2.19. Garros, prisionero

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Ha sido la última aventura del aviador heroico. Días tras día, el triunfador de los raids continentales, el recordman invencible venía efectuando audaces proezas. El cable nos había familiarizado con la simpática eufonía de su nombre. Garrós era para nosotros casi como Joffre, como Hindenburg, como Pau. Y era el centinela celoso y atrevido de la legión aérea de la Francia y en su afán de gloria y de peligro paseaba por sobre los campamentos alemanes la osadía avizora de su aeroplano. Anteayer cayó. Los disparos alemanes le obligaron a descender cerca de Courtrai y fue hecho prisionero.
         Hace ya algunos años, tres más o menos, cuando en la historia de la aviación comenzaba a escribirse las más sorprendentes proezas, Garrós inició la serie hoy detenida de las suyas. Ora salvaba distancias fabulosas en un solo y veloz recorrido, ora se elevaba a alturas nunca alcanzadas, en un loco vértigo de azul y de infinito, ora ejecutaba las más riesgosas acrobacias y trazaba en los aires con su avión dócil, elipsis, círculos y parábolas milagrosas. Roland Garrós fue consagrado como el príncipe de los aviadores del mundo. Bizarrías y audacias suyas condujeron a la más elevada exaltación la fama de la aviación francesa. Su rostro, enmarcado dentro de la capucha protectora, sonreía a los públicos desde las páginas de ilustraciones de todas las revistas y de todos los magazines.
         Culminada la gloria, profanados los secretos del infinito, sorprendió al héroe la guerra. Y como quiera que desde que la gran tragedia comenzó, las agencias de noticias tejieron las más absurdas fábulas y sirviéronlas por alimento cuotidiano de los públicos neutrales o como quiera que asistiese tan arraigadamente la fe de que Garrós, el primero en la abnegación y el patriotismo, no tardaría en consumar una hazaña, se forjó la leyenda de su muerte en victoriosa lucha contra un dirigible alemán. El mundo entero loó la proeza de Garrós y desde estas mismas columnas hice yo el elogio —torpe elogio, por cierto— del Ícaro nuevo.
         Pero pronto —no tanto como reclamar a la magnitud del engaño—, la leyenda se esfumó y se supo la verdad. Garrós no había muerto y cumplía sus deberes de soldado en la gran masa armada que la Francia lanzara para detener el ímpetu de la invasión.
         La proeza era falsa, pero, ante los méritos excelsos del aviador, había que esperar que la fábula fuese también una previsión. Y fue una previsión. La barquilla de Garrós era el ojo vigía de los aliados sobre los puestos avanzados de su campamento. Y como una mera función de centinela no cuadraba a sus aptitudes y su arrojo, Garrós, despreciando el peligro, iba a buscarlo encima de los vivacs del invasor. Un día avistó cercano a otro avión. Era alemán y llenaba misión semejante a la suya, al servicio de su ejército Garrós fue contra él y en el duelo titánico fue también el triunfador. La hazaña se repitió otra vez. Tornó a repetirse. En solo una quincena cuatro “taubes” cayeron vencidos por Garrós. La noticia del último duelo, en el cual su valor y pericia se impusieron, se encuentra en la información cablegráfica de hace muy pocos días. El héroe cobraba mayores arrojos después de cada hazaña. En su epopeya magna de triunfos, quién sabe cuál habría sido el final.
         No ha querido la fortuna que el final sea el que los anhelos de Roland Garrós reclamaran. El que sonriera ante todas las amenazas de los espacios insondables, el que triunfara en todos los combates y arrojara a tierra derrotados a todos sus adversarios, el que deseara una muerte gloriosa tras de una lucha porfiada y sintiendo calofríos y angustias febriles al precipitarse vertiginoso desde el espacio, ha tenido una caída casi vulgar, ha descendido indefenso, vencido por un azar de la suerte, al campamento enemigo, igual que otros muchos pilotos que no tuvieron su nombre ni realizaron sus proezas. El cautiverio ha de serle seguramente más odioso que la muerte. Mirando la inmensidad del infinito que antes fuera su ruta, sentirá las nostálgicas ansias de un águila prisionera. Vencido, triste, quien alentara tan grandes ideales saboreará toda la amargura de la derrota y de la impotencia. Caído en tierra, sus alas de gigante no han de dejarlo andar. Tal dijo Baudelaire, en la bella elegía del albatros.

JUAN CRONIQUEUR


Referencias


  1. Publicado en La Prensa, Lima, 21 de abril de 1915. ↩︎