2.4. La historia de repite, señores…

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Vosotros habéis oído decir que las historias se repiten.
         Es una frase consagrada por el uso y convengamos en que para obtener ese patrimonio ha precisado que dilatada experiencia la acredite.
         El vulgo —aunque parezca mentira— equivoca contadas veces. Sus refranes, dicharachos, proverbios, adagios y toda esa serie de frases hechas con que a veces nos revienta la paciencia, son productos de una verdad que ha venido destilándose y cristalizándose de muy atrás.
         ¿Por qué, si la historia se repite, esta novelesca verdad de los falsificadores y de las torturas, no había de tener precedentes? Henos aquí dispuestos a recorrer el mundo, si fuera preciso, para conseguir una historia añeja que reviviese al comprobar su identidad con la actual.


El viejo que cuenta los cuentos…  

         Hay una alameda lejana y descuidada en que dos filas de árboles bien poblados resisten a los embates del tiempo y a la falta de solicitud que con ellos se manifieste. Esos árboles corpulentos están rodeados de plantas menores de tamaño: rosales escuálidos, acacias débiles, matas de claveles, y presidiéndolo todo, enormes magnolios que aroman el misterio inquietante de las noches, llenándolas de insinuaciones sensuales.
         Se nos manifestó, hace algún tiempo, que ocurría en tal alameda, una escena singular. Había un viejo que se recreaba en contar ante auditorio de dudable selección viejos cuentos, narraciones veraces, anécdotas preñadas de picardías y que el auditorio vivía noche tras noche en suspenso en torno de ese buen señor.
         Sin embargo, la curiosidad no pudo más que la pereza y un día y otro pecaron sin que nuestra inquietud periodística llegara hasta las barbas de ese buen anciano que vertía en tan poético lugar historias de tan rara sazón.
         El miércoles de la semana que hoy vence hizo una noche admirable que engalanó el silencio y dio a la alameda un ambiente propicio a reminiscencias de tal linaje. Y a ella fuimos con propósitos de extraer una historia de labios del viejo que se nos antojaba campechano y asequible.


Entre “el público”  

         Duro fue el equívoco, como luego verá el lector.
         Al llegar al paseo distinguimos en mitad de él, en una banca, amparada por la penumbra que sobre ella tendía las ramas de dos árboles tupidos, a un núcleo de personas. Por lo pronto no habíamos sido defraudados: era cierta la existencia de ese mísero señor.
         Nos acercamos lentamente.
         –Buenas noches las del Dios de las alturas.
Hubo un repentino movimiento de curiosidad en todos los que escuchaban.
         —Amparados sean ustedes del Cielo —nos respondió una voz bronca y cansada.
         Era el viejo.
         —Señor: permítame que interrumpa vuestros cuentos en nombre del periódico, que no es otra cosa que el servidor de un público más amplio que el que os rodea, para pediros la verdad de una historia.
         —Pida usted que mi saber, si bien no alcanza a parangonarse con el de los sabios que regentan las instituciones nacionales, poseen tan vastas raíces que no será escaso para satisfacer vuestra demanda.
         —Señor, yo sé que usted cuenta cuentos.
         —¡No, no! dijo casi a coro el auditorio.
         —Unas historias reales de las familias pudientes que volverían negros a los blancos —aseguró una negra superior a lo más negro que ustedes conozcan.
         —Y cada robo que Dios tiembla y el Diablo parece Santo, observó otro.
         —Y cada crimen que quita la cabeza…
         —Y unas historias de la guerra con Chile que no están en ningún libro.
         —Y otras cosas buenas, muy buenas… finalizó un chiquillo alegremente.
         Mientras tanto observamos al viejo con la mirada. Él, con una sonrisa de bondad e inclinando hacia adelante la cabeza, tocada de un sombrero de paño que el tiempo había descolorido, asentía a todo orgullosamente.
         La cara más arrugada que una ciruela, los ojos escondidos entre “las patas de gallina” que la vejez había puesto en torno de ellos; se diría jamás chicos pero vivos y prontos como los del lince; la barba noble que de estar un poco más cuidada no habría sido tan amarilla; las manos en otro tiempo finas como las de un marqués, eran ahora idénticas a esas cinco líneas que tiran los chiquillos en sus dibujos cuando “hacen personas”.
         Era arrogante. Era simpático. Era de noble estirpe sin duda.
         —¿Usted sabe si antes de ahora, se realizó alguna tortura famosa, semejante a las que actualmente relatan los periódicos locales y que han producido indignación en el público?
         —Déjeme usted “escarbar” en la memoria. No sería extraño que supiese alguna.
         Y con la cara en alto miró fijamente al cielo.
         —Yo quiero que sea verdadera —le anuncié.
         —Oh, yo no cuento nada falso, ni los cuentos.
         —Es que como lo veíamos a usted mirar a la luna creíamos que la iba a extraer de allí…
         —No, señores, es una manera de aislarse para hacer memoria únicamente.
         —Bien, muy bien.
         Y después de un rato en que nos entreteníamos contemplando el fisgoneo de que éramos objeto por parte del público, nos dijo violentamente:
         —¡Listo!
         —¡Venga!


