2.3. París de duelo
- José Carlos Mariátegui
1Un gran incendio ha destruido el Moulin Rouge”. Son las solas palabras en que el cable nos cuenta la destrucción del fantástico centro de fiesta y de placeres de la Ville Lumière. Nada se nos dice de las circunstancias en que se produjera la catástrofe, nada de la impresión que ha causado en París, nada del duelo que aflige a todos los bon viveurs y a todas las cocottes de la gran metrópoli.
Y es que esa única y lacónica noticia dice casi todo lo que precisa saber y sugiere casi todo lo que puede haberse realizado.
La casa de la alegría, la aladinesca mansión que era emporio del amor y del champán ahí hermanados, no existe ya. Un hacinamiento de escombros dice el lugar donde la población elegante de París y los paseantes del mundo entero agotaran el vino rubio de las vegas que fertiliza hoy la sangre de miles de soldados y se embriagaran de alegría, de luces y de alocadas y reidoras armonías.
Fue quizá de noche, en una noche clamorosa y orgiástica, en que el alma del París nocturno y divertido se estremecía en una convulsión de placer, cuando prendió el incendio destructor.
Las llamas penetraron asfixiantes a los salones llenos de luz y de colores y espantaron a las parejas que danzaban siguiendo voluptuosas las fugas y los ritornellos del país cadencioso y del tango rítmico. Y de las manos ensortijadas de los trasnochadores y de las manos leves de las cocottes se escaparían las copas cien veces besadas para hacerse añicos en el suelo e inundar el Moulin Rouge con una caprichosa carcajada de cristal. Habría sido el fin más hermoso y pintoresco del alegre restorán. Fin un poco poético, como gustara a los que como el cronista tienen un sentimentalismo irreductible que tan rotundos desprecian los hombres positivos, los hombres utilitarios que saben estar con el siglo. Fin de orgía sardanapalesca, trágico y violento, que habría dicho a los que practican la sana y fácil filosofía del placer, los dolores, las amarguras, las angustias que ponen un rumor de lamentación y de queja en el silencio de las noches calladas y que no llegan a los centros mundanos donde vibra el torbellino de quienes se divierten.
Pero, si así no ha ocurrido el fin del Moulin Rouge. Si la ironía de las cosas humanas lo ha hecho vulgar, grotesco. Si ha sido a una hora cualquiera silenciosa en que la casa de la alegría se reparaba de su trasnochada. Si ha sido cuando la luz del día opacaba y empobrecía las cristalerías multicolores y deslumbrantes. Si ha sido cuando la ciudad estaba llena de bullicio y se agitaba entre un clamor de trabajo y de vida. Si ha sido un descuido de cocina, un mísero y ridículo descuido. Si ha sido un fin vulgar, prosaico, torpe, cabe decir que el Moulin Rouge ha muerto triste y miserablemente. La que fuera mansión de locas alegrías, solo podía acabar en medio del desenfreno báquico de una fiesta pagana.
El Moulin Rouge tenía un prestigio mundial. Su nombre era conocido en todas partes, popularizado como estaba por operetas y pochades que fingían sus escenas bajo el amparo de las aspas luminosas del nuevo y simbólico molino del placer. Y sobre todo en América, donde lo rodeara del más extravagante prestigio la rastacuerismo criollo, la rastacuerismo que en París conoce todos los centros de diversión y se olvida del Louvre y de todos los santuarios del arte, ese nombre raro y sugestivo era dicho con devota satisfacción.
En París era quien sabe el símbolo de eso que podríamos llamar la religión del placer. Religión de todos los que piensan tal vez no sin razón que la vida se ha hecho para gozarla, de todos los que ahogan en un vórtice de alegría penas y amarguras, de todos los que consagran su existencia al culto del vino y del amor. Y que es al mismo tiempo religión que afianzan los pesimismos e inquietudes contemporáneas y que tiene la más extravagante y faustosa de las liturgias. El Moulin Rouge era, repetimos, el símbolo de este nuevo culto, en medio de cuyas risueñas manifestaciones se siente, se advierte, un fondo de tristeza, de melancolía y de desconsuelo.
París, que ante la gran tragedia de la guerra y del dolor que lo aflige intensamente, sabe ser fuerte, espiritual, regocijado y conservar su máscara luminosa de alegría, tiene que lamentar la destrucción de su viejo Moulin. Sobre sus ruinas se alzará quién sabe uno nuevo más suntuoso, más rico, más decorativo. Pero no será nunca el mismo. Los antiguos e impenitentes habitués no le hallarán igual, y extrañarán el otro, el destruido inesperadamente por un incendio intruso y que prendió todo en una roja y gigantesca llamarada en la cual quemara como en un místico incensario la esencia de sus voluptuosidades. El Moulin Rouge no existe. París está de duelo.
