2.18. La nostalgia de Huerta
- José Carlos Mariátegui
1El nombre del exdictador de México, que cayera en casi absoluto olvido después de haber culminado la celebridad en una apoteosis de sangre, ha vuelto a sonar en las vibraciones del cable y ha tenido nuevamente la virtud de despertar inquietudes ante la hoy enigmática amenaza de los propósitos que alienta el viejo tirano.
La figura bizarra de Huerta llegó a su eclipse no hace aún año, cuando al influjo de una rebelión largo un tiempo reprimido y escuchando las solicitaciones de una situación angustiosa más que abatido en sus energías y en sus virilidades, el dictador abandonó la patria convulsionada hasta el presente e hizo voluntaria dejación del gobierno que ejerciera en medio del más tormentoso desquiciamiento.
Desde entonces Huerta fue apenas un oscuro, un desconocido burgués que viajaba. Un barco lo llevó a España. En un principio, el eco de su efímera fama, le rodeó de una aureola de popularidad. Los periodistas le asediaron y quisieron a todo trance saber lo que pensaba. Huerta dijo solo que no quería nada, que no proyectaba nada, que no opinaba nada. Quería vivir tranquilo, tras de tan agitado torbellino de inquietudes y turbaciones. Quería aletargarse en una sedante placidez de olvido. Pero los periodistas fueron implacables, inmisericordes y le exigieron una opinión cualquiera. ¿Qué pensaba Huerta de la guerra europea? El exdictador sonreiría con ese su gesto felino, ante la pertinacia de los periodistas y dijo que le parecía que Europa se había vuelto loca.
Luego el olvido fue completo. La popularidad de estos personajes, de estos grandes actores de los dramas grandes es siempre la que quieren darle los periodistas. Son los periodistas los orientadores mágicos del público y basta que prestigien con sus interrogatorios a un hombre, para que la celebridad le haga un guiño. Ellos erigen un día un fetiche, para derribarlo al siguiente. Se dirían las suyas coqueterías de mujer bonita que juegan a capricho con los hombres y con las cosas.
Huerta fue otra vez un anónimo y feliz mortal que tenía a mano todas las vulgares y apacibles satisfacciones de los buenos burgueses. Hasta la víspera, su carácter, su audacia le habían hecho amo de un pueblo. Después de una tragedia tremenda, después de espantosas escenas de sangre y de crimen, se encumbrara al poder y asombrara al continente con sus actitudes de déspota. Y cuando las asechanzas y las maquinaciones de la república del norte se cernieron como una amenaza en el cielo de su patria, tuviera un gesto viril y lanzara un grito de alerta como un albatros majestuoso que presagiara la tempestad. Un grande instinto de conservación patria hablara en él y fuera heroica y fuera gallarda su actitud defendiendo la dignidad mexicana y ahogando los fermentos de traición que en el propio seno del país se agitaran.
En el voluntario ostracismo, Huerta querría hallar un bienestar, un reposo que no pudo hacer suyos en medio de las vicisitudes de su vida de dictador. Ansiaría una calma bienhechora que pudiese repararle de las fatigas de los azares de la lucha. Haría por olvidarse de la honda seducción que tuvieran para su espíritu de soldado y de caudillo, las inquietudes cotidianas del peligro.
Pero, tal vez, toda su voluntad, todo su esfuerzo por acostumbrarse a la placidez inactiva de su nueva vida, por adormecer sus ansias de combate y de trabajo, por atenuar su sed de dominio y de poder, por habituar a la holganza y al descanso estériles su cuerpo hecho a las agitaciones de una perenne intranquilidad, habrán sido vanos, habrán sido inútiles. Las turbaciones, los anhelos que aquejaron a Itúrbide en pasada época, revivirían tal vez, en él, ancestrales inquietudes. Su alma bravía, batalladora, tenaz, alma en que vibraran heroísmos y crueldades de déspotas aztecas, de Moctezuma y Cuauhtemoc, sentiría la odiosa apacibilidad de tal vida burguesa e infecunda. Le abrumaría la nostalgia del mando y de la lucha.
Enfermo de esta nostalgia, enamorado de sus recuerdos, Huerta pensaría que la felicidad buscada no podría hallarla nunca en medio de una existencia tranquila y serena. De la felicidad ha escrito un psicólogo sutil que es una autosugestión. Por eso el problema de conquistarla es insoluble. Lo que para un individuo sería una dicha infinita, para otro sería una tortura desesperante. Y por eso, quien fuera siempre soldado, quien fuera siempre luchador, no podrá hallar nunca la felicidad en el reposo, en la fortuna, en el regalo que resultarían ideales para cuantos encierran sus aspiraciones dentro de los límites de una amable dicha hogareña.
Tal vez estas ansias, estos anhelos, son los que han devuelto a Huerta a la América del Norte. El cable nos ha recordado hace dos días su presencia en los Estados Unidos, a propósito de un reportaje en que se ha querido auscultar sus secretas intenciones. Los periodistas tornan a ocuparse de él y a encontrarlo interesante. Su nombre grave y español, vuelve a mezclarse entre los que pregonará al azar la lotería de la celebridad que dice Max Nordau. Y el eco lejano de los clarines y de los tambores de combate, repercutirá acaso como un conjuro de lucha en el alma inquieta y nostálgica del tirano.