El primer capítulo…  

         —Esta es una verdadera historia que rebuscando en los periódicos antiguos podrá ser hallada tal vez. Sucedió en la provincia de Pacasmayo (Chepén) en el año de 1889. Allí había sentado sus reales que no eran pocos, pues que vivía con la holgura que corresponde a un hombre de posibles, don Gerónimo Vega acompañado de su familia y de un sujeto que padecía de enajenación mental…
         —¡Hola!
         —Es costumbre que cuando mi lengua está en acción no corran las demás.
         —Acatado.
         —Familia acomodada y burguesa sin sucesos que conmovieran su vida, discretamente llevada. De pronto un buen día, o un mal día, para decir con propiedad, el nombre de la familia andaba en lenguas del pueblo.
         —¿Qué pasó?
         —No es permitido, el que se me interrumpa, señores.
         —Es que como han intervenido las lenguas del pueblo.
         —Las suyas no tienen ocasión en este menester.
         —Prosiga que somos todo silencio, señor.
         —Como les decía a ustedes, un mal día se alteró la quietud monástica en que transcurrían los días de esta familia con motivo de un suceso sensacional que el pueblo alargó y ponderó sobremanera con esa imaginación “abultadora” que caracteriza a las muchedumbres… ¡Había desaparecido el cofre de alhajas de la familia Vega! ¡Y de alhajas que valían una barbaridad!
         —Algo así como la guerra europea vamos… —dijimos nosotros.
         —Se callan ustedes.… y hablo yo, o hablan ustedes y me callo yo.
         —De ninguna manera: usted habla.
         —¡Bien!… —estos puntos suspensivos significan un carraspeo del viejo que nos puso los pelos de punta, tal como si se limpiase la garganta con lija— bien, bien…
El pueblo dijo que el cofre guardaba un tesoro formidable.
         —¡Caramba y era cierto!
Y se contaban entre los pobladores:
         —Había una esmeralda más grande que una palta.
         —Y un diamante que era como “sucursal” del Sol.
         —Y una sortija que igual no la tiene el Papa.
Excuso, para ser breve, comentarios mayores y más disparatados aún…
         —Pero ustedes me preguntarán.
         —Nada, absolutamente. —nos apresuramos a decir…
         —No, digo ustedes se preguntarán para sus propios interiores, ¿qué hizo don Gerónimo? Y ¡qué hubieran hecho ante un “incidente” semejante!…
         —Nosotros…
         —Es por la tercera vez que le digo que se sirva no interrumpirme.
         —Señor, es que usted nos preguntaba.
         —No es cierto. Yo aderezo así mis narraciones.
         ………………………
         Como se le agriara el carácter resolvimos permanecer en el mutismo de una estatua…
         —Pues llamar a la policía, hombre, llamar a la policía.
         —Lo mismo habíamos pensado, señor.
         —Por última vez, ¡cierren ustedes la boca!
         —Prosiga usted, señor.


