2.8. El crimen de anoche

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Los tranquilos vecinos de la calle de Matamoros fueron, dolorosamente, sorprendidos anoche con un trágico suceso realizado, en una de las casas de vecindad de dicha calle.
         Es la vieja historia de los celos. El amante desdeñado, resuelve matar a su enamorada y suicidarse después. La sorprende en un momento fatal; dispara tres tiros del revólver; y caen destrozadas dos vidas mozas, poniendo fin trágico al idilio de un día.
         Fue así:
En la vecindad
 
         Hace dos años, más o menos, fueron a vivir en un departamento exterior de la casa N.° 564 de la calle de Matamoros, la señora Etelvina viuda de Vargas, acompañada de su hija de veinte años Julia Vargas.
         Las nuevas vecinas se conquistaron la simpatía y la amistad de las antiguas al poco tiempo.
         De carácter bondadoso, apacibles y honestas, supieron con esas cualidades atraerse la estimación de la vecindad.
         En la casa todos las respetaban y querían, y con todas conservan amistosas relaciones.
         Entre los vecinos, la del principal, la señora Petronila viuda de Valderrama y su nieto, Honorio Márquez Valderrama, se distinguían por la amistad que profesaban a las recientes habitadoras de la casa.
         La señora Vargas hacía pocos años que había llegado de Tacna, donde su esposo desempeñó por mucho tiempo, hasta su muerte, un cargo oficial.
         Su hija, obligada por la pobreza en que las dejara la falta del padre, se destinó de costurera en la casa Oeschle y, consagrada a su trabajo, permanecía en la casa solo en las pocas horas de descanso.
         Estas mismas condiciones de honestidad y pobreza contribuyeron a captarles el respeto y estrechar más la amistad que las otras viejas vecinas.


Los primeros amores  

         Viviendo así, la señora Vargas y su hija pasaron un corto tiempo. A poco, Julia y Honorio, el nieto de la señora del principal, que desde un principio cultivaban amistad de vecinos, entablaron relaciones amorosas.
         Fueron unos amores sencillos, ingenuos, de adolescentes.
         Los jóvenes se veían a hurtadillas, aprovechando los descuidos de las madres, que llevaban consigo las escapadas furtivas de la joven a la puerta de calle.
         En la vecindad se conocieron bien pronto estos amores, y lejos de hostilizarlos, más bien se complacían en favorecerlos.
         De esta suerte, Julia y Honorio se entregaban a su pasión amorosa, lo más libremente que les permitía la amenaza de ser descubiertos por la señora Vargas o la Valderrama.


La oposición maternal  

         Así, amándose a escondidas, pasaron algunos meses.
         Pero la dicha les duró bien poco.
         No fueron bastante la precaución de los amantes y la buena voluntad de los vecinos, para evitar que estos amores llegaran a conocimiento de la señora Vargas.
         La madre de Julia, al enterarse, manifestó la más franca oposición a tales relaciones.
         A partir de este momento, los enamorados se vieron perseguidos constantemente por la señora Vargas, que no se despreocupaba en la vigilancia de su hija para impedir cualquier entrevista con Honorio.
         Sin embargo, y, gracias a la vecindad en que vivían, los amantes pudieron burlar más de una vez el vigoroso espionaje de la señora Vargas.
         Se veían de tarde en tarde, y con muchas precauciones, amparándose en la obscuridad del patio.
         Estas entrevistas, cuenta una vecina que gustaba de espiarlas, eran tiernas, y en ellas se lamentaban dolorosamente de la oposición que les hacía la señora Vargas.
         Honorio era siempre el que se manifestaba más contrariado.
         En su hogar, la madre de Julia, no desperdiciaba oportunidad de combatir las inclinaciones amorosas de esta.
         Tal oposición, acompañada de sabios consejos maternales, consiguió al fin menguar un tanto el amor de Julia.
         La señora Vargas no transigía con que Honorio fuera empleado en el telégrafo, y la desatinaba más, el que antes hubiese pertenecido a la marinería del transporte Iquitos, a cuyo bordo y en tal condición fue a Europa en el último viaje de este buque.
         Novio de tal condición no quería la señora Vargas para su hija y de aquí la obstinada firmeza con que procuraba deshacer las relaciones de los jóvenes.


