1.12. Cosas vulgares
- José Carlos Mariátegui
(Al margen de la crónica de policía)1
Fue anteayer en el Hipódromo. Un hecho doloroso. Un hecho cruel que percutió hondamente en nuestro espíritu y puso en nuestro semblante un vago gesto de amargura. Los diarios han dado cuenta de él ampliamente, con la novelesca profusión de detalles acostumbrada. Pero no han reparado en uno conmovedor y triste. Los cronistas de policía desprecian tal vez estas insignificancias o no entienden de sentimentalismos inútiles.
Nosotros que gustamos de detenernos en estas cosas, que tenemos por desdicha, en estos tiempos febriles de positivismo, un alma sensible y hasta romántica, nos hemos recogido por un instante para dedicar un recuerdo al miserable suicida y notar un contraste doloroso, una ironía amarga de la vida.
Fue en el hipódromo. Ambiente rumoroso de fiesta y alegría. Los espectadores se agolpan ansiosos de presenciar la gran prueba clásica anunciada. Se refleja en los ojos de muchos una extraña sed de sutiles emociones.
Un pobre diablo, un cualquiera ha sido aprehendido en las propias tribunas, sin que nadie lo vea. Es un ratero, un bribón impenitente, a quien los policías llevan a una celda. El ladrón ha sentido toda la rudeza de su desgracia, ha tenido un rapto de desesperanza y de locura y se ha pegado un tiro. Y a las puertas del hipódromo, hasta donde llega el rumor bullicioso de las gentes ebrias de emoción, ha caído el cadáver sobre el charco caliente que la propia sangre ha formado en un segundo.
Dentro, la carrera clásica ha dado ya comienzo. Todos callan. Ha pasado un minuto, medio minuto más y los caballos corren veloces, luchando bravamente. De pronto ha estallado un grito unánime, un grito angustioso. Por un fatal accidente, ha caído el crack invencible hasta entonces, el favorito del público aficionado y fanático.
La carrera termina. Las gentes se lanzan hacia el sitio en que el caballo predilecto yace herido. Todos corren ansiosos, dejando las tribunas desiertas. Jadeantes llegan junto al crack y lo rodean. Ha estallado un coro de lamentaciones sinceras, anhelosas, en que se refleja la pena de quienes sienten el accidente, de quienes lo maldicen porque les ha robado la emoción del final a que tenían derecho, porque les priva de futuros y deseados espectáculos. El egoísmo feroz de los hombres rebosa en estos lamentos.
Inconscientes, autómatas, hemos seguido a la gente. Nos hemos dejado arrastrar. Y hemos asistido al desfile de cientos de personas en torno al caballo derrengado, que marcha penosa y pausadamente a su corral distante. La extraña procesión ha avanzado hasta las puertas del hipódromo y se ha detenido un breve rato, el bastante para que el crack descansara ligeramente.
Y hemos llegado al lugar donde el cadáver del suicida yacía. Tirado de bruces, con el sombrero sobre el cráneo deshecho, conservaba la posición de su caída. Nos hemos detenido. Hemos mirado con dolor este cuerpo ensangrentado y miserable. Unos cuantos curiosos se han parado un instante para verlo y han exclamado con más repugnancia que compasión: ¡Pobre diablo! Algunos han preguntado al comisario. Y el comisario ha dicho, con tono insolente y despectivo: Era un ratero.
El desfile en pos del caballo ha seguido lentamente su camino. Lo vemos perderse a lo lejos, como una procesión fantástica, que llorara la muerte de un héroe muerto. Y al volver la vista nos hemos hallado solos, junto al cadáver del suicida infeliz que la policía custodia y que debe esperar ahí tendido la llegada del juez del crimen que ha de instaurar el sumario.
Hemos señalado la amarga ironía del contraste, calladamente, melancólicamente. El pobre diablo que se quitó la vida, desesperado, no merece una sola palabra compasiva. Nadie ha arrojado sobre su cadáver caliente todavía, crispado por el último gesto de la muerte, la piadosa limosna de un recuerdo cualquiera. Todos han preferido seguir a su corral al caballo herido, al caballo heroico, de músculos de acero, de cabeza orgullosa, de ancas formidables. Lloran su apartamiento obligado de las pistas, sin pensar que más tarde curará sus tendones lesionados, recobrará el vigor que la tiranía del entrenamiento le restará y encontrará en una buena cuadra el descanso regalado que requiere, y la compañía asidua de las hembras antes inaccesibles dentro de sus boxes estrechos.
Para el público, cruel, egoísta, salvaje, no vale la vida de un hombre lo que el remo inútil de un equino. No hay quien quiera pensar en la íntima, en la terrible, aunque vulgar tragedia que puede encerrar la vida del infeliz que se ha volado los sesos antes que volver a la desesperante soledad de una celda. No hay quien lo crea digno de una frase de compasión cualquiera. Es la eterna injusticia de las cosas humanas.
