2.2. El ocaso de una gloria

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Ha sido un hecho cruel, inesperado y penoso. Un hecho de aquellos que no revisten caracteres trágicos, pero que son tal vez más amargos, más lamentables. Es una gloria que termina, una vida que interrumpe el torcedor fatal del destino, una tortura lacerante, profunda, infinita, que empieza; ocaso, desgracia y tortura más dolorosas que la muerte, que es quizás, a veces, un remedio y una consolación.
         El cable nos lo dijo ayer, tras informarnos día a día del penoso proceso de este ocaso.
     Sarah Bernard ha llegado al término de su carrera artística tristemente, dolorosamente. Un accidente, producido sobre la escena, sobre el tinglado familiar y querido, postró a la artista y la condujo a una clínica, donde la sierra fría y luciente de un cirujano le ha amputado una pierna.
         Y la artista admirada, célebre, triunfal, que oyera durante más de cincuenta años las ovaciones y los clamores de aplauso de innumerables públicos, ha quedado enferma y triste, viendo cómo se apagan todas las luces que antes alumbraran su existencia, y cómo se alejan poco a poco de su alrededor todas las gentes que hasta ayer se disputaban el honor de su trato.
         Su coquetería de mujer sufrirá grandemente con esta desgracia que la invalida, que la postra para siempre y que la hace sentirse vieja, vencida y fea. Y tal vez, en un rasgo de los más femeninos, llora que el accidente no la derribara en su juventud, en pleno florecimiento de sus triunfos y que los bisturíes de los cirujanos no hubiesen herido la carne fresca y perfumada de entonces en vez de la senil y pobre de ahora. Último rasgo de coquetería que la imaginación fantaseadora del cronista concibe.
         Por su mente desfilará una angustiadora procesión de recuerdos, recuerdos hermosos de su carrera triunfal de artista mimada, de sus aventuras de heroína caprichosa y extravagante, de sus inquietudes y refinamientos de mujer inteligente y genial.
         Hace más de medio siglo que esta viejecita, que ha querido ser siempre joven y que nunca han abatido las miserias de la vida, llegaba a la aurora de su gloria. Lozana, sugestiva, vibrante, su nombre alcanzaba el más elevado puesto en la escena francesa. Era la intérprete insuperable de los mejores dramas, la creadora exquisita de los más complejos roles. En su temperamento delicado y nervioso de francesa, se dejaba sentir la influencia inmortal, el cálido grito de su sangre hebrea.
         Y fue un camino de éxitos y satisfacciones el suyo. La celebridad propicia el amor, y Sarah Bernard recibía el homenaje de admiración de artistas, poetas y dramaturgos triunfantes. Un día se casaba con un burgués adinerado, que prestó a su nombre bíblico la simpática eufonía de su apellido francés, y otro día lo dejaba por encontrarlo tal vez demasiado vulgar, demasiado bueno o demasiado enamorado, que para el caso sería defecto igual. Esta unión, que era tan solo un accidente en la vida de la actriz, dejaba un niño, Maurice Bernard, que más tarde pasear a sus extravagancias y sus locuras artísticas por todos los centros de moda de la Ville Lumière.
         Otro día Sarah viajaba por América con fausto de princesa oriental y hacía alto en este apartado rinconcito que es Lima, en cuya vida monótona y pobre puso su estadía un paréntesis de arte excelso. Y en esta gira por el nuevo mundo ganaba, junto con nuevos laureles, algunos millones que sus manos arrojaban dispendiosas para mantener su exquisito boato.
         Otro día alarmaba a todo Nueva York, viajando con una domesticada tigresa, que se regalaba voluptuosamente recostada a los pies de su ama gentil.
         Otro día otorgaba sus favores a Jean Richepin, enamorada de su talento, y vinculaba su nombre y su celebridad al nombre y la celebridad del poeta.
         Así, rara, inquieta, excéntrica, transcurrían los días de su mayor auge. Sarah no envejecía. Ágil como un felino, fresca como si aún conservase su cuerpo aromas de juventud, fuerte, vigorosa, era la misma Sarah admirada y triunfal, y pasaban por ella los años sin marchitar sus laureles y sin ajar su lozanía.
         La ancianidad de la artista genial se elevaba sobre el más alto pedestal de gloria. Y era siempre la admirada, la engreída, la triunfadora. Oscar Wilde escribía para ella ese admirable poema trágico de “Salomé” y Sarah ponía en su interpretación de la bailarina bíblica todo el fuego de su temperamento artístico, se encendían en sus labios vibrantes sensualidades de hebrea y besando furiosa la cabeza ensangrentada de Yo Kanaan, realizaba el prodigio de lascivia que la imaginación enfermiza del gran poeta inglés soñara.
         Uno de sus últimos éxitos más notables fue el de L’Aiglon, que Edmundo de Rostand escribiera para ella. La prensa recordó entonces que Sarah, “la divina Sarah”, había cumplido sesenta años. Sexagenaria y todo, supo caracterizar a un muchacho de dieciocho años e hizo sentir al público las ondas amarguras y desvelos del infortunado “aguilucho”, cuya vida se agostara en la atmósfera de intrigas, que le rodearan los cortesanos de Metternich y al influjo del nostálgico recuerdo de las glorias militares de su padre.
         Y no solo en la escena el temperamento artístico de Sarah alcanzaba sus brillantes manifestaciones. Amante de las artes plásticas, cultivaba la escultura y supo poner una maravilla de expresión en el busto de Victoriano Sardou, que sus manos modelaron como gentil recuerdo a la memoria del literato que le consagrara casi toda su obra dramática.
         Hoy llega, repetimos, al ocaso de su gloria. Es para ella un instante doloroso, en que la abrumará la vida con el recuerdo glorioso de su pasado y la angustia lacerante de su presente. Pero más hondamente penosa le será aún la contemplación de sus días por venir. Sola, triste, olvidada, la ancianidad será más dolorosa para ella que para cualquiera otra mujer que nunca saboreó los halagos de la gloria y la celebridad. Y es que el triunfo, la gloria de los artistas de la escena, de los que no dejan testimonio permanente de su genio, viven casi tan solo lo que dura su paso por el tablado. No son el triunfo ni la gloria del escritor, del poeta, del pintor, que dejan en sus libros, en sus versos, en sus lienzos, muestra eterna. La gloria de Sarah Bernard tendrá solo en adelante vida de recuerdo. El olvido hará su obra lentamente, inevitablemente. Por eso, cuantos sienten y comprenden todo el dolor de esta tragedia cruel, dedicarán a la memoria de la gran actriz, un póstumo homenaje a su arte divino, que hace un cuarto de siglo aromó la tristeza del vivir limeño.


Referencias


  1. Publicado en La Prensa, Lima, 24 de febrero de 1915. ↩︎