1.13. El rey de Bélgica

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Es una de las más bizarras y simpáticas figuras de la hora actual. Gallardo, valiente, se ha erguido en defensa de la integridad territorial de su pueblo, ese pequeño gran pueblo, que no ha sabido resistir impasible el ultraje del imperialismo alemán. Y su actitud, resuelta y altiva, le ha elevado a un eminente pedestal de gloria y ha revivido pretéritos tiempos de heroicidad y de noble fiereza.
         Años vendrán en que la historia establezca de modo definitivo las responsabilidades de este gran crimen de la guerra presente, de esta espantosa resurrección de adormecidas ansias de destrucción y de muerte que otrora lanzarán a los pueblos, unos contra otros, en sangrientas luchas. Entonces se calificará en toda su magnitud el delito enorme de Alemania, al sacrificar a sus anhelos de conquista y satisfacción de sus odios históricos un pueblo floreciente, lozano, libre, que el unánime acuerdo de los países de Europa se había impuesto la obligación de respetar. Solo entonces se apreciará en rigor toda la injusticia que encierra este premeditado y traicionero ataque a la independencia de una nación que no ha tenido más culpa que la de ser vecina de otra a quien tan poca consideración merecían sus compromisos internacionales y la respetabilidad de su palabra empeñada.
         Confió tal vez la Alemania en que Bélgica había de inclinarse humillada ante sus exigencias imperiosas y despóticas para que se le permitiera el libre paso de sus legiones invasoras. Olvidó quizá que no todos los pueblos saben tributar a su dignidad y a su independencia sacrificios heroicos. Pero Alberto I supo darle en respuesta una grande e inmediata lección. Al conjuro patriótico de la voz de su monarca, la Bélgica entera cogió las armas y empezó la resistencia a la más formidable de las invasiones que la historia registra. Las masas alemanas se estrellaban contra la barrera que la Bélgica oponía a su paso. Y en esa barrera de soldados, más que las bayonetas, eran invencibles los corazones.
         Con bravura que los propios invasores han sido los primeros en declarar, los belgas han defendido su suelo palmo a palmo. Ni los dos meses y medio de lucha constante y encarnizada que han sostenido con el más poderoso ejército del mundo, ni el arrasamiento e incendio de sus ciudades y monumentos, ni las crueldades de los invasores, nada de esa vorágine angustiadora que ha pasado por Bélgica como una ola de horror y destrucción, ha podido doblegar sus voluntades, acobardar sus espíritus, inducirlos en lo más mínimo a abandonar la resistencia. Nada ha bastado para abatirlos. Después de tantas batallas y de tantos esfuerzos, Alemania no ha logrado todavía dominar por completo a ese país viril, que sigue luchando, que sigue defendiéndose, que sigue combatiendo con las mismas energías y los mismos arrestos de antes. La figura del rey Alberto crece gloriosamente en esta magna epopeya. Ha sido el suyo el brazo heroico que ha señalado a su pueblo el camino de su consciente sacrificio. Él mismo ha sabido colocarse a la cabeza de sus soldados, animarlos con el fuego de sus arengas y conducirlos de batalla en batalla. Su presencia ha inflamado de entusiasmo ardoroso a sus tropas. Hoy mismo le vemos siguiendo la vida azarosa de la campaña, junto a sus soldados, cuando todo, hasta los propios intereses futuros de su reino, justificarían que pusiese a salvo su vida, cuyo sacrificio, aunque glorioso, sería quién sabe estéril. Es que este rey joven y bizarro, antes que monarca, se siente soldado; antes que gobernante, patriota, y da así al mundo el ejemplo de abnegación y valor que todos reconocen y admiran.
         Al lado de la de este bravo guerrero y monarca, se eleva en la contienda a que hoy asistimos, la augusta, venerable y abnegada figura de la reina de Bélgica. Ha hecho ella un santo sacerdocio de la asistencia de los heridos, del cuidado de los huérfanos. Sobre la Bélgica, asolada por las inclemencias de la guerra, pasea como un hada bienhechora, restañando en lo posible las heridas sangrantes de la patria. Su alma parece forjada en el mismo crisol en que fundieran las suyas las mujeres de Esparta, sus sentimientos revelan toda la infinita ternura del corazón latino, su voluntad es férrea, impasible, sajona. Ayer mismo nos dijo el cable, cómo desafiando todos los peligros, no se aparta de sus soldados y exalta sus entusiasmos.
         Los horrores que esparce por Bélgica la lucha no podrán nunca abatir a estos dos reyes, al igual generosos y arrojados, que en horas de desgracia y de dolor para su patria, saben mostrar toda la heroica grandeza de sus espíritus.

JUAN CRONIQUEUR


Referencias


  1. Publicado en La Prensa, Lima, 18 de octubre de 1914. ↩︎