El segundo capítulo  

         —Y, ¿qué hizo la policía, dirán ustedes?
         —Nosotros no podemos decir nada.
         —Nos dedicó una mirada hostil.
         —Casi nada. Casi un poco… ¡lo que hace desde 1889 hasta hoy! Capturar a dos honrados e inocentes, pobres hombres por simples sospechas…
         ¡Las historias se repiten, mis caros amigos!… Jó, jojórojójó…
         Fue una risa como una tempestad dentro de una olla. Así, un disparate de risa.
         –¡Y las torturas, mis amigos! ¡Y las torturas! ¡¿Cómo creen ustedes que fueron?!
         A ver, piénselo. ¿Cómo creen ustedes que fueron?… ¡A ver, jovencitos…! ¡A ver! ¡A ver!
         —Como usted quiera que fueran, señor.
         —A insolencias repetidas espaldas “volvidas”… Y nuestro hombre se puso de pie para marcharse, porque le interrumpiéramos una vez más.
         —Siéntese. Le juramos a usted que… es que nos presiona tanto para que le respondamos que ¡claro! salimos con cualquier cosa.
         —¡Cualquier cosa es un jarro sin asa, mis amigos! —Continuemos, no obstante… En vista de que estos infelices no querían declarar ni media parola piú —como decimos los que dominamos la lengua del bachiche de la esquina— se les encerró en la menguada cárcel del pueblo de Guadalupe. Una vez en aquel lugar se cogió al que más resistencia ofrecía y se le colocaron paralelamente en las coyunturas de los huesos de los dedos de las manos unos lapiceros. ¿Ustedes dirán que para escribir?… ¡Pues no, señor!… Para amarrarlos fuertemente por los extremos y producirle un dolor que si usted lo tiene a bien, puede ensayarlo en el momento en que lo necesite. No satisfechas con esto las autoridades, lo “metieron” los gendarmes tal “tanda” de culatazos y de puntapiés que lo dejaron molido. Un esbirro cuyo nombre no puedo recordar, se entretuvo en ponerle la espalda a pinchazos con su sable igual que un mal matador de toros el morrillo a su adversario…
         ¡Horror de los horrores!… ¡Yo tiemblo de ira al recordarlos y al leer en los periódicos las últimas torturas he pensado que quienes las practican merecen de desayuno un vaso de láudano… con tostadas para amenguar los dolores de estómago…
         Señores, la víctima de tanto suplicio murió aniquilado.
         Figúrense ustedes que los gendarmes le daban con combas de hierro en las vértebras y en los riñones, que la sangre le salía al hombre por la boca, como sale de un grueso caño el agua, que la vida iba ahuyentándose de ese individuo poco a poco entre gritos desgarradores y lágrimas inútiles… ¡Horror! —Echemos tierra, amigos míos.
         Tales escenas se desarrollaron en presencia del otro individuo para que así confesase la verdad que estaban empeñados en sacarles.
         Se confesó ladrón frente a la amenaza de que iba a correr idéntica suerte que su compañero. Señaló como autor a un caballero Sánchez, quien fue apresado y puesto en libertad inmediatamente por ser falsa la acusación.
         —Las alhajas las tengo en mi casa, en Chepén —dijo para librarse de algún modo.
         —Ajá, ladronazo, bien muerto ha estado el otro bribón.
         Se lo llevaron a Chepén. El hombre fue a su casa a buscar un cofre que en realidad no poseía ni había pensado poseer. Buscó en todos los rincones ansiosamente. Lloraba como un bendito. Imploraba a Dios… y Dios, señores, no puede poner un cofre donde no hay nada…
         Los esbirros que lo acompañaban desenvainaron sus sables y lo cruzaron a planazos.
         El hombre gritaba y maldecía.
         —¡El cofre!… ¡El cofre, so ladrón!… clamaban los esbirros.
         De pronto, vio el individuo un cajoncito debajo de su cama y se lo entregó a la policía. La justicia lo cogió y al ver que solo contenía clavos redobló sus crímenes.
         Señores, al individuo se le arrastró de los cabellos desde su casa hasta la cárcel y de allí a un lugar vasto y solitario que queda detrás del panteón.
         —Te fusilamos o confiesas dónde está el cofre —le maltrataron los esbirros.
         —Pero, padrecitos míos, decía el hombre entre sollozos, como quieren que confiese si yo no he tomado…
Cuatro balazos le abrieron el corazón, por toda respuesta.
         La policía para evadirse de responsabilidades anunció que este sospechoso se había fugado de la cárcel; que el otro, aquel que dejó de existir a consecuencia de las torturas, se había suicidado comiendo cal y, para despistar a los jueces le llenaron, en efecto, la boca de esa “materia”…


El tercer capítulo  

         El viejo, lleno de fatiga, carraspeó y después de una amplia pausa nos dijo:
         La historia no termina aquí, señores. Un año después de los sucesos narrados, cuando el olvido echa sombras, sobre todo, al loco que habitaba en compañía de la familia Vega le dio la ventolera por abrir un hueco en el corral de la casa.
         Tanto interés demostró en hacerlo que la familia le atisbaba con inquietud. Y, señores, ¡la gran sorpresa! Luego de ahondar en la tierra el loco sacó intacto el cofre.
         La familia se apresuró a quitárselo de las manos y a destaparlo: ¡la gran sorpresa! ¡No había desaparecido una sola alhaja! Allí estaban la plata, la esmeralda quiero decir, los brillantes famosos y los rubíes de quiméricos tamaños.


El epílogo  

         Ahora bien, jovencitos, ¿está clara la verdad de esta dolorosa historia? ¿Es o no es una lección? ¿Se ha aprovechado o no se ha aprovechado?
         Señores, esto aconteció en el año del Señor de 1889. Hoy, ¿no es casi igual lo que ocurre? Y en los discursos se dice que progresamos. Esa sí que es pura novela, jovencitos. ¡Que audacia, señores! La audacia general es. El progreso, mentira irrisoria es, señores.
         —Señor, su nombre, le suplicamos.
         —¿Para darlo al público?
         —Sí, señor.
         —Gracias. Los paseos al valle de Ate parece que se oponen a la salú. ¡Jojorojó! ¡Jojorojó! Otra risa estupenda con carraspeo y todo.
         —En todo caso, diga usted que soy Parihisa o una cacatúa cualquiera.
         Previo un apretón de manos nos despedimos de él.
         Nuestro viejo se puso de pie y en compañía del auditorio se fue a tomar un reconfortante.
         En el camino nos gritó:
         —La verdad de la historia la garantizo. Si hubiese alguna responsabilidad, mía es. Yo no soy irresponsable… ¡y que los esbirros tomen el desayuno que les deseo!
         —¡Amén! —le gritamos, riendo de la sangrienta burla.

JUAN CRONIQUEUR


Referencias


  1. Publicado en La Prensa, Lima, 2 de mayo de 1915. ↩︎