2.9. Por los suburbios

  • José Carlos Mariátegui

Un bandido famoso1  

         Lugar pintoresco, Cantagallo.
         A la orilla del río, sentados sobre una piedra inmensa más sólida que muchos cerebros de literatos noveles, se pasa uno la tarde oreándose en verano, y corriendo, para desentumecerse, en invierno.
         Corriendo a jugar a los escondidos con “una” media naranja…
         No penséis mal, los árboles frutales abundan por esos fértiles terrenos.
         Hay por allí más de una “hacienda”.
         Descontado está que, a duras penas, caben en esas propiedades doce platanares, los dueños y los burros en una aglomeración democrática y tierna.
         Si hubiéramos salido disparados por otra senda, les estaríamos a ustedes aburriendo con una disertación literaria como para dejarlos calvos o “eterizados”. Sin sentido y sin ganas de respirar.
         El panorama, desde el interior de cualquiera de esas covachas, es espléndido de colorido.
         Rosales y jazmineros, claveles y violetas destacan la viveza de sus colores sin alineamientos ni cuidados.
         —Las flores, como las mujeres, cuanto más mal se les trata, arden y retoñan mejor.
         Pura observación campesina.
         Las gentes del campo son rudas y no disponen de galanterías porque todas las agotan prodigándoselas a los animales que les corresponden con hechos.
         Y no hay amor sin interés…
         Otro día, os contaremos algo de estas gentes. Por hoy vamos a referiros una historia dolorosa.


Don Juan María  

         Este hombre es de tragedia. Hace ocho años que vive allí merodeando.
         Ha sido pampero, pero no es argentino.
         Veloz, cortaba el aire de las pampas en un corcel brioso y ágil. Jamás necesitó de estribos, ni de espuelas, ni de monturas. Con las piernas pegadas a los ijares de la bestia, el sombrero amplio, el poncho pintoresco y el cerebro vacío de todo pensamiento que no fuese el de devorar lo antes posible la inmensidad, salía en busca de “golpes” seguros.
         Caballo y jinete formaban una masa ansiosa de infinito.
         Estos bandidos que luego viven apaciblemente en la honradez soliviantan el ánimo. ¿Por qué no les dejan concluir su carrera? La justicia es injusta.
         Un balazo en el cráneo es el digno punto final de su vida o una vejez sin estrecheces.
         Esta mano rugosa que estrecho con admiración ¿ha suprimido cuántas vidas?, ¿cuatro, seis, ocho? ¡Mano respetable de todas maneras!
         ¿Hay algo más grave que arrogarse, porque sí, el derecho de Dios?
         Para nosotros, no.
         Juan María es su nombre. Parece un “mono” seco. Cuando curiosamente le mirábamos el rostro, nos dijo.
         —Las arrugas son las cicatrices de las heridas que nos va asestando la vida…
         Frase cursi, pero redonda. Digna de un hombre que ha luchado de poder a poder con la realidad.
         Los bandidos, como los toreros, no le conceden importancia a la existencia. Son admirables. La exponen con la misma serenidad con que el lector cambia una peseta en veinte centavos.
         Aquella frase de un torero, “más cornás da el hambre”, tiene, como dice un escritor español, pase libre a través de los siglos. Vale por un discurso de Castelar. Esta es una exageración, por supuesto.
         Ostenta Juan María una pera copiosa, un plumerillo blanco, fino, que, arrancándoselo, podría servir para limpiar el polvo de joyas y de estatuillas delicadas. Los ojos chicos, de tanto haber mirado al infinito, brillan duramente, como el acero.
         Ojos pequeños y agudos, la mirada es un estilete que rinde a cualquiera otra que se le enfrente.


¿Una historia o un exceso de fantasía?  

         La traza de este hombre es asquerosa.
         Se diría que viste de retazos. Lo más limpio y brillante es su barbilla en forma de puñal.
         ¿Será lo único que se lava? Es raro que viviendo al pie del agua haya reñido con “ella”. De lo que consigue en los alrededores, en un recodo, junto a las compuertas, vive. Se procura patatas y verduras.
         Hace ocho años que no varía de posición. Tampoco lo desea. Ni envidioso ni envidiado, se siente a su gusto. Comparten su miseria dos americanos del norte, exmineros del Cerro de Pasco que, en mangas de camisa y con chaleco, se entienden con el viejo, desde hace cuatro meses, por señas.
         —¿Usted ha estado siempre así?
         —Yo he dominado y he sido terrible. Fui aventurero, audaz y valiente. No había en toda la pampa fuerzas más poderosas que mi carabina y mi puñal.
         Hacendados riquísimos se arrodillaron a mis plantas después de entregarme la bolsa, demandando, como infelices chiquillos, mi perdón. Era mi orgullo. Mi nombre, en alas de la fama, fue registrado por los periódicos.
         Una vez y cien fui la información interesante. Llenaba la actualidad. Los cronistas, por su cuenta, engrosaban mis hazañas. Siempre los que escriben para los periódicos de estas cosas son dueños, más que de verdades, de su caletre. Le atribuyen a uno crímenes que paralizan la circulación de la sangre. Y yo, en realidad, lo único que hacía era pedir limosna…
         —Sí, pero con carabina y puñal.
         —Porque en “otro estilo”, jamás conseguí un céntimo.
         —Es curioso.
         —Es natural. El miedo es más poderoso que la razón.
         —¿Y cómo cayó usted por acá?
Hace una pausa. Respira fuerte y dejando caer la frase con una pesadumbre de poeta con hambre, dice:
         —¡Yo mismo no quiero recordarlo!
         —Pues de todo lo que nos ha contado, esa es la parte más importante.
         —¡Sea! Una vez atravesó la pampa un señorón. Lo acompañaba su hija, lozana, gallarda y fresca como todas las que crecen en el campo. Traía consigo el señor aquél una cantidad de dinero tan grande que tentaba a un santo.
         Lo cogí por el cuello. Era más fuerte que yo. Me la ganaba. La hija, desmayada, quedose tendida jadeando.
         Fueron cinco minutos espantosos.
         Con mi puñal, haciendo un soberano esfuerzo, le rasgué la espalda. Perdió sangre en abundancia. Se debilitó un poco. Creí que lo había matado y una pena enorme me embargó.
         —¿Por qué? ¿No había usted matado tantas veces en frío?
         —No lo sé. Acaso la niña… De todos mis crímenes es el único que me mortifica, no tanto por el señorón, sino por el mal rato que le hice pasar a la niña y por las consecuencias.
         —¿Mató usted al padre?
         —No pude vencerlo, a pesar de las heridas. Gasté mi energía. Sintiéndome sin fuerzas, vencido, arremetí contra mi contrincante y lo tiré boca arriba y corrí, corrí hasta alcanzar a mi caballo. Tuve indecisión francamente. El señorón se incorporó.
         De los cinco tiros que hizo, cuatro le fallaron. Uno agujereó la copa de mi sombrero…
         —¡Mucha suerte!
         —O mucha desgracia. Porque era el primer hombre que logró vencerme; la primera empresa que me salió mal. Si me quita la vida, me hace un favor. A todos nos llega una hora en que la muerte nos haría un bien enorme.