Nosotros que tenemos la sensiblería incalificable de consternarnos ante estas escenas, hemos vuelto en sí tras algún rato para exclamar tristemente: ¡Quién fuera caballo!
Nosotros que gustamos de detenernos en estas cosas, que tenemos por desdicha, en estos tiempos febriles de positivismo, un alma sensible y hasta romántica, nos hemos recogido por un instante para dedicar un recuerdo al miserable suicida y notar un contraste doloroso, una ironía amarga de la vida.
Fue en el hipódromo. Ambiente rumoroso de fiesta y alegría. Los espectadores se agolpan ansiosos de presenciar la gran prueba clásica anunciada. Se refleja en los ojos de muchos una extraña sed de sutiles emociones.
Un pobre diablo, un cualquiera ha sido aprehendido en las propias tribunas, sin que nadie lo vea. Es un ratero, un bribón impenitente, a quien los policías llevan a una celda. El ladrón ha sentido toda la rudeza de su desgracia, ha tenido un rapto de desesperanza y de locura y se ha pegado un tiro. Y a las puertas del hipódromo, hasta donde llega el rumor bullicioso de las gentes ebrias de emoción, ha caído el cadáver sobre el charco caliente que la propia sangre ha formado en un segundo.
Dentro, la carrera clásica ha dado ya comienzo. Todos callan. Ha pasado un minuto, medio minuto más y los caballos corren veloces, luchando bravamente. De pronto ha estallado un grito unánime, un grito angustioso. Por un fatal accidente, ha caído el crack invencible hasta entonces, el favorito del público aficionado y fanático.
La carrera termina. Las gentes se lanzan hacia el sitio en que el caballo predilecto yace herido. Todos corren ansiosos, dejando las tribunas desiertas. Jadeantes llegan junto al crack y lo rodean. Ha estallado un coro de lamentaciones sinceras, anhelosas, en que se refleja la pena de quienes sienten el accidente, de quienes lo maldicen porque les ha robado la emoción del final a que tenían derecho, porque les priva de futuros y deseados espectáculos. El egoísmo feroz de los hombres rebosa en estos lamentos.
Inconscientes, autómatas, hemos seguido a la gente. Nos hemos dejado arrastrar. Y hemos asistido al desfile de cientos de personas en torno al caballo derrengado, que marcha penosa y pausadamente a su corral distante. La extraña procesión ha avanzado hasta las puertas del hipódromo y se ha detenido un breve rato, el bastante para que el crack descansara ligeramente.
Y hemos llegado al lugar donde el cadáver del suicida yacía. Tirado de bruces, con el sombrero sobre el cráneo deshecho, conservaba la posición de su caída. Nos hemos detenido. Hemos mirado con dolor este cuerpo ensangrentado y miserable. Unos cuantos curiosos se han parado un instante para verlo y han exclamado con más repugnancia que compasión: ¡Pobre diablo! Algunos han preguntado al comisario. Y el comisario ha dicho, con tono insolente y despectivo: Era un ratero.
El desfile en pos del caballo ha seguido lentamente su camino. Lo vemos perderse a lo lejos, como una procesión fantástica, que llorara la muerte de un héroe muerto. Y al volver la vista nos hemos hallado solos, junto al cadáver del suicida infeliz que la policía custodia y que debe esperar ahí tendido la llegada del juez del crimen que ha de instaurar el sumario.
Hemos señalado la amarga ironía del contraste, calladamente, melancólicamente. El pobre diablo que se quitó la vida, desesperado, no merece una sola palabra compasiva. Nadie ha arrojado sobre su cadáver caliente todavía, crispado por el último gesto de la muerte, la piadosa limosna de un recuerdo cualquiera. Todos han preferido seguir a su corral al caballo herido, al caballo heroico, de músculos de acero, de cabeza orgullosa, de ancas formidables. Lloran su apartamiento obligado de las pistas, sin pensar que más tarde curará sus tendones lesionados, recobrará el vigor que la tiranía del entrenamiento le restará y encontrará en una buena cuadra el descanso regalado que requiere, y la compañía asidua de las hembras antes inaccesibles dentro de sus boxes estrechos.
Para el público, cruel, egoísta, salvaje, no vale la vida de un hombre lo que el remo inútil de un equino. No hay quien quiera pensar en la íntima, en la terrible, aunque vulgar tragedia que puede encerrar la vida del infeliz que se ha volado los sesos antes que volver a la desesperante soledad de una celda. No hay quien lo crea digno de una frase de compasión cualquiera. Es la eterna injusticia de las cosas humanas.
Nosotros que tenemos la sensiblería incalificable de consternarnos ante estas escenas, hemos vuelto en sí tras algún rato para exclamar tristemente: ¡Quién fuera caballo!
JUAN CRONIQUEUR
Referencias
-
Publicado en La Prensa, Lima, 13 de octubre de 1914.
Y en Invitación a la vida heroica - Antología, Lima, 1989, pp. 44-46. ↩︎
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