2.6. Espantoso drama de celos
- José Carlos Mariátegui
Un parecido fatal
Horrible error de un marido1
En una hermosa población de Venezuela, donde el clima es benigno y la vida se desliza apaciblemente, se ha desarrollado hace poco una dolorosa tragedia, de la que resultó víctima inocente una pobre señora.
El error, origen del drama que estamos por relatar, nació del extraordinario parecido entre la víctima y una hermana suya, menor de un año, que residía en Caracas.
Vivía en Guzmán Blanco, estado de Miranda, un joven matrimonio compuesto por la señora Rosalía Gutiérrez de Ibáñez y su esposo Luis Ibáñez Robles.
Rosalía y Luis se habían casado hacía muy poco tiempo y su unión había sido la consagración de un amor muy grande. Rosalía era de modesto origen, pero muy agraciada y relativamente instruida. Conoció a Ibáñez Robles en un baile y lo amó. Él no era rico. Poseía una pequeña finca en Guzmán Blanco, cuyos productos le permitían cursar estudios de derecho en Caracas, pero juzgó que, atendiéndola personalmente, su heredad daría mayor fruto y le permitiría casarse antes de obtener el título. Después continuaría sus estudios como alumno libre.
Su proyecto se realizó en poco tiempo y el nuevo matrimonio fue a establecerse en Guzmán Blanco.
Ibáñez dividía su tiempo en el cuidado de la finca, el cariño de su esposa y los libros, de los que no se olvidaba, porque tenía el firme propósito de continuar sus estudios.
Cuando se aproximaron los exámenes, le dijo a Rosalía:
—Yo debo partir para Caracas. Los exámenes se efectuarán dentro de algunos días y es conveniente que esté allí con anticipación.
—Yo te acompaño.
—Como gustes.
—Sí, te acompañaré. No quiero quedarme sola aquí.
Y dos días más tarde partieron hacia Caracas, donde Ibáñez se consagró por entero a repasar las lecciones y completar su instrucción.
Rosalía mataba el tiempo conversando con sus padres y efectuando alguna que otra excursión a los alrededores de la bella capital venezolana, porque su esposo solo iba a comer y dormir.
Una noche dijo a Ibáñez:
—Mañana iremos a pasar el día a casa de los González.
—¿Con quién vas?
—Con papá y mamá; pero si ellos no quieren ir, me haré acompañar con la muchacha…
La muchacha era una negra de cincuenta años, que había servido de aya a Rosalía y a su hermana.
El estudiante no opuso dificultad alguna al proyecto de su esposa. No tenía por qué sospechar de su mujer, cuyos actos habían sido siempre correctos.
Cuando llegó el instante del paseo, Rosalía se vistió con traje adecuado. La negra la ayudaba a hacerse la toilette.
—¿Quiere el sombrero negro, niña?
—No; quiero el que me regaló ayer mi hermana. A Luis le gusta mucho como me queda. Después que Maruja —la hermana— irá con un sombrero igual y así nos reiremos de los concurrentes al paseo, haciéndolos confundir.
Poco después, Rosalía se dirigió a casa de los González, acompañada de la negra, porque sus padres, ya viejecitos, manifestaron deseos de quedarse.
Mientras tanto Luis se dirigía a la universidad, de la que se retiró siendo ya muy tarde, después de dar un brillante examen.
Al atravesar una de las calles más céntricas, vio pasar un coche ocupado por una pareja. El estudiante se estremeció. La muchacha que iba en ese coche, en compañía de un hombre, era la suya. Intentó seguirla, pero ni un vehículo desocupado pasaba por allí y tuvo que desistir de su intento.
Volvió a casa de sus suegros mortificado por horribles celos.
—¿Dónde está Rosalía? —preguntó al llegar.
—No ha vuelto aún.
—¿Con quién fue al paseo?
—Con la negra Manuela.
—¿Por qué no la acompañaron ustedes?
—¿Para qué, hijito? Nosotros seríamos una sombra en una reunión de personas jóvenes.
