Alberto Ulloa Sotomayor. Apuntes de una conferencia ofrecida en la Asociación Cultural Miraflorina “Insula”, en mayo de 1942, publicados en La Prensa (Lima, 10 de mayo de 1942), y en Escritos Históricos, por Alberto Ulloa Cisneros (Buenos Aires. Espasa Calpe Argentina S.A. 1946), pp. il-1 IV. ↩︎