2.3. Los reportajes ocasionales

  • José Carlos Mariátegui

Cuando no es con la policía, con los rateros…
Cómo se inician —Cómo reinciden— Cómo llegan a ser los “conocidos rateros’” de los partes policiales diarios…1

 

         Hay una criolla historia rateril con sus ribetes de filosofía.
         Esto no lo sabíamos ni el público ni nosotros. Pero a la ignorancia se le derrumba con razones. El peso de un pensamiento o de una razón puede más muchas veces que el filo de la justicia. Por supuesto, también se trata de la justicia criolla.
         La institución judicial es entre nosotros la más ignorante de las instituciones. No va más allá de sus narices. Y así y todas sus narices deben de ser muy cortas.
         Ha ordenado una batida sin tregua a los “sospechosos”. ¿Quiénes son los “sospechosos”? ¿Cómo se ha dictado esa orden y cómo se cumple?…


Señores, yo no soy ratero…  

         Ayer, un adolescente casi, se acercó a nosotros, sombrero en mano:
         —Señores, yo soy ratero…
         Nos abotonamos rápidamente el saco y pusimos la mirada en el horizonte, buscando, inútilmente, el límite y consuelo, por si acaso lo requería, de un inspector cercano. El inspector se empeñó en que el horizonte estuviese en las nubes.
         Nos inmutamos un poco. Nos apercibimos a la defensa. Abrimos los ojos de par en par, con fiereza.
         El adolescente comprendió que estábamos resueltos a defendernos, personalmente, ya que a la policía no la veíamos ni la hubiéramos visto con anteojo marino.
         —Señores: Ustedes se han equivocado, o, mejor dicho, yo me he equivocado. Fui ratero…
         —¡Y!…
         –Y ya no soy. Actualmente, mi honradez es grande, vivo de mi trabajo; solo conocen mi momento fatal de mala conducta en la intendencia de policía…
         —¿Y?
         —Nos persiguen, señores; nos persiguen los detectives para hacer vanos alardes de sus conocimientos. ¿Es que una vez purgada la falta no puede uno arrepentirse y ser, después del castigo, hombre honrado? Entonces, ¿qué objeto tiene el castigo?…
         Poco, pero bien hablado.
         Venga, usted, le dijimos. Son interesantes sus ideas.
         —Siéntese.
         —Gracias.
         —Hable, usted. Tenga usted un cigarrillo exjóven aficionado…
         —Aficionado, no. Empujado por circunstancias ajenas a mis convicciones; estimulado por la policía (!)…
         —Chst. Hable usted con orden.