Los celos de Ibáñez tomaron proporciones gigantescas. La negra, pensó, se ha quedado en alguna casa de Caracas y ella se ha ido con el otro. Esa creencia se hizo convencimiento cuando vio regresar a su esposa. Vestía de la misma manera que la vio en el coche por las calles céntricas. Era ella, no cabía duda. Y un odio profundo empezó a roer el corazón de Ibáñez, incitándolo a la venganza.
—Me pagará bien caro el engaño —pensó.
Y no pudo dormir, calculando cuál sería su mejor venganza.
Al día siguiente emprendió con ella el regreso, con destino a Guzmán Blanco. Una vez allí, sus celos hicieron explosión.
—Y esa mujer eras tú, dijo a su esposa, después de relatarle el fatal encuentro.
—¡Qué calumnia, Luis, qué calumnia! Nunca hubiera esperado semejante ofensa de tu parte.
—Eso es. Hazte la ofendida ahora. No faltaba más que ese detalle para acabar la comedia de modo maestro.
—Bueno, basta de injurias. No estoy dispuesta a tolerarlas más. Ahora mismo me darás dinero y partiré a casa de mis padres.
—¡Ah! ¿sí? pretendes regresar con mi dinero al lado de tu amante, ¿verdad? Pues no será. No saldrás. Morirás a mis manos.
—No, Luis, no. Perdón por una inocente. Perdón, Luis.
—Ya no hay perdón para ti.
Loco de furor, Ibáñez estranguló a su esposa.
Poco después se presentaba a la policía.
—He matado a mi mujer, manifestó.
—¿Por qué?
—¡Porque me era infiel!
Los padres de la infeliz Rosalía y su hermana vinieron a Guzmán Blanco tan pronto como tuvieron conocimiento de la tragedia. La confusión se explicó y todo quedó esclarecido.
Ibáñez, abrumado por los remordimientos y el dolor, resolvió morir. Su ceguera lo había llevado a un lamentable extremo, inexplicable en un hombre de su ilustración. Su vida, como hombre libre o presidiario, era ya imposible. Y una mañana amaneció con la cabeza destrozada, en la celda donde estaba alojado.
El error, origen del drama que estamos por relatar, nació del extraordinario parecido entre la víctima y una hermana suya, menor de un año, que residía en Caracas.
Vivía en Guzmán Blanco, estado de Miranda, un joven matrimonio compuesto por la señora Rosalía Gutiérrez de Ibáñez y su esposo Luis Ibáñez Robles.
Rosalía y Luis se habían casado hacía muy poco tiempo y su unión había sido la consagración de un amor muy grande. Rosalía era de modesto origen, pero muy agraciada y relativamente instruida. Conoció a Ibáñez Robles en un baile y lo amó. Él no era rico. Poseía una pequeña finca en Guzmán Blanco, cuyos productos le permitían cursar estudios de derecho en Caracas, pero juzgó que, atendiéndola personalmente, su heredad daría mayor fruto y le permitiría casarse antes de obtener el título. Después continuaría sus estudios como alumno libre.
Su proyecto se realizó en poco tiempo y el nuevo matrimonio fue a establecerse en Guzmán Blanco.
Ibáñez dividía su tiempo en el cuidado de la finca, el cariño de su esposa y los libros, de los que no se olvidaba, porque tenía el firme propósito de continuar sus estudios.
Cuando se aproximaron los exámenes, le dijo a Rosalía:
—Yo debo partir para Caracas. Los exámenes se efectuarán dentro de algunos días y es conveniente que esté allí con anticipación.
—Yo te acompaño.
—Como gustes.
—Sí, te acompañaré. No quiero quedarme sola aquí.
Y dos días más tarde partieron hacia Caracas, donde Ibáñez se consagró por entero a repasar las lecciones y completar su instrucción.
Rosalía mataba el tiempo conversando con sus padres y efectuando alguna que otra excursión a los alrededores de la bella capital venezolana, porque su esposo solo iba a comer y dormir.
Una noche dijo a Ibáñez:
—Mañana iremos a pasar el día a casa de los González.
