2.1. El año universitario

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Al expirar cada año universitario, cabe enunciar, desde hace mucho, la esperanza de que el siguiente vea surgir de la bruma misteriosa de las horas que vienen, los días felices en que se comience a poner las bases de la reforma de nuestro viejo y querido instituto de enseñanza superior. La reforma de su organización, la reforma de sus métodos, la reforma de la ciencia misma que hoy propala, la reforma—que en este caso es la renovación y selección— de su personal docente y hasta la reforma misma de los ideales que casi pudieran llamarse —en amarga paradoja— los intereses sin alas de ensueño que hoy preocupan el espíritu de la juventud; el momento redentor, en una palabra, en que se encienda la pira incineradora de vicios y de daños, que deben sacrificarse en homenaje a la mente y al corazón.
         Nada puede decirse de entusiasta, de esperanzador, de grato, sobre el año universitario que expira. La pluma no se estremece al acorde de ninguna sincera ilusión revivida, ni las ideas quieren tener contornos epitafiales para decir el elogio del año que se va. Trágico, vergonzoso, indigno en la vida política es tan solo un año opaco y lamentable en la vida universitaria, que solo se ha distinguido por una tendencia peligrosa a hacer de la Universidad un dominio de política sectaria, interesada e ilegal. Y por una apatía moralmente delictuosa de los estudiantes hacia el único centro de su comunidad estudiantil, que —aunque por culpa de ellos mismos— está mohoso y sin brillo, es el único broche que aún sostiene a la vida, las banderas en derrota de los vibrantes ideales que otrora tuvieran coloridos de pujanzas y glorias.
         No es el frasear irónico de un pesimismo injustificado; no es el reflejo de ningún prejuicio; no significa la expresión de ninguna idea lógicamente preconcebida, porque si estas dijéramos, sí que pondríamos marcos negros al cuadro.
         Es única y sencillamente el correr del velo que oculta un espejo en el cual la verdad de la vida universitaria puede verse cara a cara y sin dudas.
         Convendremos, con todos sus detractores, en que el Centro Universitario no llena ninguna de sus finalidades fundamentales, ni accesorias; pero haremos una interrogación que reclama respuesta: ¿cómo puede llenarlas?
         ¿Quiénes lo han abandonado, dejando que su local cambie de centro intelectual en centro de otro carácter?
         ¿Quiénes se regocijaron cuando se instaló modesta pero correctamente su biblioteca y no volvieron nunca más a ella en demanda de un libro? ¿Quiénes reclaman, vociferan, protestan, exigen, del Centro Universitario y se niegan a abonar un sol mensual para su sostenimiento? ¿Quiénes piden la revista de la institución y no colaboran en ella, ni con su esfuerzo intelectual, ni siquiera con el importe de un número?
         ¿No somos por ventura todos? Dedúzcanse, por tanto, consecuencias y deslíndense responsabilidades. Allí está el Centro Universitario, obteniendo sacrificios inconmensurables, devociones enormes, de los espíritus generosos que han tenido la ingenuidad de echarse sobre los hombros una tan ruda faena, para recoger censuras y desengaños, para romper las alas de su ilusión contra la argamasa de todos los indiferentismos: para sostener, quizás hoy, quizás mañana, el cadáver de ese cuerpo que ya está en putrefacción y manchar no solo su vida estudiantil con las secreciones del muerto, sino su tranquilidad con los reproches aunados de Arlequín y de Pacheco.
         ¿Vale todo eso un esfuerzo vigoroso e iluso? ¿Dónde están, cuáles son las frases, tajantes o suaves, hirientes o suplicantes, con sedosidades de guante o con chasquidos de látigo, petitorias o autoritarias, rectas o quebradas, sumisas o altaneras, que es preciso usar para llegar al alma de nuestra juventud indiferente y hacer que de ella brote en un supremo arranque de primavera y de vida, de verdad y de arrogancia, la voluntad imperiosa de seguir otra senda?
         Bien muerto está el año universitario vencido. Sobre su tumba no cabe ningún amable epitafio y es grande favor el que se le hace si se suprime en ella la inscripción sepulcral. No diremos que “en su memoria pueda elevarse la estatua de un pensador con las manos en los bolsillos”, pero sí la de un pensador que no pensara en nada y que usara, siquiera de vez en vez, escarpines…
¿Cuándo surgirá al recuerdo de un año universitario vencido, la imagen de la primavera coronada de laureles y con la diestra sobre el corazón?


JUAN CRONIQUEUR


Referencias


  1. Publicado en La Prensa, Lima, 8 de enero de 1915. ↩︎