2.23. Las mujeres pacifistas
- José Carlos Mariátegui
1El cable ha venido noticiándonos día a día del proceso de ese solemne congreso femenino de la paz reunido actualmente en La Haya.
Varias decenas de señoras maduras, vehementes y pertinaces discuten allí los medios que pueden poner en práctica las mujeres para conseguir el fin de esta fantástica y cruenta tragedia de la guerra europea que en todos los espíritus despierta un sentimiento de dolor y desconsuelo. Y con motivo de discusión tan enmarañada dan rienda suelta a su afán declamatorio y divagan sesudamente en torno de proyectos que acaso significarán concurso a la obra santa de la paz.
Dije ya, en circunstancia que no recuerdo bien, mi aversión por este feminismo dogmático y petulante que tiene su más antipática pretensión en el derecho al voto y su más grosera representación en la turbulencia impertérrita de las sufragistas inglesas. Yo no concibo a la mujer abandonando el ritmo encantado de su vida quieta y tornándose vocinglera, correcalles y exaltada como uno de nuestros capituleros criollos. Es tanta mi devoción por la armonía, por la gracia de sus actitudes, que la prefiero cien veces frívola y loca que, adoptando el ademán hierático y doctoral de la mujer letrada, abstraída en la contemplación de tremendos problemas científicos. Y dicho esto, piense el lector cómo he de detestar a esas marimachas desgreñadas, empeñadas en la conquista de un derecho tan prosaico y vulgar como el voto. A todas las sufragistas me las imagino nurses histéricas, a cuyos oídos ninguna voz caritativa deshojó jamás la flor de un requiebro.
Sin que pretenda desconocer la generosidad de los ideales de paz que inspiran tal actitud de las feministas en esta hora trágica que pone el más triste paréntesis de horror en la historia del mundo, perdonad que no sepa admirarla y que os lo confiese con toda tranquilidad y sin remordimiento. Respeto tan solo la nobleza del ideal que congrega en la misma ciudad a cuyo amparo florecieran tantas quimeras de internacionalismo y paz universal, a mujeres de diversas naciones del mundo anhelosas de conseguir un medio que haga posible la cesación de la guerra presente.
Eso en cuanto al espíritu mismo que informa la actitud, que, en cuanto a su eficacia, soy más rotundo y debo declarar que me parece asombrosa la ingenuidad de las ilusas pacifistas que creen posible dejar oír su voz de admonición en estos momentos en que llena los ámbitos del mundo el clamor de la batalla. Es al mismo tiempo, lo que tiene de más hermoso y simpático este gesto. La sinceridad altruista que lo inspira y que refleja en el candor a que acabo de referirme. Todo generoso idealismo, impone reverencia. Y los románticos enamorados de una quimera, más vehementes en su aspiración cuanto más inaccesible es, mueven a admiración.
La esterilidad del empeño no hace menos noble y loable el anhelo que lo vivifica. Será siempre muy bella la actitud de los predicadores en el desierto, de los apóstoles de ideas novadoras, de los cultores de un intangible ideal. Jaurès, invocando los sentimientos de humanidad de su pueblo para conjurar la guerra, no es menos admirable porque su invocación cayó en el vacío y no repercutió siquiera entre sus discípulos que fueron los primeros en renegar de sus quiméricas doctrinas de internacionalismo.
Y es solo lo sublime y quijotesco del empeño lo que lo salva del ridículo, a juicio mío. Por la generosidad de su ideal, vale la pena exculpar a las amables congresistas su afán declamatorio y dogmático. Su chifladura es noble y esto la libra de toda ironía y de todo sarcasmo. Sin embargo, no nos va a hacer admirar su actitud, que por fuerza de tantas razones respetamos tan solo.
A nuestros ojos, visionarios o no, al lado de las de estas mujeres pacifistas, crecen a gran altura las figuras de las heroínas de la cruz roja, que realizan la más abnegada, la más divina misión de humanidad en la guerra terrible. Más humildes, más calladas que las feministas, van a los hospitales de sangre y ponen la nota poética de sus tocas blancas en la angustiosa quietud de las ambulancias. Consolatrices divinas de los heridos, confidentes de los moribundos ejercen un sacerdocio de bien y de bondad, que las sublimiza. Ellas llenan un cometido práctico, utilitario y a la vez infinitamente poético. Su abnegación, su grandeza nos hacen reverenciar a la mujer como no alcanzarán nunca a lograrlo las congresistas de La Haya, en cuyos cónclaves una voz ha gritado histérica: “¡Que nos devuelvan nuestros hombres!”
Podrá tener el significado sentimental de que guste esta frase, pero yo quiero interpretarla como un grito del sexo.
