2.17. El homenaje a Guise
- José Carlos Mariátegui
1Entre la pléyade gallarda de extranjeros que prestaron el noble concurso de su sangre y de su espada a la causa de la independencia sudamericana, la figura bizarra del almirante inglés Martín Jorge Guise adquiere singular relieve.
Su abnegado idealismo, su sobrio temperamento de luchador, su arraigado culto a la libertad, y, sobre todo, su hermoso, su byronesco gesto de abandonar su patria y venir a Sud-América a contribuir con su esfuerzo al triunfo de la campaña libertadora, imponen en todos los corazones fervientes sentimientos de admiración a su memoria y prosternan los espíritus ante la grandeza del marino inglés.
Guise fue un marino forjado en el crisol en que modelaron sus temperamentos de héroes de los mares los Nelson invictos. La brumosa nación insular que hasta hoy conserva su tradición de señora de los mares, tiene en él una exaltación más del arrojo y denuedo de sus legendarios marineros.
Las primeras notas de gloria de su foja de servicios, escritas fueron durante la cruenta, la porfiada, la titánica guerra contra el pujante imperio de Napoleón. Guise fue entonces uno de los bizarros oficiales de la gran armada que desafiara orgullosa el poder del emperador de los franceses. La lucha templó su alma de guerrero, robusteció su valor, curtió su cuerpo a las inclemencias del combate y de la tempestad, hizo germinar en su cerebro el anhelo de empresas epopéyicas. Y cuando, vencidas las jornadas navales contra Napoleón y reducido el coloso al cautiverio, Guise sintió toda la esterilidad de la vida de apoltronamiento y de la actitud permanente de espera a que iba a sometérsele, sus ideales de libertad, sus ansias de lucha, lo trajeron a las costas de la América del Sur, a bordo de la Galvarino legendaria.
Entonces, la América del Sur se erguía nostálgica de libertad, después de la larga etapa de letargo en que la dominación de España anestesió sus virilidades. Y Guise, soñador e idealista, abrió sus ojos, ebrios de azul y de infinito a los destellos del sol de la libertad y admiró toda la majestad del esperezo altivo de la América del Sur.
La Galvarino izó en su mástil la bandera redentora y vibró en ella la voz de zafarrancho como una admonición de batalla. Llegaba tarde su almirante para ser el jefe de la flota de los libertadores, pero como no cabían en espíritu, así gigantesco, ambiciones ni bastardías, aceptó que otra figura noble y compatriota la llevara a la lucha. Guise, batallador, supo ser también abnegado y despojarse en el umbral de sus ideales, del ropaje de los egoísmos.
La epopeya acrecentó la gigante grandeza de su figura. Y culminó su bizarría en esa brava acción del abordaje de la “Esmeralda” en que Lord Cockrane y Guise depusieron sus rivalidades heroicas y se confundieron en un solo abrazo de admiración recíproca y de fraternidad.
La vida febril del almirante reclamaba un final bajo la oriflama de gloria de una hazaña nueva. Después de formar en su escuela de sacrificio la marina peruana, Guise llevó a su flota a una póstuma acción contra Guayaquil. Vigilaba allí la muerte. Y proyectaba sobre la figura de Guise sombras de ocaso.
Dominadas ya las defensas de Guayaquil, con el sacrificio doloroso de la nave almirante, la legión libertadora sufrió el más doloroso sacrificio de la vida de Guise. No resta brillo a tan heroico fin que ese sacrificio se produjera en aras de la primera lucha fratricida en que se ensangrentaran las naciones de la América que juntas rubricaron la independencia del continente en la jornada de Ayacucho. A pesar de que la nueva campaña trazaba una nube, la primera, y presagiaba una tempestad, la primera también, en el cielo de paz de la América libre, la gloria de Guise no se empaña.
Porque se agitaron en su espíritu muy hondos y muy sinceros anhelos de libertad, porque puso su espada al servicio de las causas que enamoraron su corazón, porque tuvo ideales lozanos y generosos, cuyo servicio fue la norma de su vida, porque hizo de sus actos una síntesis de abnegación y de nobleza, porque fue fuerte, porque fue altivo, el prócer tiene derecho a que su recuerdo sea un recuerdo sagrado, a que la memoria de sus bizarrías perdure como un evangelio de fecundas enseñanzas y a que sobre su tumba no se marchiten nunca los lises de la admiración de un continente.
La historia del Perú está más ligada que la de ninguna otra nación de Sudamérica a la historia de Guise. La primera página de sus triunfos la escribió el gran marino; el más legítimo blasón de su abolengo, fue conquista suya.
Y Guise tiene también lugar excelso en la legión de los grandes soñadores, y de los grandes idealistas. Cruzado de la libertad, ganó por ella sus mejores laureles. Y fueron también suyas actitudes que dicen de la más sublime locura. Lord Byron lo envidiaría.