—¿Con quién vas?
—Con papá y mamá; pero si ellos no quieren ir, me haré acompañar con la muchacha…
La muchacha era una negra de cincuenta años, que había servido de aya a Rosalía y a su hermana.
El estudiante no opuso dificultad alguna al proyecto de su esposa. No tenía por qué sospechar de su mujer, cuyos actos habían sido siempre correctos.
Cuando llegó el instante del paseo, Rosalía se vistió con traje adecuado. La negra la ayudaba a hacerse la toilette.
—¿Quiere el sombrero negro, niña?
—No; quiero el que me regaló ayer mi hermana. A Luis le gusta mucho como me queda. Después que Maruja —la hermana— irá con un sombrero igual y así nos reiremos de los concurrentes al paseo, haciéndolos confundir.
Poco después, Rosalía se dirigió a casa de los González, acompañada de la negra, porque sus padres, ya viejecitos, manifestaron deseos de quedarse.
Mientras tanto Luis se dirigía a la universidad, de la que se retiró siendo ya muy tarde, después de dar un brillante examen.
Al atravesar una de las calles más céntricas, vio pasar un coche ocupado por una pareja. El estudiante se estremeció. La muchacha que iba en ese coche, en compañía de un hombre, era la suya. Intentó seguirla, pero ni un vehículo desocupado pasaba por allí y tuvo que desistir de su intento.
Volvió a casa de sus suegros mortificado por horribles celos.
—¿Dónde está Rosalía? —preguntó al llegar.
—No ha vuelto aún.
—¿Con quién fue al paseo?
—Con la negra Manuela.
—¿Por qué no la acompañaron ustedes?
—¿Para qué, hijito? Nosotros seríamos una sombra en una reunión de personas jóvenes.
Los celos de Ibáñez tomaron proporciones gigantescas. La negra, pensó, se ha quedado en alguna casa de Caracas y ella se ha ido con el otro. Esa creencia se hizo convencimiento cuando vio regresar a su esposa. Vestía de la misma manera que la vio en el coche por las calles céntricas. Era ella, no cabía duda. Y un odio profundo empezó a roer el corazón de Ibáñez, incitándolo a la venganza.
—Me pagará bien caro el engaño —pensó.
Y no pudo dormir, calculando cuál sería su mejor venganza.
Al día siguiente emprendió con ella el regreso, con destino a Guzmán Blanco. Una vez allí, sus celos hicieron explosión.
—Y esa mujer eras tú, dijo a su esposa, después de relatarle el fatal encuentro.
—¡Qué calumnia, Luis, qué calumnia! Nunca hubiera esperado semejante ofensa de tu parte.
—Eso es. Hazte la ofendida ahora. No faltaba más que ese detalle para acabar la comedia de modo maestro.
—Bueno, basta de injurias. No estoy dispuesta a tolerarlas más. Ahora mismo me darás dinero y partiré a casa de mis padres.
—¡Ah! ¿sí? pretendes regresar con mi dinero al lado de tu amante, ¿verdad? Pues no será. No saldrás. Morirás a mis manos.
—No, Luis, no. Perdón por una inocente. Perdón, Luis.
—Ya no hay perdón para ti.
Loco de furor, Ibáñez estranguló a su esposa.
Poco después se presentaba a la policía.
—He matado a mi mujer, manifestó.
—¿Por qué?
—¡Porque me era infiel!
Los padres de la infeliz Rosalía y su hermana vinieron a Guzmán Blanco tan pronto como tuvieron conocimiento de la tragedia. La confusión se explicó y todo quedó esclarecido.
Ibáñez, abrumado por los remordimientos y el dolor, resolvió morir. Su ceguera lo había llevado a un lamentable extremo, inexplicable en un hombre de su ilustración. Su vida, como hombre libre o presidiario, era ya imposible. Y una mañana amaneció con la cabeza destrozada, en la celda donde estaba alojado.
Referencias
-
Publicado en La Prensa, Lima, 17 de mayo de 1915. ↩︎