Y es que esa única y lacónica noticia dice casi todo lo que precisa saber y sugiere casi todo lo que puede haberse realizado.
La casa de la alegría, la aladinesca mansión que era emporio del amor y del champán ahí hermanados, no existe ya. Un hacinamiento de escombros dice el lugar donde la población elegante de París y los paseantes del mundo entero agotaran el vino rubio de las vegas que fertiliza hoy la sangre de miles de soldados y se embriagaran de alegría, de luces y de alocadas y reidoras armonías.
Fue quizá de noche, en una noche clamorosa y orgiástica, en que el alma del París nocturno y divertido se estremecía en una convulsión de placer, cuando prendió el incendio destructor.
Las llamas penetraron asfixiantes a los salones llenos de luz y de colores y espantaron a las parejas que danzaban siguiendo voluptuosas las fugas y los ritornellos del país cadencioso y del tango rítmico. Y de las manos ensortijadas de los trasnochadores y de las manos leves de las cocottes se escaparían las copas cien veces besadas para hacerse añicos en el suelo e inundar el Moulin Rouge con una caprichosa carcajada de cristal. Habría sido el fin más hermoso y pintoresco del alegre restorán. Fin un poco poético, como gustara a los que como el cronista tienen un sentimentalismo irreductible que tan rotundos desprecian los hombres positivos, los hombres utilitarios que saben estar con el siglo. Fin de orgía sardanapalesca, trágico y violento, que habría dicho a los que practican la sana y fácil filosofía del placer, los dolores, las amarguras, las angustias que ponen un rumor de lamentación y de queja en el silencio de las noches calladas y que no llegan a los centros mundanos donde vibra el torbellino de quienes se divierten.
Pero, si así no ha ocurrido el fin del Moulin Rouge. Si la ironía de las cosas humanas lo ha hecho vulgar, grotesco. Si ha sido a una hora cualquiera silenciosa en que la casa de la alegría se reparaba de su trasnochada. Si ha sido cuando la luz del día opacaba y empobrecía las cristalerías multicolores y deslumbrantes. Si ha sido cuando la ciudad estaba llena de bullicio y se agitaba entre un clamor de trabajo y de vida. Si ha sido un descuido de cocina, un mísero y ridículo descuido. Si ha sido un fin vulgar, prosaico, torpe, cabe decir que el Moulin Rouge ha muerto triste y miserablemente. La que fuera mansión de locas alegrías, solo podía acabar en medio del desenfreno báquico de una fiesta pagana.
El Moulin Rouge tenía un prestigio mundial. Su nombre era conocido en todas partes, popularizado como estaba por operetas y pochades que fingían sus escenas bajo el amparo de las aspas luminosas del nuevo y simbólico molino del placer. Y sobre todo en América, donde lo rodeara del más extravagante prestigio la rastacuerismo criollo, la rastacuerismo que en París conoce todos los centros de diversión y se olvida del Louvre y de todos los santuarios del arte, ese nombre raro y sugestivo era dicho con devota satisfacción.
En París era quien sabe el símbolo de eso que podríamos llamar la religión del placer. Religión de todos los que piensan tal vez no sin razón que la vida se ha hecho para gozarla, de todos los que ahogan en un vórtice de alegría penas y amarguras, de todos los que consagran su existencia al culto del vino y del amor. Y que es al mismo tiempo religión que afianzan los pesimismos e inquietudes contemporáneas y que tiene la más extravagante y faustosa de las liturgias. El Moulin Rouge era, repetimos, el símbolo de este nuevo culto, en medio de cuyas risueñas manifestaciones se siente, se advierte, un fondo de tristeza, de melancolía y de desconsuelo.
París, que ante la gran tragedia de la guerra y del dolor que lo aflige intensamente, sabe ser fuerte, espiritual, regocijado y conservar su máscara luminosa de alegría, tiene que lamentar la destrucción de su viejo Moulin. Sobre sus ruinas se alzará quién sabe uno nuevo más suntuoso, más rico, más decorativo. Pero no será nunca el mismo. Los antiguos e impenitentes habitués no le hallarán igual, y extrañarán el otro, el destruido inesperadamente por un incendio intruso y que prendió todo en una roja y gigantesca llamarada en la cual quemara como en un místico incensario la esencia de sus voluptuosidades. El Moulin Rouge no existe. París está de duelo.
JUAN CRONIQUEUR
Referencias
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Publicado en La Prensa, Lima, 1 de marzo de 1915. ↩︎
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