Prólogo a la edición de 1991

         Sabemos que José Carlos Mariátegui apeló al encanto popular y a la ligereza de la crónica, al acometer la tarea de labrarse un lugar propio en los rangos del periodismo; y que el seudónimo adoptado en ese momento implicó una definición, signada por el tono y la intención del género. En cierta manera, dejó asomar así el temprano anuncio de un programa profesional. Porque su concepción reaccionaba contra la opaca e impersonal columna que entonces aparecía bajo el rubro de “crónica local”, y que apenas era un rutinario y escueto registro de ocurrencias vecinales, familiares y policiales, en las que desahuciaba las reseñas noticiosas, que a menudo se presentaba como misivas epistolares —al estilo de aquellas que Ricardo Palma consagró al desarrollo de la ocupación chilena en Lima1—, y cuyo carácter privado se aparentaba respetar al insertarlas sin firma o bajo el embozo de un seudónimo más o menos hechizo; e inclusive marcaba distancia con respecto a los parámetros que la historia clásica imponía a la narración, ordenada según la sucesión de los tiempos. En un nuevo modelo, diseñado por la inquietud creadora, la crónica periodística estaba destinada a combinar algunas esencias del cuadro de costumbres y de los episodios realistas, pero asumiendo imágenes y observaciones que tradujeran el espíritu del cronista y de su época. Debía ser animado comentario del suceso que pasa, o evocación de la peripecia cumplida por alguna figura antañona, pero siempre a base de una interpretación libre y sugerente. Y aunque la luz del análisis la calificara Como un testimonio, porque es susceptible de ser convertida en una alegación de parte, en tanto que el autor puede distorsionar la objetividad a base de una personal visión de los hechos, y aún limitar la veracidad en función de su intencionalidad; lo cierto es que los matices y la gracia del estilo contaminan a la crónica con las más inquietas formas literarias, haciéndola unas veces sobria y sencilla, otras exuberante e ingeniosa, o frívola e intrascendente, o grave y razonada. En verdad: moldeándola como un género tan vibrante y versátil, tan simple y complejo como la vida.
         Recién se incorporaba ese género a los planes de la prensa cotidiana europea, y la perspicacia juvenil de José Carlos Mariátegui acertó a reconocer las fecundas perspectivas que planteaba a la formación intelectual del periodista y al ejercicio profesional del periodismo. Pues, al revisar las publicaciones llegadas a la mesa de redacción, debió atender a los esquemas seguidos por cronistas españoles o franceses, y alcanzó a concebir y perfeccionar su propio modelo de la crónica: inspirada siempre en la actualidad, ajustada al interés y la sensibilidad popular, ágil, amena y reflexiva; fundamentalmente volcada hacia la dilucidación de los problemas humanos o de los conflictos ligados con algún asunto inquietante; y, desde luego, comprometida con el curso de la vida y su inagotable gama de posibilidades. Bien podía anticiparse que la crónica liberaría al periodista de ser el anónimo apuntador de datos e informaciones incidentales, para convertirlo en el escritor dedicado a describir, glosar y criticar los hechos de la vida social y cultural; y tanto por la originalidad de su estilo, como en atención a la acuciosidad y la corrección de sus enfoques, el cronista empezaba a ocupar un lugar propio en los círculos intelectuales. Y desde ese momento se podía advertir: primero, que se enriquecía el contenido y la trascendencia del periódico, al incluir en sus columnas un comentario ilustrado en torno a la actualidad, y matizar así las especiosas reflexiones del director y los ocasionales vuelos de la colaboración literaria; segundo, que se abría una exigencia ética y técnica a la calidad y a la diversidad del trabajo requerido al periodista; y tercero, que se agregaba una expresión de nuevo cuño al diálogo entre el periódico y el lector.
         Demás está decir que a la sazón debía ceñirse el cronista a su propia intuición, para suavizar las asperezas y las aristas del nuevo género. Porque una cabal aproximación hacia su público debía conducirlo a seguir cierta estrategia: para auscultar los hechos acordes con las inquietudes o las afinidades colectivas; para atenuar los refinamientos verbales que la élite iniciada aplaudía en las colaboraciones literarias; y para atender en cambio a la orientación de las gentes comunes. Además, porque la crónica se halla ligada a lo efímero de las ocurrencias o los temas que la actualidad impone, y en verdad arriesga la fama el escritor que se empeña en trabajos tan perecibles como los ecos de tales temas u ocurrencias. De modo que en sus orígenes y sus proyecciones se advierte ostensibles diferencias entre la crónica y la creación literaria: pues esta se ciñe a exigentes cánones, y aquella se encuentra limitada. por los alcances de la cultura social y la inquietud del momento. Y fácilmente se colige que el escritor ha llegado a la excelencia cuando hace de la crónica un género transparente, y en sus perfiles demuestra originalidad y elegancia, amenidad y maestría, como en sus escritos juveniles lo ilustra José Carlos Mariátegui.