En manos de la policía  

         —¿Y qué le ocurrió luego?
         —En posesión de algunos centavos pretendí vivir sin amarguras, sin desafiar los riesgos a que me exponía la “profesión”, sin familia y sin cariños. ¿Era un castigo? Si el destino se encarga de hacer justicia, esta vida miserable de tantos años basta para purgar mis faltas.
         Volviendo a la historia: un día lo pasé íntegramente en la ciudad. Allí me di a la bebida. Hube de quedarme dos o tres días más, encantado de la animación de la urbe. Seguí bebiendo, incansablemente, como si el licor fuera el viento. Una noche, borracho hasta la médula, tambaleaba por la calle de… de pronto, una pareja se detiene.
         El señorón y la niña que lanzó, al verme, un grito estupendo. Pretendí huir. ¡Imposible!
         Desaté mis iras de borracho.
         La policía me apresó inmediatamente. Dormí cual un lirón en un calabozo.
         A la mañana siguiente, cuando desperté, vi derrumbada mi existencia. Con todo había contado, menos con este final, que era el legítimo. Sacaron fotografías de mi persona. El retrato se publicó en más de treinta periódicos, que, en vez de dolerse de mi desgracia, expresaban su alegría.
         Seis años de pericia en escapar de la policía, aun dentro de la ciudad, no me valieron de nada en una noche.
         De la cárcel conseguí evadirme con otros compañeros italianos. Y de Chile vine a esta tierra, hace…
         —¿Qué tiempo?
         —Más de veinte años.
         —¿Y cuenta usted?
         —Setenta y dos.
         —¿Y su dinero?
         —Está escondido en la pampa. No sumará arriba de ocho mil soles.
         —¡Caramba! ¿Por qué no hace usted un viaje y lo recoge?
         —Temo que me prendan nuevamente. Además, no vale la pena. Quién sabe si lo han descubierto, aunque no lo creo. Yo no podría trabajar allí. Soy muy conocido y muy viejo. No sirvo para nada. Aquí vivo de la caridad. Todo el mundo me socorre. Yo no he sido un ladrón y un asesino por gusto, sino por necesidad.
     La mejor prueba es mi conducta de ahora. ¡Vean ustedes, cómo vivo!
         —¿Es que sus fuerzas físicas no son las mismas?
         —Es que con las fuerzas físicas acaban las morales. El tiempo es el único consejero. No sirve ser malo… ni bueno. Los buenos se quejan y los malos se arrepienten.
         —¿Usted se ha arrepentido?
         —Totalmente… ¡Oigo misa todos los domingos! A veces, en las noches, despierto ofuscado.
         —¿Qué le asusta?
         —Un extranjero riquísimo a quien le destapé los sesos de un balazo formidable. ¡Los ojos le saltaron como dos bolas!
         —¿Y?
         —Y se me antoja, de noche, que me están mirando.
         —Eso es infantil.
         —Es cierto. Y ya ustedes se habrán convencido que hay criminales más culpables que yo y, sin embargo, viven bien.
         —No crea usted.
         —La historia que le he referido, ¿verdad que no es horripilante? ¿Un solo detalle de la guerra de hoy no es peor? Ya lo aprecian ustedes, si me dedico a guerrero con uniforme, habría llegado a mandar un gran ejército.
         —¡Quién sabe, hay diferencia…!
         —Seguramente. Si solo he matado con un mal trabuco y un puñal, acompañado y con armas como las de hoy, figúrese ¡habría concluido con el mundo!
         —Comenzó usted muy tarde o concluyó muy temprano su profesión —le dijimos nosotros, despidiéndonos…
         —¡Sí, sí!
         ¿Ha sido, en efecto, un criminal quien nos refirió esta historia? Cualquiera lo averigua.
         Muchas veces del caletre de un pobre hombre de estos salen más cosas que del de los periodistas. ¡Y nos engañan y, lo que es peor, nos hacen engañar al público!
         ¡Como si la cuestión se redujera a pasar el rato!

Referencias


  1. Publicado en La Prensa, Lima, 17 de junio de 1915. ↩︎