2.16. Sobre James Bryce

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Un sentimiento de solidaridad profesional y de recíproco respeto entre cuantos sonora o modestamente colaboran en la prensa nacional, había hecho desparecer en los últimos tiempos de sus columnas cuanto significaba procacidad o insulto. Es por lo mismo injustificable que se haya abierto paso —seguramente a espaldas de sus redactores— hasta las páginas de un diario de Lima, un suelto o artículo corto, casi soez, contra uno de los más constantes, inteligentes, moderados y cultos colaboradores de La Prensa, el miembro de su redacción que firma habitualmente bajo el seudónimo de Juan Croniqueur.
         Ello nos obliga a recoger en estas columnas y no llevarlas a las que generalmente destinan los diarios a esta clase de publicaciones, los párrafos en que nuestro amigo contesta en forma áspera, las frases groseras con que se le ha tratado anónimamente.
         Las columnas de La Prensa, no volverán a prestarse para escritos del género, pero ello no significa que estemos dispuestos a dejar pasar sin protesta que en diarios que forman con nosotros el conjunto del periodismo limeño, se repitan lamentables descuidos que dañan su cultura.
         Un anónimo Z., cuyo encono contra mi persona no alcanzo a explicarme, me dirige, desde las columnas de un diario local, un ataque tan envenenado y torpe, que no voy a cometer el imperdonable pecado de prestarle una atención que no merece.
         No dilapidaría el tiempo —que por otra parte no me es en lo absoluto apreciable— si este pobre Z., que, en medio de su bilis, tiene el gesto paternal de darme consejos, se limitase a dedicarme adjetivos insolentes y a hacer chirigotas en rededor de mi labor de prensa.
         Si se concretase a llamarme “bebe con pretensiones de sensatez que con unas cuantas frases de cliché y unas perogrulladas estampa diariamente en La Prensa un conglomerado de necedades”, Z. podría pasarse la vida diciendo iguales o peores cosas de mi persona y de mi literatura. Yo no me defenderé nunca de una agresión tan mezquina, que solo puede ser concebida por uno de estos pobres espíritus estériles que creen anonadar una labor cualquiera con las chirigotas de mal gusto que les sugiere su ingenio simiesco. No descenderé nunca a este campo de malevolencia estulta y de impúdica chilindrina en que triscan gozosos los rastacueros de la crítica. Me engríen demasiado mis arraigados sentimientos de altivez y estimo mucho la orgullosa aristocracia de mis ideas, para descender a tal debate que me encanallaría. Créome obligado a estas actitudes y a esta elevación, mientras mi esfuerzo periodístico —muy modesto, pero muy bondadosamente apreciado—, merezca el estímulo de personas cuyo juicio y significación literaria las libran de la comparación con todos los anónimos Z. que mal me quieran.
         Pero, como este señor inmisericorde, que al final endulza su gesto y me obsequia una caricia hipócrita atribuyéndome talento, adultera mis conceptos y expresa que yo he tratado a James Bryce como desconocido, tengo que defender la limpieza de mi opinión. Ahí está para desautorizarlo el tercer acápite de mi artículo, que, consecuente con el espíritu de suave ironía que lo informa, dice:
         “Este señor James Bryce es inglés y además de inglés —que no sería título bastante para escribir un libro—, es publicista autorizado. La firma del señor Bryce está abonada por otros libros sajonamente trascendentales, etc.”.
         A usted, grave y dogmático Z., es a quien le hace falta aprender a leer y comprender lo que lee. Yo, a pesar de que según usted soy un bebe, tengo a lo menos más sentido común para interpretar una lectura. Porque usted, es de los que ven la brizna en ojo ajeno y no la gavilla en el propio, como cuando habla de mis charlatanerías y vaciedades y palabras de cliché y estampa en medio de un verdadero mosaico de chabacanerías esa frasecita de “hilvanes cuotidianos de sandeces”, llamada a ganarle a usted la inmortalidad que de otro modo se le ofrece inaccesible.
         Dardos alevosos, como el que Z. me dispara, no lograrán nunca intranquilizarme. Mi desdén para estos espíritus pigmeos no tiene límite. Por eso, puede Z. seguir desbordando su bilis si a bien lo tiene. Me quemaría las manos antes de tornar a ocuparme de lo que Z. suscriba.

JUAN CRONIQUEUR


Referencias


  1. Publicado en La Prensa, Lima, 17 de abril de 1915. ↩︎