La figura bizarra de Huerta llegó a su eclipse no hace aún año, cuando al influjo de una rebelión largo un tiempo reprimido y escuchando las solicitaciones de una situación angustiosa más que abatido en sus energías y en sus virilidades, el dictador abandonó la patria convulsionada hasta el presente e hizo voluntaria dejación del gobierno que ejerciera en medio del más tormentoso desquiciamiento.
Desde entonces Huerta fue apenas un oscuro, un desconocido burgués que viajaba. Un barco lo llevó a España. En un principio, el eco de su efímera fama, le rodeó de una aureola de popularidad. Los periodistas le asediaron y quisieron a todo trance saber lo que pensaba. Huerta dijo solo que no quería nada, que no proyectaba nada, que no opinaba nada. Quería vivir tranquilo, tras de tan agitado torbellino de inquietudes y turbaciones. Quería aletargarse en una sedante placidez de olvido. Pero los periodistas fueron implacables, inmisericordes y le exigieron una opinión cualquiera. ¿Qué pensaba Huerta de la guerra europea? El exdictador sonreiría con ese su gesto felino, ante la pertinacia de los periodistas y dijo que le parecía que Europa se había vuelto loca.
Luego el olvido fue completo. La popularidad de estos personajes, de estos grandes actores de los dramas grandes es siempre la que quieren darle los periodistas. Son los periodistas los orientadores mágicos del público y basta que prestigien con sus interrogatorios a un hombre, para que la celebridad le haga un guiño. Ellos erigen un día un fetiche, para derribarlo al siguiente. Se dirían las suyas coqueterías de mujer bonita que juegan a capricho con los hombres y con las cosas.
Huerta fue otra vez un anónimo y feliz mortal que tenía a mano todas las vulgares y apacibles satisfacciones de los buenos burgueses. Hasta la víspera, su carácter, su audacia le habían hecho amo de un pueblo. Después de una tragedia tremenda, después de espantosas escenas de sangre y de crimen, se encumbrara al poder y asombrara al continente con sus actitudes de déspota. Y cuando las asechanzas y las maquinaciones de la república del norte se cernieron como una amenaza en el cielo de su patria, tuviera un gesto viril y lanzara un grito de alerta como un albatros majestuoso que presagiara la tempestad. Un grande instinto de conservación patria hablara en él y fuera heroica y fuera gallarda su actitud defendiendo la dignidad mexicana y ahogando los fermentos de traición que en el propio seno del país se agitaran.
En el voluntario ostracismo, Huerta querría hallar un bienestar, un reposo que no pudo hacer suyos en medio de las vicisitudes de su vida de dictador. Ansiaría una calma bienhechora que pudiese repararle de las fatigas de los azares de la lucha. Haría por olvidarse de la honda seducción que tuvieran para su espíritu de soldado y de caudillo, las inquietudes cotidianas del peligro.
Pero, tal vez, toda su voluntad, todo su esfuerzo por acostumbrarse a la placidez inactiva de su nueva vida, por adormecer sus ansias de combate y de trabajo, por atenuar su sed de dominio y de poder, por habituar a la holganza y al descanso estériles su cuerpo hecho a las agitaciones de una perenne intranquilidad, habrán sido vanos, habrán sido inútiles. Las turbaciones, los anhelos que aquejaron a Itúrbide en pasada época, revivirían tal vez, en él, ancestrales inquietudes. Su alma bravía, batalladora, tenaz, alma en que vibraran heroísmos y crueldades de déspotas aztecas, de Moctezuma y Cuauhtemoc, sentiría la odiosa apacibilidad de tal vida burguesa e infecunda. Le abrumaría la nostalgia del mando y de la lucha.
Enfermo de esta nostalgia, enamorado de sus recuerdos, Huerta pensaría que la felicidad buscada no podría hallarla nunca en medio de una existencia tranquila y serena. De la felicidad ha escrito un psicólogo sutil que es una autosugestión. Por eso el problema de conquistarla es insoluble. Lo que para un individuo sería una dicha infinita, para otro sería una tortura desesperante. Y por eso, quien fuera siempre soldado, quien fuera siempre luchador, no podrá hallar nunca la felicidad en el reposo, en la fortuna, en el regalo que resultarían ideales para cuantos encierran sus aspiraciones dentro de los límites de una amable dicha hogareña.
Tal vez estas ansias, estos anhelos, son los que han devuelto a Huerta a la América del Norte. El cable nos ha recordado hace dos días su presencia en los Estados Unidos, a propósito de un reportaje en que se ha querido auscultar sus secretas intenciones. Los periodistas tornan a ocuparse de él y a encontrarlo interesante. Su nombre grave y español, vuelve a mezclarse entre los que pregonará al azar la lotería de la celebridad que dice Max Nordau. Y el eco lejano de los clarines y de los tambores de combate, repercutirá acaso como un conjuro de lucha en el alma inquieta y nostálgica del tirano.
JUAN CRONIQUEUR
Referencias
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Publicado en La Prensa, Lima, 20 de abril de 1915. ↩︎