2.22. La inquisición de Ate

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Yo no quiero saber si esos vergonzosos procedimientos de tortura, hechos instrumento de investigación por la policía preventiva, van a quedar impunes y si va a aumentarse con una indiferencia cómplice la magnitud del delito. Yo no quiero saber si los responsables de esa bárbara regresión, de ese tormento inquisitorial y crispante van a merecer un castigo severo, una sanción ejemplarizadora. Por honor de mi país, al cual por uno de esos arraigados sentimentalismos que en mí laten aún, a pesar mío en veces, amo fervientemente, creo que la acción de la justicia, en camino ya, se abrirá paso y los autores de este método inverosímil, que os ha espeluznado a todos, serán penados por las leyes y confundidos por la execración pública.
         Pero, me asusta, me abruma la idea de que la denuncia de hecho tan salvaje, acogida por la prensa local, y censurada con mesura, pero sin vacilación, no despierte en este pueblo un sentimiento de protesta, de condenación, que se cristalice y se trasunte en una actitud viril y altiva.
         Y es por esto que quisiera aprisionar en dos párrafos elocuentes y cálidos toda la indignación que en mí despierta este bochorno y dar el primer jalón en el sentido de que esa indignación que en todas partes palpita, no se deje escuchar únicamente en el comentario estéril de las calles y de los salones y se manifieste en forma rotunda, clamorosa, en un gran grito de protesta que diga cómo, en este pueblo, laten virilidades y altiveces perennes y acalle el murmullo hipócrita de quienes tratan de atenuar el crimen y exculpar a alguno de los responsables.
         Apenas es posible pasear la mirada por las informaciones, en las cuales se acusa a esa legión de corchetes estultos que es el personal de investigación, apenas es posible evocarlas escenas macabras y crueles que han tenido por teatro una mazmorra vecina del cementerio, sin que un calofrío de repugnancia y de cólera nos recorra los nervios y nos llene de vergüenza.
         Yo reconstruyo en mi imaginación esas escenas horribles que hablan de este girón de barbarie y oscurantismo que nos lega nuestro pasado de criollos fanáticos e inquisidores y que descubre una asquerosa lacería disfrazada por la capa de cultura y de renovación con que nos engañamos. Y en la penumbra de un antro, oliente a sangre, a crimen y a miseria, veo a los sayones de esta inquisición nueva herir los cuerpos desnudos de sus víctimas maniatadas. Los verdugos interrogan feroces, ávidos y ante los lamentos de los martirizados que se contorsionan, que se lamentan, que maldicen, sonríen fríamente, cínicamente, bárbaramente. El planto desgarrador de los delincuentes presuntos o reales, pero seres humanos al fin, por monstruosos que fueran los delitos que mancharan con un baldón de ignominia su dignidad de hombres, vibra en el silencio de la noche callada que envuelve en un manto de complicidad y de misterio la trágica visión. El eco de esta voz de lamento y de imprecación se pierde en la quietud sonora del paraje y turba sacrílego la tranquilidad del camposanto. Y, ante la pena de los torturados, comienza a aplicarse el martirio inverosímil de los “palillos” que harán crujir los dedos y esparcirán el dolor por todas las vértebras, del “cepo ballesteros” que aprisionará las extremidades y sujetará contorsionados y convulsos los cuerpos de las víctimas y las privará, exhaustas, vencidas por el martirio. La humillación del castigo, bastaría para ocasionar en un hombre digno tal congestión de cólera impotente que le quitaría la vida. Y para los delincuentes avezados, el dolor físico, el horrible dolor que dibuja una mueca angustiosa en sus semblantes contraídos y que no basta, sin embargo, para atenuar la crueldad de los verdugos. Luego, los agentes que ahí mismo, satisfechos de la confesión arrancada entre estremecimientos de agonía, se beben un trago que anestesiará con alcohol la primera pulsación de arrepentimiento que vibre en sus conciencias dudosas. Y las víctimas, abandonadas, solas, desmayadas, que quedarán debatiéndose en el fondo de los calabozos lóbregos, escuchando cómo se apaga el rumor de la ronda de inquisidores que se aleja chanceando.
         Y si a la contemplación de esta vergüenza, si a la vista de este rezago de barbarie, si ante procedimientos así crueles, así inhumanos, al lado de los cuales las atrocidades de la guerra actual trazan un paralelo de horror, la indignación de este pueblo no adquiere forma tangible, categórica, vibrante, se podrá decir, sin pecar de exagerado, que este es un pueblo muerto, que este es un pueblo inerte, de vitalidad epidérmica pues que dentro de él no palpitan las virilidades que en otros son fe de vida y testimonio de ideal.
         Pensemos que el relato de estos salvajismos no va a quedar dentro de nosotros. Llevará al extranjero el eco de nuestras miserias. Y el escándalo que se produzca, cuando aún el olvido no se ha hecho en torno de las, al lado de esta, pálidas denuncias de los crímenes del Putumayo, pregonará cómo en el Perú el tormento, la tortura, son instrumento de investigación con patente oficial. Es por eso preciso que, a renglón seguido del relato de estas vergüenzas, se refiera cómo ante ellas este pueblo no ha permanecido indolente y se ha erguido en arrogante gesto de multitud consciente.
         No nos hagamos el poco honor de suponernos contemporizando con el delito. El anatema que brotaba ayer de todos los labios para los inquisitoriales métodos, presta la seguridad de que la actitud de este pueblo sabrá ser digna. Lo he leído en los sentires que a mí han alcanzado en todas partes y que quiero interpretar en un franco llamamiento a la juventud cuyos ideales y cuyas altiveces la destinan a encauzar estos anhelos.
         Ha sido un vergonzoso jirón de barbarie que se asilaba en el apartamiento urbano de una comisaría rural y en la brutalidad de unos pocos hombres con alma de inquisidores. Execrémoslo con todas nuestras energías. ¡No se diga que este latigazo de ignominia, no nos ha sonrojado la piel y no ha despertado en nosotros un estremecimiento viril de dignidad!

JUAN CRONIQUEUR


Referencias


  1. Publicado en La Prensa, Lima, 2 de mayo de 1915.
    Y en Páginas Literarias, seleccionadas por Edmundo Cornejo Ubillús, 3.ra ed., Lima, 1985, pp. 151-155. ↩︎