         En pocas palabras: la crónica periodística tiene sus raíces en las circunstancias humanas de un momento determinado, y en el comentario que inmediatamente se destina a preservarlas para el recuerdo. Y el cronista, inquietado por aquel rasgo de la vida, tiende a reconocer la coherencia de lo visto con el drama humano en general; y a la postre adapta su trabajo literario a un peculiar modo de ver cuanto acontece. Pues, como incidencia ocurrida en el tiempo, la crónica debe tener un desarrollo dinámico y aun desenvolverse en secuencias entrelazadas. De allí que Juan Croniqueur anunciara desde su iniciación que se proponía ofrecer a La Prensa una serie de “crónicas madrileñas”; y, aunque su intento quedó frustrado, adoptó más tarde algunos epígrafes que sugirieron su intención de insistir en los temas abordados en las publicaciones respectivas2. En cada caso, el epígrafe mencionaba una cantera donde el ingenio del periodista encontraría vetas de buena ley, o anunciaba el proyecto de una campaña; e, implícitamente, Juan Croniqueur reveló así los horizontes abiertos a sus inquietudes profesionales. Hasta que sus desveladas iniciativas se cristalizaron en las series tituladas “Del momento” y “Guignol del día”. Pero es probable que la dirección del diario les opusiese algunas reservas y acabara por decidir su interrupción: pues de otra manera no puede explicarse que las cuarenta crónicas de la primera fuesen espaciadas a lo largo de catorce meses, y que la ágil ironía de la segunda solo alcanzara a desplegarse en diecinueve crónicas correspondientes a la actualidad política de un mes3— Nos aventuramos a suponer que esas presuntas reservas están vinculadas a los cambios registrados en la dirección del periódico, y quién sabe si a los prejuicios cernidos en torno a la autoridad personal del joven cronista, que apenas tramontaba la adolescencia y no podía exhibir una constancia de estudios universitarios4 para apoyar sus informaciones y sus juicios.
         Lo cierto es que sus crónicas no aparecieron con la frecuencia que hacía necesaria la actualidad de sus temas, y que entre ellas transcurrieron largos intervalos, durante los cuales hubo de dar a la publicidad poesías y cuentos, reportajes, críticas de arte y de teatro, notas literarias y algunos apuntes ocasionales. Armáronse así las piezas de un proceso definitorio: de un lado, la perceptible aspereza del trato opuesto al cronista zahorí, afín de limitar sus trabajos a la intrascendencia de lo frívolo —“La moda harem”—, lo pintoresco—“La procesión tradicional” o lo sensacional— “El apachismo”; y de otro, la benevolencia discernida a las creaciones literarias de Juan Croniqueur, a quien ya se veía asomar como un poeta a la moda y se lo aplaudía por el escepticismo y los matices sentimentales de su lirismo. No obstante, es obvio que José Carlos Mariátegui llegó a encuadrar en la crónica sus propósitos expresivos, en atención a la versatilidad de sus formas y la riqueza de los contenidos que podía volcar en ella. Le pareció propicia a la descripción de una realidad determinada o la evocación de un momento histórico, al esclarecimiento de valores culturales, y a la explicación de las tensiones que el hombre afronta en la vida social. Aun subjetivamente se aficionó al nuevo género porque sus dificultades le planteaban un doble reto: en lo tocante al estudio y la meditación que debía consagrar a la preparación de cada crónica, y que gradualmente se proyectaban en la ampliación de su acervo cultural; y en lo tocante a la proyección que lograse mediante la oportunidad, la seriedad y la veracidad que debía conjugar, pues ya soñaba con “la gloria del escritor [o] del poeta, que dejan en sus libros [o] en sus versos muestra eterna”5.
         Según aflora en esa idea, advertimos que los ensueños juveniles hacen pensar a Juan Croniqueur que se aproxima a la perennidad mediante su trabajo periodístico y la sinceridad expresiva de su lirismo. Son nebulosas anticipaciones, que lo halagan en el fecundo secreto de su soliloquio y lo tientan con una ambiciosa perspectiva de su realización personal. Pero a ellas se asocian los ejemplos que guarda la memoria de la experiencia humana, en tantas viejas crónicas que hablan de los personajes a quienes nimbó el aura del triunfo por su exaltación mística, su sabiduría, su arte o su heroísmo; y fácilmente puede preverse que el cronista de nuestros días se halla en aptitud de perpetuar a las figuras que hoy representan esos valores, y contribuye a ello con la animación que para siempre les confiere la vibrante relación de sus pasos.
