1.11. La fiesta de la raza

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Se celebra hoy la fiesta de la raza latinoamericana. Hace más de cuatro siglos que ese arrojado y glorioso visionario de Cristóbal Colón, trajo a las playas de la América, vírgenes de inmigraciones extrañas, el benéfico renuevo de otra civilización, otra sangre y otras energías. Cuatro siglos hacen de la fecha en que se consumó el desposorio de esa raza altiva, idealista y bizarra, con esta otra vigorosa, pujante y cálida.
         El empeño entusiasta y heroico de Colón al abrir al mundo nuestro continente, desbordante de riqueza y de vida, puso las bases de nuestra raza joven y robusta, cuya historia se ofrece tan fecunda en brillantes y nobles hazañas.
         Tal es la alta significación de este día. La iniciativa de celebrarlo en forma digna de su importancia, nació hace varios años en Madrid, y corresponde el honor de haber sido autor de ella a la “Unión íbero-americana” de esa capital, institución que persigue con plausible interés el acercamiento más estrecho entre los hispanos de este y del otro continente. Debido a sus gestiones y propaganda, se comenzó hace pocos años a festejarlo en algunos países con creciente solemnidad, hasta el último en que revistió excepcional importancia la conmemoración del magno aniversario. En casi todas las naciones de la América Española se tributó a la memoria de Colón, el homenaje que los latinoamericanos le deben, y también España se asoció a este homenaje que al igual le obliga. El alma de una raza, poderosa, viril, esparcida en enormes territorios, vibró al influjo de un solo y generoso sentimiento.
         Hoy que la repercusión universal de una guerra cruel y sangrienta, que ha puesto un paréntesis de horror y de barbarie en la vida de los pueblos civilizados, contrista a todos los espíritus y apaga todos los entusiasmos, la fiesta de la raza va a tener seguramente muy escasa resonancia. En nuestro país, en que tan poco se aprecia, por la generalidad, la elevada significación de estas cosas pasará desapercibida. Apenas si una institución juvenil, que se esfuerza por despertar en las generaciones actuales la admiración de los hombres y hechos gloriosos de nuestra historia, va a conmemorar la gran fecha en una sencilla ceremonia.
         Pero el Perú no puede seguir manifestando tan imperdonable indiferencia hacia el aniversario de hoy. Es preciso que, en adelante, aporte más efectivo concurso a su celebración. Es imperioso que sintamos al igual que todos los países latinoamericanos el orgullo de nuestra historia y que se estimulen en nuestro espíritu los sentimientos de amor a nuestro pasado legendario y hermoso.
         Las instituciones estudiantiles y literarias, los periodistas, los círculos intelectuales deben asociarse para que en los años venideros se celebre con el más ferviente y cálido de los entusiasmos este aniversario. Y el gobierno, por un deber de cultura imprescindible, está también obligado a prestar dentro de sus medios el concurso preciso, declarando feriado este día, como se ha hecho en otras repúblicas americanas, que saben mejor que la nuestra tributar merecida recordación a sus grandes hechos históricos.
         La raza latinoamericana, como ninguna, necesita de manifestaciones como esta, que estrechen más sus vínculos, que unifiquen sus aspiraciones, que hagan palpitar en los corazones de sus pueblos, nacientes todavía, idénticos anhelos de grandeza, idénticas y sagradas ambiciones de libertad y de gloria, y que aviven en ellos la fe en el porvenir. En todas las nacionalidades debidas a un mismo origen se excitan los sentimientos de solidaridad y se propaga ideales comunes de exaltación y poderío. Solo en las nuestras se ha olvidado hasta hoy la necesidad de fomentar esta unidad, esta cohesión. Solo en las nuestras, que, por el hecho de estar en los principios de su desenvolvimiento, lo reclaman más que ninguna.
         Es, en efecto, entre nosotros, los latinoamericanos, donde en vez de estimularse tales sentimientos, se alimentan inexplicables convencimientos sobre supuesta pobreza de energías y de ideales, tristes pesimismos sobre nuestros destinos futuros. Hay renegados, hay cobardes que se lamentan de que fuesen hombres latinos los que descubriesen al universo la ignorada grandeza del Continente americano, y que hubiesen preferido civilizaciones y gentes distintas para modelar el espíritu de nuestras nacionalidades. No comprenden, no se les alcanza que sí fue la raza latina la que nos trajo el benéfico renuevo de su sangre, porque en ella hubo un soñador, un genio, un divino visionario que entrevió nuestra existencia y que acometió la loca, la quijotesca empresa de revelarla. No han sentido nunca el orgullo de ser latinos, de llevar en sus venas junto con la sangre bravía e hirviente de los aborígenes de América, la sangre generosa de otros pueblos heroicos, cuya gloria y pujanza no alumbran solo en las páginas es la nuestra una raza abatida. Es ardorosa, valiente, fecunda en idealismos, robusta de energías. Raza de criollos impetuosos y soñadores que cuenta en cada acción histórica un bizarro heroísmo. Raza de guerreros legendarios que quemaron sus naves como Hernán Cortés, que ofrecieron a su libertad el más valiente de los sacrificios como Cahuide, que hicieron flamear triunfal desde la cumbre de los Andes el pabellón de la independencia con Bolívar —ese soldado genial e incomparable, a quien nuestra admiración coloca entre los más grandes del mundo— y con todos los próceres de la epopeya libertadora. Raza gigante, raza gloriosa, cuya alma rugiente, encrespada y ardorosa, vibra con sonoridades de catarata en las estrofas de ese enorme cantor de la América que es José Santos Chocano. Raza de poetas y de idealistas, de aventureros y de luchadores.
         Entonemos en este día el himno de nuestro amor y nuestra admiración por ella y sintámonos orgullosos de la gloria de nuestro pasado y seguros de la grandeza de nuestro porvenir.

JUAN CRONIQUEUR


Referencias


  1. Publicado en La Prensa, Lima, 3 de octubre de 1914.
    Y en las Páginas Literarias, seleccionadas por Edmundo Cornejo Ubillús, 3ra. ed., Lima, 1985, pp. 135-137 ↩︎