Mi primer robo…  

         —Señores, yo era “periodista”…
         —¡Mentira! ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Cómo? ¡Usted es un…!
         —No se alteren, señores: yo vendía periódicos.
         —¡Noble tarea!
         —Las gentes leen poco. La difusión de los periódicos en el Perú no ha llegado a ser tan abundante como en otros países. Debiera venderse, con ser mucho lo que se vende, de poco tiempo a esta parte, por lo menos el doble. Pero saben ustedes, señores, y estas son observaciones mías, Lima es una ciudad de “gorreros”…
         Por un individuo que gasta hay cuatro que aprovechan. Saque usted la cuenta y verá que los “gorreros” están en mayoría.
         —¿Y dónde están esos “gorreros”?
         —Son como Dios. Están en todas partes: en el Parlamento, en las calles, en las peluquerías, en… bueno, en todas partes.
         —Lo mismo ocurre en otros sitios, lo afirmamos nosotros.
         —Ocurre con otras cosas. Con el periódico, no. En otros lugares, el diario es un artículo de primera necesidad. Satisface un apetito —¿está bien dicho?— general. Igual lo compra el señor que lleva campanillas en los caballos de su coche —que de ahí supongo que venga aquello del “señor de campanillas”— que el hortero humilde y el barrendero nocherniego.
         —Se expresa usted bien.
         —Regular no más, señores.
         —Yo sé, porque lo he leído, que en Buenos Aires hay “periodistas”, vendedores de periódicos para no alterarlos, que se han jubilado a expensas de la venta de diarios. Disfrutan de una posición holgada. No han perdido sino la voz.
         —La voz, ¿por qué?
         —De pregonar, señores. Aquí este negocio del periódico recién va siendo regular. Cuando yo tenía ocho años no alcanzaban las ganancias sino para cambiarse un par de calcetines cada seis meses.
         —¡Shits! —estornudamos.
         —¿Que les pasa, señores?
         —¡El recuerdo, amigo!
         Lo miramos a los pies y aspiramos fuerte por si no nos habíamos dado cuenta.
         La situación de nuestro hombre era muy distinta, indudablemente.
         Un detalle de detective legítimo.
         —Permanecí vendiendo periódicos, sin embargo, hasta no hace mucho. De eso vivía. Fumaba “colillas”. Hacía paseos, pero mi situación estaba lejos de ser cómoda.
         He almorzado algunas veces con seis centavos. Un sancochado que quitaba la cabeza. Había que poner un microscopio para encontrar un pedazo de carne…
         Bien. Una tarde fui a una fonda de más fuste, con la misma elegancia natural con que un señor de “leva y tarro” entra en ese establecimiento demasiado limpio que es el hotel Maury. Era mucho más caro el nuevo restaurante. El plato de menos precio valía ocho centavos y el de más alto era doce.
         Una lista que nadie leía. Individuos ya de edad, aunque nomás honrados que nosotros los vendedores, pues que, eso sí, nuestra honradez, señores, es más fuerte que el gobierno con todas sus ametralladoras…
         ¡Luz eléctrica en lugar de kerosene!
         Y era dueño hasta de cuarenta centavos para derrocharlos en una sola comida. Para sacar el periódico del día siguiente dejé en poder de mi compañera, una prima mía, cierta cantidad. ¿Qué ocurrió?… Como tenía muchísima hambre y no vi la lista ni los precios, comí demasiado. Los cuarenta centavos eran insuficientes. Cuando me hicieron la cuenta temblaba como si me hubiera atacado repentinamente de “baile zambito”.
         Un hombre bien vestido puede quedar debiendo: el traje hace en ciertas ocasiones la honradez. Un muchacho mal vestido no puede ser honrado. No había más que un camino: el de la comisaría.
         ¡Ira del destino!
         —¿Y cómo hizo usted para deshacerse de la cuenta?
         —Espérense ustedes. Era una mesa larga. Todos los que comían resultaban mayores que yo. Imposible huir, y, además, no me parecía decoroso. De pronto, el individuo que estaba a mi vera, comprendiendo mis tribulaciones, me dijo que no me mortificara, que él me pagaría la comida. Yo le puse “los cuarenta” a su disposición. El los rechazó sonriendo…
         Insistí yo y él me dijo que no fuera “tonto”… Se empeñó en pagar con tanto ahínco que no tuve más remedio que dejarlo.
         Era un “cholo”. Alto, delgado, nervioso. Simpático, muy simpático, vivo de palabra y de andares. Gracioso. Un gran pañuelo negro sustituía al cuello. La camisa era de Lobitos.
         Tenía una sortija de oro de 9 y 9 quilates en el dedo chico. ¡Buena sortija! Este hombre en vez de gastar en sortija ¿por qué no se comprará cuello y corbata?
         Fue lo único que se me ocurrió pensar.


En el mal camino  

         —Esa noche fue de gran felicidad. Me sobraban “los cuarenta”. El “cholo” me obsequió cigarrillos. Conversó conmigo. Me dijo que yo era listo y que me iba a hacer ganar mucho dinero.
         Fue una protección repentina. Y me acordé de lo que mi madre me repitió en muchas horas de desolación. Hay Dios en la tierra.
         Mi madre, señores, era una santa.
         —No lo dudamos; pero al grano, al grano.
         —Aquel hombre me dio cita para que lo viera a las dos de la tarde del día siguiente en la Plaza de Armas. Se pasaba las tardes en los bancos públicos.
         A la larga fuimos muy amigos.
         Me regaló un vestido que dijo ser de un hermano suyo. Me compró un par de botas en la calle de Trujillo. Mis compañeros de “periodismo” al contemplarme bien trajeado me hacían asco…
         —¡Ah!
         Y un sábado me obsequió el “cholo”, con una cajetilla de cigarrillos, habanos. ¡Habanos!, ¿sabe usted?…
         —¿Qué profesión tenía el “cholo” ese?
         —Me dijo que estaba al servicio de un abogado. Le pagaba muy buen sueldo y lo quería muchísimo.
         Mañana en la noche, me dijo un día, debo hacer un traslado de máquinas de escribir del estudio del doctor a mi cuarto porque hay necesidad de que las reparen. También voy a hacer la reparación de otras de varios doctores amigos de mi patrón. Ahora, es cuando te necesito.
         Esta noche irás a verme en la calle de… a las 9, que mi patrón sale a las ocho y ya no necesita las máquinas, pues mañana es domingo. Yo te esperaré en la esquina.
         Me esperó, en efecto en la calle y a la hora prefijada.