         Es, precisamente, la concepción que Juan Croniqueur aplica a la redacción de sus crónicas. Cada una es claro resultado de un metódico proceso de elaboración, que supone: acopio de la información pertinente, en grado tan amplio como lo exigiera la comprensión cabal del caso tratado; selección crítica de esa información, para lograr el ordenamiento de los datos respectivos y su fácil comunicación al lector; una redacción hábilmente cernida, desde la presentación inicial del tema; y un desarrollo argumental o secuencial, enderezado a aplicar las enseñanzas implícitas en la conducta de los personajes presentados y a confirmar la apreciación introductoria. La conclusión, es la unidad, tanto en lo formal, como en lo temático. Y de allí que veamos la crónica como la experiencia que abre paso a los ensayos de José Carlos Mariátegui, pues, al ser concebida y trazada aquella con ese rigor, promueve los planteamientos orientadores que en éstos emergen y desvela su preocupación por las señales que preceden al futuro en ciernes.
         Demás está decir que Juan Croniqueur consagra su atención a las grandezas y las debilidades, a las virtudes y los defectos del hombre. A las tradiciones que imparten carácter, firmeza y dignidad a la existencia de los pueblos. A las empresas que realizan los sueños del espíritu y abren las vías del progreso. A todo aquello que preserva los ideales del bien y la justicia, la verdad, la belleza y el arte. Siempre a través de una actitud contemplativa, serena, razonadora, ajena al desplante o la iracundia: porque entiende que el cronista es un espectador de los hechos, y solo en casos extremos apela a una buida ironía que deja al desnudo la sin razón.
         Si así cumplió Juan Croniqueur los objetivos que pudo trazarse en lo atañedero a la definición y el perfeccionamiento genérico de la crónica, es lógico reconocer que al mismo tiempo realizó una esforzada tarea de afirmación personal. Pues, basta recordar las singulares calidades de su primera crónica; el veto que inmediatamente impuso el director a sus artículos, para castigar el hecho de que aquella hubiera aparecido sin su conocimiento; y la ingenua tonalidad que adoptó en sus posteriores colaboraciones, para obtener la previa aprobación directoral y renovar las ocasiones de salir al encuentro de los lectores. Y puntualizamos: además de su primera crónica, durante un lapso de tres años y tres meses solo se halla en las columnas de La Prensa seis colaboraciones respaldadas por la firma de Juan Croniqueur, y dos anónimas que se le pueden atribuir. La última de ellas comenta el “sacrificio bárbaro de Nodgi”, el almirante japonés que se hizo el harakiri para tributar su póstumo homenaje al emperador Mutsuhito; y aunque nadie lo haya sospechado hasta ahora, juzgamos que sus términos debieron motivar una segunda censura directoral, pues no se halla otra explicación al silencio que luego hubo de mantener su novel autor durante un año y casi siete meses. Es solo una hipótesis, ciertamente; pero los hechos inducen a sostenerla, porque reflejan la paciente y silenciosa pugna que hubo de mantener el “alcanzarejones”, para que en la redacción del diario se le asignase el lugar adecuado a sus aptitudes y sus aspiraciones. Ya era notorio que actuaba como un oficioso y eficaz corrector de las distracciones o las ligerezas que en sus notas deslizaban algunos redactores; y aunque algunos testimonios aseveran que se le trataba con afecto y se le profesaba la consideración que su diligencia merecía, es posible que en su postergación influyese cierto prejuicio universitario o una cómoda continuidad de la limitación ocupacional. Lo primero, porque entonces solía desconfiarse de la autenticidad del bagaje cultural que pudiera desplegar quien no hubiese frecuentado los claustros académicos, y por ello pudo dudarse de la perspicacia que Juan Croniqueur demostró en sus crónicas sobre las manifestaciones públicas de los radicales españoles y sobre el “sacrificio bárbaro” del almirante Nodgi; y lo segundo, porque se encaraba su caso con los estrechos criterios determinados por la costumbre, y se pensaba que aún esas inserciones esporádicas entrañaban una muestra de aprecio, en tanto que así se permitía a José Carlos Mariátegui rebasar la modesta posición que se le había asignado al iniciar sus servicios en el diario.
