2.15. Lima, a los ojos del Sr. James Bryce

  • José Carlos Mariátegui

 

(Al margen de un libro reciente)1
 
         Impresa en Nueva York con lujo y pulcritud, ha llegado a nuestras manos una lamentable traducción castellana del libro La América del Sud. Observaciones e impresiones que acaba de publicar el señor James Bryce.
         Este señor James Bryce es inglés y además de inglés —que no sería título bastante para escribir un libro— es publicista autorizado. La firma del señor James Bryce está abonada por otros libros sajonamente trascendentales, dos de los cuales se intitulan El Sagrado Imperio Romano y La República Norteamericana, según reza la primera plana del tomo que nos ha dado el gusto de leer.
         El señor Bryce es muy interesante y hace gala de un humorismo que es por cierto muy sajón, pero que no tiene por cierto la agilidad ni el excentricismo de Mark Twain, sino una cachazuda ingenuidad muy propia seguramente del señor Bryce.
         De corrido y a largos acápites se ha escrito el señor Bryce un libro de 475 páginas justas, cuya lectura nos informa que el señor Bryce se ha paseado por toda la América del Sur, que el señor Bryce lo ha oleteado todo con una curiosidad explicable, que el señor Bryce se ha encaramado sobre las vértebras de los Andes para ver si eran tales vértebras y que el señor Bryce ha metido la cabeza en el cráter del Misti a fin de averiguar si olía a azufre y comprobar su latente actividad.
         Esto nada tendría de particular, ni le interesaría al lector para otra cosa que para saber que el señor Bryce es uno de los tantos excursionistas que van de ceca en meca inquiriéndolo y oleteándolo todo y se dan luego el entretenimiento de catalogar sus impresiones, en la ilusión de que a alguien puedan atraer e instruir. Pero es que el señor Bryce cuando habla de nuestro país —el señor Bryce ha estado en Lima por más que nosotros no nos hayamos enterado nunca de su amable visita— lo hace con tan mala suerte que a menudo lo mistifica, probablemente no con mala intención y sí con inocencia.
         No es el señor Bryce el primero que nos observa con miopía. Por desgracia para nosotros, muchos de los extranjeros que nos visitan y se pasean por Lima dos días en un coche de punto que les estropea los riñones, van luego a Europa a publicar libros impresionistas en que nos retratan del modo más desfavorable. Otros, mercachifles de la propaganda, si no consiguen un estipendio que los neutralice, nos difaman y nos befan. Y así, entre unos y otros, entre miopes y especuladores, tenemos la mala fortuna de que en el viejo continente se nos falsee y mistifique con una injusticia que espolea los sentimientos del patriotismo hasta en quienes más aletargados lo tienen.
         Cuando el señor Bryce habla de Lima lo hace con un tono tal, que es negocio de concluir, atando cabos y zurciendo apreciaciones, en que se ha supuesto defraudado en sus expectativas por no encontrarse con que embellecía el cuadro de la capital el panorama de las montañas imponentes. Deducimos esto leyendo la siguiente observación que permite darse cuenta de la lamentable miopía del señor Bryce:
         “Me hallo obligado a confesar que las grandes expectativas conque vinimos a Lima —¿con quién vendría a Lima el señor Bryce?— fueron apenas realizadas. Los alrededores son mucho menos hermosos que los de México y la ciudad misma no solo mucho más pequeña, sino también menos majestuosa y con menos apariencias de capital. Es posible que nuestro aprecio haya sido disminuido por el mal tiempo. Se nos había dicho que las montañas presentaban un lindo aspecto; pero las nubes las encubrían todas menos sus bases…”.
         ¿Quién le habría dicho estos disparates al señor Bryce? ¿Quién le habría metido en la cabeza que en Lima se asistía al espectáculo de las montañas? Porque es indudable que de que así hayan hecho cándido al señor Bryce proviene que este señor publicista se indigne de que no asentándose Lima sobre un imaginario panorama exótico, no sea tampoco una urbe prodigiosa, plagada de rascacielos, cruzada de opulentas avenidas y embellecida por monumentos soberbios. ¿Cómo —se habría dicho el señor Bryce— esta ciudad que no sabe permitirse el lujo de un solo quinto piso, puede exhibir la insolencia de tal pobreza panorámica? Y entre chupada y chupada a un cigarro puro, se escribiría de tirón un acápite íntegro.
         Pero el capítulo que a Lima dedica el señor Bryce es fecundo en curiosidades. Leed esta observación y decidme si no es originalísima:
         “Durante más de la mitad del año Lima tiene un clima singular. Nunca hace frío bastante para tener fuego, pero por lo común hace lo suficiente para desear tenerlo. No llueve, pero no hay seca tampoco; es decir, no llueve bastante para que tenga uno que usar paraguas, y, sin embargo, lo suficiente para mojarle a uno la ropa”.
         ¡Oh el grave y cachazudo humorismo del señor Bryce, inglés y publicista! El párrafo que acabamos de copiar sería lo más sabroso y truculento del capítulo, si a continuación no tuviera este otro:
         “Siendo así el clima nos sorprendimos de saber lo que la etiqueta del galanteo, requiere de un galán limeño. Todo novio ha de demostrar su amor permaneciendo de pie por horas bajo la ventana de la casa donde vive el objeto de su cariño. En el desempeño repetido de este acto de devoción puede consolarse con una guitarra, pero en una atmósfera tan húmeda las cuerdas de la guitarra producirían música lánguida”.
         No es posible imaginarse más graciosa impostura. Se nos ocurre que la estada del señor Bryce no sería tan corta que no le permitiese prendarse de una pícara limeña que, así como pudo darse el capricho de ponerlo en berlina, le impuso la obligación de tan fantástica ronda nocturna y de amenizarla con una serenata de guitarra. Experimentalmente, comprobaría el señor Bryce la languidez de la música humedecida por la atmósfera. ¿Dice así el señor Bryce?
         La lectura del mismo capítulo nos regala esta otra parrafada, apropósito de las construcciones limeñas que, según el señor Bryce, quien ha descubierto cosas de que nosotros, ciegos, no nos habíamos enterado antes, son hechas de cañas y junquillos enlucidos con fango:
         “Se dice, generalmente, en Lima que un ladrón no necesita nada más que una escudilla de agua y una esponja para ablandar el fango y una cuchilla para cortar las cañas”.
     ¿Con quién habrá conversado en Lima el señor Bryce? ¿Quién habrá gastado con él la broma inocente de contarle tonterías y mentirle sin reparos?
          Y así es inagotable el señor Bryce en ocurrencias estupendas que le hacen a uno preguntarse si habrá tenido como único y circunstancial cicerone a un inspector de esquina, abordado en un castellano tan malo que dejaría atrás el de la traducción. Que es mucho aventurar…

JUAN CRONIQUEUR


Referencias


  1. Publicado en La Prensa, Lima, 15 de abril de 1915. Y en Páginas Literarias, seleccionadas por Edmundo Cornejo Ubillús, 3ra ed. Lima, 1985, pp. 115-119. ↩︎