Cómo fui ladrón  

         Una vez en compañía de este individuo que tanto me había protegido y del cual yo no sospechaba en esos momentos absolutamente nada, me ordenó casi:
         —Hombre, vamos para que saques las máquinas. Ya está abierta la puerta. Ahí tienes un coche. Deposítalas en él y embárcate y dile al cochero que te lleve a mi casa. Toma, le pagas un sol y tú quédate con el otro ya guárdame en mi domicilio que yo voy a ver si los otros doctores les han dejado la llave a los porteros para extraer sus máquinas.
         Mientras me decía estas palabras jugaba con un manojo de llaves como para alejar cualquier sospecha.
         Entré, y al cabo de cinco minutos puse dos máquinas de escribir en el coche… ¡y arrea!


En la casa  

         Era una sola habitación estrecha en los altos de una calle sin nombre. El ‘cholo’ tenía la mar de aparatos: desentornilladores, cinceles, martillos, tenazas, etc., etc.
         Al poco rato de haber llegado se presentó el ‘cholo’ en su domicilio. Me manifestó que los otros doctores no les habían dejado las llaves a los porteros. Dándome tres soles más, me dijo que me fuese a dormir y que lo viera el miércoles en la plaza de Armas.
         El miércoles fui a la plaza de Armas. Me llevó a comer a una fonda más que regular. Bebí y fumé y luego me entretuve en una casa de —¿cómo diré?— de puntos suspensivos…
         Quedamos en vernos el sábado próximo a la misma hora en la plaza de Armas.
         —El sábado te puedes ganar más dinero todavía —me declaró.
         —Bueno; bueno, dije yo alegre como unas pascuas. Dejé de vender periódicos.
         Ese otro sábado me mandó a hacer la misma “operación”. Solo que cuando estaba cogiendo una máquina, cayó la policía. Me apresaron. Yo confesé cómo había sido la cosa. No se prestó oídos a lo que afirmaba. Se me trató despiadadamente. El “cholo” había desaparecido de la esquina, en el coche seguramente.
         ¡Perdido! ¡Arruinado! ¡Muerto!


En las siete comisarías  

         —Luego aprehendieron al “cholo”. El “cholo” decía que yo era el ratero, que no me conocía, pero su estampa había quedado en la intendencia. Era, pues, un ratero profesional. Un ladronazo de primera cuenta que conoció la cárcel, inclusive.
         A mí me enviaron a las siete comisarías. Un día en cada una. Sin proporcionarme ni almuerzo ni comida. Sin que se averiguase si yo era un ratero, efectivamente.
         —¿Y cómo no se murió usted de hambre?
         —Sencillamente, porque caían otros presos y con sus dineros mandaban por alimentos. De sus raciones me pasaban algo. Les advierto a ustedes que “eso” da rabia. Les juro que uno después de sufrir castigo tan injusto, sale como estimulado a seguir para merecer entonces tal represión. Le hacen perder la vergüenza a los que la poseen al ponérsele en contacto con criminales, borrachos y asesinos. Se le familiariza a uno con las comisarías.
         —¡Ya lo conocen en todas!
         –¿Qué más da volver a la obra?, se preguntarán algunos…
         Felizmente yo no pensé lo mismo. Me sentía honrado y salí a poner un puesto de periódicos. Ascendí de categoría en mi legítimo oficio. Ahora la paso bien, bastante bien en compañía de mi prima.
         Me ha venido, no obstante, un aviso que ha puesto un poco de intranquilidad en el sosiego de mi negocio: la policía está cogiendo a todos los que han robado alguna vez. Yo estoy considerado en la intendencia como un ratero de verdad…
         ¿Es esto justo, señores? ¿Si mañana me apresaran, señores, “ello” sería lógico? ¿Qué policía es esta?
     Lanzadas las tres preguntas el hombre se paró en seco, solicitando con la mirada y con la actitud nuestro asentimiento.
         —Ni asentimos ni desautorizamos la historia —le dijimos—. Sentaremos en nuestras columnas cuanto usted nos ha dicho. Por lo demás, el mejor crítico y juez es el público.
         Y tú dirás, lector…

 
El de la ventanilla de la crónica


Referencias


  1. Publicado en La Prensa, Lima, 25 de abril de 1915. ↩︎