         Por otra parte, se advierte que el novel escritor moderó sus íntimas deliberaciones y, aparentemente, adoptó una actitud que le permitiera doblegar las razones o los pretextos aducidos por el director. Sujetó sus temas a las eventuales o posibles preferencias del comadreo popular; pero sin renunciar a la versación que requiriese en cada caso, y manteniendo en su desarrollo la propiedad del lenguaje y la conveniente elevación del estilo. Tal como lo denotan las crónicas aparecidas durante el período que siguió a la amonestación ocasionada por la primera publicación de Juan Croniqueur. Por ejemplo, en su frívola disertación sobre el cambio que en la moda femenina había operado la adopción del pantalón bombacho usado desde tiempos remotos en el harem turco, asocia los nombres de los modistos notables con la descripción de las innovaciones que efectuaron en el traje femenino, y aún explica la aceptación o el rechazo de algunos usos en relación con las corrientes sociales de la época; o traza un cuadro risueño de algunas formas de simulación que en París excita la necesidad de supervivir, o fantasea en torno a la existencia aventurera y trashumante de los andarines, o presenta las escenas de unción y devoción que se asociaban a las ceremonias de la Semana Santa. Y una tónica semejante adoptó tras el aparente silenciamiento que siguió a la crónica sobre la supervivencia del harakiri en Japón: pues otra vez destacó el dolor y la contrición que los limeños solían demostrar durante la Semana Santa; y quién sabe si para satisfacción de quienes pudieron mirar su autoría con reticencia, consagró estudiados trabajos a la enfermiza ola de suicidios motivados por el amor, a la defensa de los árboles que en Lima debían ser cuidados para bien del ornato y la salud, y a otros temas convencionales. Todo ello quiere decir que en esas crónicas iniciales ofrece Juan Croniqueur las respuestas destinadas a moderar, esquivar o neutralizar los obstáculos que al comienzo nublaron su carrera de escritor; que los intervalos impuestos a sus publicaciones no quebrantaron su conciencia de sí, ni la firmeza de su vocación; y gracias a una impaciente lectura de clásicos y modernos, fue labrándose aquella coherente concepción del mundo que luego dio hondura y precisión a cada uno de sus trabajos literarios. A través de la inteligente ocupación de sus ocios, y el cauteloso enfrentamiento a ciertas o presuntas censuras, llegó a ser un cronista bien informado, serio, original y notoriamente maduro; y, al mismo tiempo que aguzó su sensibilidad ante los problemas humanos, logró forjarse el carácter requerido para lograr sus fines.
         Juan Croniqueur no había cumplido aún sus veinte años, cuando fue plenamente incorporado a la redacción de La Prensa; y superadas ya las dificultades que inicialmente se le opusieron, dio vida a una serie de crónicas sobre sucesos y conmemoraciones “Del momento” (11 de mayo de 1914). Principalmente, signadas por las inquietudes que suscitara la I Guerra Mundial, nos hacen revivir la zozobra creada por el estallido trágico, el asesinato perpetrado contra el pacifista Jean Jaurés, la conducta heroica del rey Alberto de Bélgica, las temerarias incursiones efectuadas por el aviador Roland Garrós, el hazañoso fin del crucero “Dresden”, las disímiles actitudes que ante la contienda asumieron escritores como Mauricio Maeterlinck, Pierre Loti y Gabriel D‘Annunzio, así como el severo enjuiciamiento de ideologías belicistas que abogaban por el empleo del terror como medio de socavar el ánimo de las poblaciones civiles o intentaban justificar la preeminencia germánica. Pero las aproximaciones a los temas “Del momento” no debían limitarse a los estruendos y las implicancias del conflicto, pues, en verdad, se proponían reflejar la imagen integral del siglo con la vivacidad y la diversidad que se desprendiesen de los hechos; y, no obstante exponer un caso concreto, cada crónica lo mostraba en su contexto temporal y cultural, propendiendo a su coordinación con otros elementos característicos de la época. Por eso se refirió también a la vigencia de las lecciones históricas de Mariano Melgar y Martín Jorge Guise, o al palpitante recuerdo del eclipse del poderío de Napoleón Bonaparte en Waterloo, así como a la gracia de Max Linder, la frivolidad del “Moulin Rouge”, la naciente afición por los deportes, o la aparición del feminismo en las pujantes reclamaciones por la paz. En su conjunto, la serie revela una concepción orgánica y fluida de la vida social.