Varias decenas de señoras maduras, vehementes y pertinaces discuten allí los medios que pueden poner en práctica las mujeres para conseguir el fin de esta fantástica y cruenta tragedia de la guerra europea que en todos los espíritus despierta un sentimiento de dolor y desconsuelo. Y con motivo de discusión tan enmarañada dan rienda suelta a su afán declamatorio y divagan sesudamente en torno de proyectos que acaso significarán concurso a la obra santa de la paz.
Dije ya, en circunstancia que no recuerdo bien, mi aversión por este feminismo dogmático y petulante que tiene su más antipática pretensión en el derecho al voto y su más grosera representación en la turbulencia impertérrita de las sufragistas inglesas. Yo no concibo a la mujer abandonando el ritmo encantado de su vida quieta y tornándose vocinglera, correcalles y exaltada como uno de nuestros capituleros criollos. Es tanta mi devoción por la armonía, por la gracia de sus actitudes, que la prefiero cien veces frívola y loca que, adoptando el ademán hierático y doctoral de la mujer letrada, abstraída en la contemplación de tremendos problemas científicos. Y dicho esto, piense el lector cómo he de detestar a esas marimachas desgreñadas, empeñadas en la conquista de un derecho tan prosaico y vulgar como el voto. A todas las sufragistas me las imagino nurses histéricas, a cuyos oídos ninguna voz caritativa deshojó jamás la flor de un requiebro.
Sin que pretenda desconocer la generosidad de los ideales de paz que inspiran tal actitud de las feministas en esta hora trágica que pone el más triste paréntesis de horror en la historia del mundo, perdonad que no sepa admirarla y que os lo confiese con toda tranquilidad y sin remordimiento. Respeto tan solo la nobleza del ideal que congrega en la misma ciudad a cuyo amparo florecieran tantas quimeras de internacionalismo y paz universal, a mujeres de diversas naciones del mundo anhelosas de conseguir un medio que haga posible la cesación de la guerra presente.
Eso en cuanto al espíritu mismo que informa la actitud, que, en cuanto a su eficacia, soy más rotundo y debo declarar que me parece asombrosa la ingenuidad de las ilusas pacifistas que creen posible dejar oír su voz de admonición en estos momentos en que llena los ámbitos del mundo el clamor de la batalla. Es al mismo tiempo, lo que tiene de más hermoso y simpático este gesto. La sinceridad altruista que lo inspira y que refleja en el candor a que acabo de referirme. Todo generoso idealismo, impone reverencia. Y los románticos enamorados de una quimera, más vehementes en su aspiración cuanto más inaccesible es, mueven a admiración.
La esterilidad del empeño no hace menos noble y loable el anhelo que lo vivifica. Será siempre muy bella la actitud de los predicadores en el desierto, de los apóstoles de ideas novadoras, de los cultores de un intangible ideal. Jaurès, invocando los sentimientos de humanidad de su pueblo para conjurar la guerra, no es menos admirable porque su invocación cayó en el vacío y no repercutió siquiera entre sus discípulos que fueron los primeros en renegar de sus quiméricas doctrinas de internacionalismo.
Y es solo lo sublime y quijotesco del empeño lo que lo salva del ridículo, a juicio mío. Por la generosidad de su ideal, vale la pena exculpar a las amables congresistas su afán declamatorio y dogmático. Su chifladura es noble y esto la libra de toda ironía y de todo sarcasmo. Sin embargo, no nos va a hacer admirar su actitud, que por fuerza de tantas razones respetamos tan solo.
A nuestros ojos, visionarios o no, al lado de las de estas mujeres pacifistas, crecen a gran altura las figuras de las heroínas de la cruz roja, que realizan la más abnegada, la más divina misión de humanidad en la guerra terrible. Más humildes, más calladas que las feministas, van a los hospitales de sangre y ponen la nota poética de sus tocas blancas en la angustiosa quietud de las ambulancias. Consolatrices divinas de los heridos, confidentes de los moribundos ejercen un sacerdocio de bien y de bondad, que las sublimiza. Ellas llenan un cometido práctico, utilitario y a la vez infinitamente poético. Su abnegación, su grandeza nos hacen reverenciar a la mujer como no alcanzarán nunca a lograrlo las congresistas de La Haya, en cuyos cónclaves una voz ha gritado histérica: “¡Que nos devuelvan nuestros hombres!”
Podrá tener el significado sentimental de que guste esta frase, pero yo quiero interpretarla como un grito del sexo.
JUAN CRONIQUEUR
Referencias
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Publicado en La Prensa, Lima, 2 de mayo de 1915. ↩︎