Las veleidades de la joven  

         Cuenta una vecina del barrio, que Julia, cediendo a la oposición maternal y a la constancia de un nuevo galante, poco a poco fue manifestándose menos enamorada de Honorio.
         Este, en tanto, seguía cada vez más rendido a los hechizos de su vecina.
         Julia aceptó los requerimientos del nuevo enamorado con reservas tantas, que se guardó muy bien de ser descubierta por Honorio, a quien, por otra parte, seguía fingiendo el mismo amor de antes.
         De esta manera, divirtiéndose con esta dualidad amorosa, Julia se la pasó varios meses, sin que nadie lograra descubrirla.


El desengaño del joven  

         La misma vecina cuenta que la precaución de Julia y las hostilidades de la señora Vargas, no impidieron a Honorio darse cuenta de la existencia de un rival, que tal vez sería más afortunado que él para alcanzar la simpatía de la madre y el amor de la hija.
         A partir de este descubrimiento, se supone que Honorio se dedicó a cerciorarse de la verdad de sus sospechas.
         Ya inquiriendo en la vecindad, o espiando a Julia, por cualquier otro medio, el amante celoso procuró adquirir la certidumbre que ansiaba.
         Antenoche, nos cuentan, Honorio, aprovechando un descuido de la señora Vargas, tuvo oportunidad de hablar breves instantes a Julia.
         La entrevista, como todas las de los jóvenes, fue tierna, y ambos se hicieron cálidas promesas de amor.
         Después de ella, el enamorado, siguiendo su plan de espionaje, se marchó a la calle fingiéndose tranquilo, y se puso a observar desde la esquina a Julia.
         Dicen quienes aseguran haberlo presenciado que Honorio llegó a descubrir a su rival, conversando amorosamente con Julia y pudo convencerse de la infidelidad de ella.
         Honorio, después de este descubrimiento, regresó a su casa, sin poder hablar nuevamente con Julia, que ya se había retirado a sus habitaciones.


El crimen  

         Honorio no volvió a ver a Julia durante el día.
         Anoche, después de la hora de la comida, pudo hablar con ella unas cuantas palabras a hurtadillas, entrándose a sus habitaciones enseguida.
         Al entrar, pidió a su abuela que le proporcionara la llave de una cómoda en la cual se guardaba su ropa, y también, un revólver Smith calibre 38, de un tío suyo, el cura de San Mateo, don Alejandro Valderrama, que habita con ellos.
         Honorio cogió el revólver y, luego de cargarlo, se lo echó al bolsillo, saliendo enseguida de su casa sin decir una palabra a nadie.
         Julia estaba todavía parada a la puerta de su departamento, en el patio de la casa.
         Al encontrarse con ella Honorio, intempestivamente, le disparó dos tiros, uno de los cuales le atravesó la caja toráxica, produciéndole una muerte instantánea; el otro le hizo una pequeña herida en el brazo derecho.
         Inmediatamente, el matador se disparó otro tiro en la sien derecha, matándose al mismo tiempo.
         El ruido de las detonaciones atrajo a la vecindad, a muchos transeúntes, quienes se encontraron con los cadáveres de los jóvenes.
         La madre de Julia, que leía en la misma habitación, en cuya puerta estaba su hija, apenas sintió las dos primeras detonaciones se levantó asustada, y en el mismo instante la vio caer muerta.


La policía  

         Uno de los gendarmes del cuartel de San Lázaro, al oír las detonaciones, se apresuró a dar aviso al inspector de servicio en la esquina próxima, Vargas N.o 77, quien en el acto se constituyó en el teatro del suceso y dio parte de él a sus superiores.
         Momentos después, se presentaron el oficial Pender y el mayor Villavicencio; luego el comisario de la jurisdicción, señor Luna, y más tarde, el intendente comandante Scamarone.
         El juez del crimen de turno, doctor Velarde Álvarez, llegó a los pocos momentos, y levantó el sumario.
         La muerte de Julia Vargas y de Honorio Márquez la constató el médico de policía, doctor Pflucker.
         Cumplida su misión, las autoridades abandonaron la casa de las víctimas, dejando los cadáveres a sus respectivas familias para su sepelio.

Referencias


  1. Publicado en La Prensa, Lima, 1 de junio de 1915. ↩︎