        Es posible que la suspensión de esas crónicas (18 de junio de 1915) fuera ocasionada por la preferencia que la dirección de La Prensa otorgara a otros artículos, que por esos días había iniciado Juan Croniqueur para dar novedad a las relaciones de los asuntos policiales (25 de abril de 1915). De acuerdo con un enfoque renovador, que muy pronto halló una excepcional acogida entre los lectores, abandonó el tono despectivo que a la sazón se aplicaba a los delitos y los delincuentes. Advirtió que era inadecuado e injusto ver solo sus aspectos sórdidos y la violencia involucrada, e ignorar la influencia que sobre ellos pudieran ejercer la sensibilidad exacerbada, o la ambición, o cualquier estímulo aleatorio; y, en consecuencia, los presentó como resultados de las circunstancias y no como ejemplos de patología social. Se esforzó por comprender, antes que condenar, y dio interés humano a las crónicas sobre crímenes pasionales y aventuras dolosas que en esos meses dieron tema a las tertulias limeñas. Pero no apartó su visión de otras inquietudes del momento, que representaron alguna ilusión de progreso, como la aviación; o la fortuna que anuncian las vagas promesas de la lotería y los augurios cartománticos de las gitanas; o los triunfos y los desengaños que acompañan a la genialidad artística o el éxito profesional, como los vivieron Sarah Bernhardt y Tórtola Valencia, Delmira Agustini o el púgil Jack Johnson.
         No es necesario efectuar ahora un escrutinio de las formulaciones ideológicas deslizadas en esas crónicas, ni una dilucidación que lleve a precisar sus fuentes informativas o sus afinidades críticas. Basta reconocer la significación que tienen en la historia del periodismo peruano, por haber contribuido a introducir y delinear una forma genérica tan incitante como ilustrativa. Y, sobre todo, basta reconocer la importancia que las crónicas tuvieron en la formación personal de José Carlos Mariátegui, en cuanto lo llevaron a enriquecer y seleccionar su cultura; a pergeñar las vivaces escenas en las cuales tenemos hoy la comedia política de su tiempo, y que acertó a trasmitir en sus “Voces” de modo tan incisivo como versátil; y a desprenderse del egotismo lírico, para asumir la tarea orientadora que habría de realizar a través del ensayo.

Alberto Tauro

Referencias


  1. Las referidas misivas de Ricardo Palma fueron publicadas en El Canal, periódico editado en Panamá (1881-1883) bajo los auspicios del cónsul peruano. Compiladas por C. Norman Guice (Lima, Mosca, Azul Editores, 1984), han aparecido en un volumen 86 de esas misivas, suscritas con el seudónimo de “Hiram”. Pero además envió otras, suscritas con el seudónimo de “Sirius”, e inclusive es posible que, en atención a su seguridad personal, en las condiciones de la ocupación chilena, también usara algún otro seudónimo. ↩︎

  2. Los epígrafes, que anteceden a uno o dos artículos y sugieren la posibilidad de haber sido anuncios de series, sucesivamente destinadas a llamar la atención sobre asuntos de interés público, fueron los siguientes: “Crónicas”, “Comentarios”, “Por esas calles”, “El suceso del día”, y después “Los reportajes ocasionales”, “Por los suburbios”, “A la vera del camino”. ↩︎

  3. El 11 de abril de 1914, con la publicación de una crónica sobre “La semana santa”. Pero debe advertirse que, a despecho de la habilidad comprobada en la primera crónica suscrita con su famoso seudónimo, pasaron dos años y medio antes de que se le reconociera una posición en la redacción de La Prensa; que en el curso de lapso tan dilatado solo habían mediado 11 meses desde la tercera a la cuarta, y exactamente un año, seis meses y veintiocho días desde la anterior a “La semana santa”. ↩︎

  4. Entre los principales redactores y colaboradores de La Prensa, durante esos años cursaron estudios en la Universidad Mayor de San Marcos los siguientes: Pablo Abril de Vivero, Luis Fernán Cisneros, Antonio Garland, Alfredo González Prada, Ismael Portal, Luis Ulloa Cisneros, Alberto Ulloa Sotomayor, Abraham Valdelomar, Hermilio Valdizán y Félix del Valle. Y también fueron estudiantes universitarios muchos de los escritores jóvenes de Arequipa, Cusco y Trujillo, a quienes La Prensa acogió e hizo eco, en aras de su orientación liberal. Pero no es posible dejar de recordar que no fueron universitarios algunos periodistas tan representativos y celebrados como Ezequiel Balarezo Pinillos, Cesar Falcón, Federico More, Leónidas Yerovi y, desde luego, José Carlos Mariátegui. ↩︎

  5. Cf. En “El ocaso de una gloria”, las reflexiones en torno al accidente que truncó la carrera artística de Sarah Bernhardt. Leemos: “El triunfo y la gloria de los artistas de la escena, de los que dejan testimonio permanente de su genio… no son el triunfo, ni la gloria del escritor, del poeta… que dejan en sus libros, en sus versos… muestra eterna”. ↩︎