2.14. La época de hierro
- José Carlos Mariátegui
1La frase en que el Rey de Prusia, emperador de Alemania y César presunto de la soñada Germania, ha hecho la denominación de la época actual, es hondamente reveladora, simbólica del espíritu de la mentalidad alemana, y de ese neoimperialismo brutal que tiene el evangelio en las páginas audaces de Von Bernhardi, sus normas en la habilidad diplomática de Von Bulow y su brazo en otro Von cualquiera guerrero no diré Von Kluck, a quien atenacean los tentáculos férreos del estratega Joffre.
“La época de hierro”, ha dicho el trágico histrión de este drama terrible. No sé cómo pronunciarán los alemanes esta frase símbolo, pero se me antoja que en idioma germano tendrá sones estridentes de bárbara onomatopeya.
Fue hace pocos días. Y como todos los gestos teatrales del emperador tudesco, nos lo trasmitió también el cable. Fue en ocasión del aniversario de Bismarck, del diplomático estupendo que ha vinculado su nombre de rotunda eufonía al surgimiento maravilloso de esta Alemania guerrera que ha estremecido a la civilización con los crujidos de su armadura medioeval. “Recordemos al canciller de hierro en la época de hierro”. Así habló S. M. Guillermo II.
El hierro entronizado otra vez en Europa al conjuro de las ambiciones de un pueblo y la demencia de un monarca, es el símbolo del momento actual. Vibra en la orquestación triunfal de los cañones, fulge en la lámina aguda de las bayonetas, brilla en los cascos lucientes de los soldados, rechina en las corazas y entona su sinfonía de desolación y de dolor en el monorritmo formidable de las herraduras que golpean y destruyen al paso de los ejércitos en lucha. La guerra bruñe en él las facetas de la muerte. Y por eso, el César tudesco ha sido preciso, ha sido simbólico, ha sido elocuente cuando llamó a la actual la época de hierro. Los reductos erizados de bayonetas, en que acechan los ojos vigías, las moles de metal de los obuses, los acorazados monstruosos, las naves aéreas y blindadas que llevan la guerra a las regiones hasta ayer vírgenes de sangre del infinito, el férreo crujir de las plazas de guerra tras las amuralladas atalayas de los fortines, el clamor ululante de los combates, todo nos habla del simbólico hierro. Vulcano forja la lanza y el escudo que ha de cargar el Marte nuevo.
La voz de metal de la guerra no se resigna con la superficie del planeta. Quiere inundar también el infinito. Y es así como rasgan las nubes impolutas, y es así como cruzan los aires que a nuestros ojos visionarios son el confín del cielo, los aerostatos raudos. Ellos esparcen ráfagas de muerte que arrasan los pueblos y a veces chocan y se embisten, violando la serenidad de los espacios con la orquestación sacrílega de sus disparos.
Cada día que pasa, cada instante que transcurre, esta regresión bárbara de la guerra lleva más honda turbación y más hondo desconsuelo a los espíritus. Diríase que una marejada de sangre y de crimen pasase por Europa y aturdiese las cosas y los hombres en el vórtice rojo de las barbaries.
¿Leéis acaso las profecías tétricas de los vaticinadores autorizados? Sabréis entonces que falta aún mucho por recorrer en este camino de desolación y de muerte, sabréis entonces que los horrores de mortandad a que hemos asistido han sido simple preludio de otros por venir, sabréis que ha sido una obligada, una inevitable tregua, la impuesta por el invierno —una tregua, ¿es posible llamarla así?—, que significa, sin embargo, centenares de miles de vidas perdidas, ciudades arrasadas, millones de gentes envueltas en luto, sabréis que se ha esperado con ansiedad la primavera, la amable estación de las flores, del amor, de la poesía —la estación en que parece que la naturaleza tuviese una sonrisa y un desperezo de placer—, para precipitar la campaña, para arrojar unos contra otros los ejércitos hasta hoy casi inactivos dentro de la vida azarosa de las trincheras. Los pueblos en guerra han aguardado anhelosos la primavera, pero no como otrora para enguirnaldarse con la perfumada floración de sus campos, sino para inundar de sangre esos campos risueños. ¡Oh trágica, dolorosa, amarga primavera esta que para Europa empieza! Bajo los cielos claros, en los panoramas polícromos, no aromarán las flores, ni asomará la armonía polirrítmica de las aves canoras, sino vibrará el grito estridente de los clarines, detonarán los fusiles y fulgirán como haces luminosos las bayonetas. Callará el sagrado himno del amor y de la vida y atronarán el clamor fragoroso de la metralla. Las midinettes gráciles y bellas, ahorrarán las flores frescas con que antes adornaran sus búcaros frágiles para dedicar un recuerdo a sus amantes muertos.
La época terrible. El canciller de hierro, evocado en esta ocasión de su aniversario, proyecta su silueta gigantesca sobre el panorama de la contienda y ampara los anhelos neuróticos de Guillermo II, que ha dicho la frase comentada. Cuando se serene este torbellino, cuando se apague esta sed de sangre, cuando se extenúen estos ejércitos en lucha y la paz apacigüe los rencores y aletargue los odios, debía erigirse como una recordación de la lucha un monumento. Sobre él pondría la Guerra su figura trágica y alzaría en sus manos como un símbolo un hacha de sílex.