Su abnegado idealismo, su sobrio temperamento de luchador, su arraigado culto a la libertad, y, sobre todo, su hermoso, su byronesco gesto de abandonar su patria y venir a Sud-América a contribuir con su esfuerzo al triunfo de la campaña libertadora, imponen en todos los corazones fervientes sentimientos de admiración a su memoria y prosternan los espíritus ante la grandeza del marino inglés.
Guise fue un marino forjado en el crisol en que modelaron sus temperamentos de héroes de los mares los Nelson invictos. La brumosa nación insular que hasta hoy conserva su tradición de señora de los mares, tiene en él una exaltación más del arrojo y denuedo de sus legendarios marineros.
Las primeras notas de gloria de su foja de servicios, escritas fueron durante la cruenta, la porfiada, la titánica guerra contra el pujante imperio de Napoleón. Guise fue entonces uno de los bizarros oficiales de la gran armada que desafiara orgullosa el poder del emperador de los franceses. La lucha templó su alma de guerrero, robusteció su valor, curtió su cuerpo a las inclemencias del combate y de la tempestad, hizo germinar en su cerebro el anhelo de empresas epopéyicas. Y cuando, vencidas las jornadas navales contra Napoleón y reducido el coloso al cautiverio, Guise sintió toda la esterilidad de la vida de apoltronamiento y de la actitud permanente de espera a que iba a sometérsele, sus ideales de libertad, sus ansias de lucha, lo trajeron a las costas de la América del Sur, a bordo de la Galvarino legendaria.
Entonces, la América del Sur se erguía nostálgica de libertad, después de la larga etapa de letargo en que la dominación de España anestesió sus virilidades. Y Guise, soñador e idealista, abrió sus ojos, ebrios de azul y de infinito a los destellos del sol de la libertad y admiró toda la majestad del esperezo altivo de la América del Sur.
La Galvarino izó en su mástil la bandera redentora y vibró en ella la voz de zafarrancho como una admonición de batalla. Llegaba tarde su almirante para ser el jefe de la flota de los libertadores, pero como no cabían en espíritu, así gigantesco, ambiciones ni bastardías, aceptó que otra figura noble y compatriota la llevara a la lucha. Guise, batallador, supo ser también abnegado y despojarse en el umbral de sus ideales, del ropaje de los egoísmos.
La epopeya acrecentó la gigante grandeza de su figura. Y culminó su bizarría en esa brava acción del abordaje de la “Esmeralda” en que Lord Cockrane y Guise depusieron sus rivalidades heroicas y se confundieron en un solo abrazo de admiración recíproca y de fraternidad.
La vida febril del almirante reclamaba un final bajo la oriflama de gloria de una hazaña nueva. Después de formar en su escuela de sacrificio la marina peruana, Guise llevó a su flota a una póstuma acción contra Guayaquil. Vigilaba allí la muerte. Y proyectaba sobre la figura de Guise sombras de ocaso.
Dominadas ya las defensas de Guayaquil, con el sacrificio doloroso de la nave almirante, la legión libertadora sufrió el más doloroso sacrificio de la vida de Guise. No resta brillo a tan heroico fin que ese sacrificio se produjera en aras de la primera lucha fratricida en que se ensangrentaran las naciones de la América que juntas rubricaron la independencia del continente en la jornada de Ayacucho. A pesar de que la nueva campaña trazaba una nube, la primera, y presagiaba una tempestad, la primera también, en el cielo de paz de la América libre, la gloria de Guise no se empaña.
Porque se agitaron en su espíritu muy hondos y muy sinceros anhelos de libertad, porque puso su espada al servicio de las causas que enamoraron su corazón, porque tuvo ideales lozanos y generosos, cuyo servicio fue la norma de su vida, porque hizo de sus actos una síntesis de abnegación y de nobleza, porque fue fuerte, porque fue altivo, el prócer tiene derecho a que su recuerdo sea un recuerdo sagrado, a que la memoria de sus bizarrías perdure como un evangelio de fecundas enseñanzas y a que sobre su tumba no se marchiten nunca los lises de la admiración de un continente.
La historia del Perú está más ligada que la de ninguna otra nación de Sudamérica a la historia de Guise. La primera página de sus triunfos la escribió el gran marino; el más legítimo blasón de su abolengo, fue conquista suya.
Y Guise tiene también lugar excelso en la legión de los grandes soñadores, y de los grandes idealistas. Cruzado de la libertad, ganó por ella sus mejores laureles. Y fueron también suyas actitudes que dicen de la más sublime locura. Lord Byron lo envidiaría.
JUAN CRONIQUEUR
Referencias
-
Publicado en La Prensa, Lima, 17 de abril de 1915.
Y en Páginas Literarias, seleccionadas por Edmundo Cornejo Ubillús, Lima, 1955, pp. 89-93, y en reediciones ampliadas de 1978 y 1985. ↩︎