“La época de hierro”, ha dicho el trágico histrión de este drama terrible. No sé cómo pronunciarán los alemanes esta frase símbolo, pero se me antoja que en idioma germano tendrá sones estridentes de bárbara onomatopeya.
Fue hace pocos días. Y como todos los gestos teatrales del emperador tudesco, nos lo trasmitió también el cable. Fue en ocasión del aniversario de Bismarck, del diplomático estupendo que ha vinculado su nombre de rotunda eufonía al surgimiento maravilloso de esta Alemania guerrera que ha estremecido a la civilización con los crujidos de su armadura medioeval. “Recordemos al canciller de hierro en la época de hierro”. Así habló S. M. Guillermo II.
El hierro entronizado otra vez en Europa al conjuro de las ambiciones de un pueblo y la demencia de un monarca, es el símbolo del momento actual. Vibra en la orquestación triunfal de los cañones, fulge en la lámina aguda de las bayonetas, brilla en los cascos lucientes de los soldados, rechina en las corazas y entona su sinfonía de desolación y de dolor en el monorritmo formidable de las herraduras que golpean y destruyen al paso de los ejércitos en lucha. La guerra bruñe en él las facetas de la muerte. Y por eso, el César tudesco ha sido preciso, ha sido simbólico, ha sido elocuente cuando llamó a la actual la época de hierro. Los reductos erizados de bayonetas, en que acechan los ojos vigías, las moles de metal de los obuses, los acorazados monstruosos, las naves aéreas y blindadas que llevan la guerra a las regiones hasta ayer vírgenes de sangre del infinito, el férreo crujir de las plazas de guerra tras las amuralladas atalayas de los fortines, el clamor ululante de los combates, todo nos habla del simbólico hierro. Vulcano forja la lanza y el escudo que ha de cargar el Marte nuevo.
La voz de metal de la guerra no se resigna con la superficie del planeta. Quiere inundar también el infinito. Y es así como rasgan las nubes impolutas, y es así como cruzan los aires que a nuestros ojos visionarios son el confín del cielo, los aerostatos raudos. Ellos esparcen ráfagas de muerte que arrasan los pueblos y a veces chocan y se embisten, violando la serenidad de los espacios con la orquestación sacrílega de sus disparos.
Cada día que pasa, cada instante que transcurre, esta regresión bárbara de la guerra lleva más honda turbación y más hondo desconsuelo a los espíritus. Diríase que una marejada de sangre y de crimen pasase por Europa y aturdiese las cosas y los hombres en el vórtice rojo de las barbaries.
¿Leéis acaso las profecías tétricas de los vaticinadores autorizados? Sabréis entonces que falta aún mucho por recorrer en este camino de desolación y de muerte, sabréis entonces que los horrores de mortandad a que hemos asistido han sido simple preludio de otros por venir, sabréis que ha sido una obligada, una inevitable tregua, la impuesta por el invierno —una tregua, ¿es posible llamarla así?—, que significa, sin embargo, centenares de miles de vidas perdidas, ciudades arrasadas, millones de gentes envueltas en luto, sabréis que se ha esperado con ansiedad la primavera, la amable estación de las flores, del amor, de la poesía —la estación en que parece que la naturaleza tuviese una sonrisa y un desperezo de placer—, para precipitar la campaña, para arrojar unos contra otros los ejércitos hasta hoy casi inactivos dentro de la vida azarosa de las trincheras. Los pueblos en guerra han aguardado anhelosos la primavera, pero no como otrora para enguirnaldarse con la perfumada floración de sus campos, sino para inundar de sangre esos campos risueños. ¡Oh trágica, dolorosa, amarga primavera esta que para Europa empieza! Bajo los cielos claros, en los panoramas polícromos, no aromarán las flores, ni asomará la armonía polirrítmica de las aves canoras, sino vibrará el grito estridente de los clarines, detonarán los fusiles y fulgirán como haces luminosos las bayonetas. Callará el sagrado himno del amor y de la vida y atronarán el clamor fragoroso de la metralla. Las midinettes gráciles y bellas, ahorrarán las flores frescas con que antes adornaran sus búcaros frágiles para dedicar un recuerdo a sus amantes muertos.
La época terrible. El canciller de hierro, evocado en esta ocasión de su aniversario, proyecta su silueta gigantesca sobre el panorama de la contienda y ampara los anhelos neuróticos de Guillermo II, que ha dicho la frase comentada. Cuando se serene este torbellino, cuando se apague esta sed de sangre, cuando se extenúen estos ejércitos en lucha y la paz apacigüe los rencores y aletargue los odios, debía erigirse como una recordación de la lucha un monumento. Sobre él pondría la Guerra su figura trágica y alzaría en sus manos como un símbolo un hacha de sílex.
JUAN CRONIQUEUR
Referencias
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Publicado en La Prensa, Lima, 14 de abril de 1915. ↩︎