2.12. La derrota del coloso
- José Carlos Mariátegui
1La celebridad triunfal de Jack Johnson, del negro coloso, que durante largos años humillara a los mayores campeones del boxeo bajo la potencia férrea de sus puños formidables, ha sufrido su primer eclipse. El luchador de los bíceps amedrentadores, que recorriera el mundo invencible y orgulloso, ha saboreado la amargura de la primera derrota.
Cuantos supieron de la universal fama del coloso, cuantos le siguieron en su epopeya de rudos puñetazos, cuantos vieron asombrados su musculatura inverosímil en las páginas de las revistas ilustradas en que se ofrecían sus poses rotundas de gladiador, no pensarían seguramente que Johnson, el atleta, habría de asistir pronto al primer destello de su ocaso y no sabría resistirá las leyes inmutables de la vida. Porque mirando a este etíope fornido, no era posible imaginarse que sus músculos de acero no le sirvieran también para conservar intacta su fama y defenderse a golpes de puño de las fuerzas misteriosas del destino.
Hace ya varios años que este campeón recién vencido, según nos cuenta el cable de ayer, llegaba a la cúspide de su bárbara gloria y rubricaba con un definitivo puñetazo en las mandíbulas de Jim Jeffries, su mundial hegemonía. Los detalles de ese encuentro gigantesco en que el más vigoroso de los boxeadores blancos rodó agobiado por los golpes del negrazo, fueron a todas partes del globo y consagraron la celebridad del triunfador.
Y a partir de entonces, la carrera de Johnson fue sin interrupción una serie de victorias y de éxitos. El gladiador de ébano sonreía a las multitudes que lo aclamaban, con una sonrisa jactanciosa y omnipotente. Fue, repetimos, una triunfal epopeya de puñetazos. A los pies del coloso, cayeron humillados y exhaustos los más atrevidos luchadores. El puño cerrado de Johnson era como el símbolo de la barbarie humana, latente, aletargada solo al influjo deslumbrante de la apoteosis de la civilización.
Llegó un día en que el campeón no tuvo casi con quien luchar. El prestigio innegable de sus fuerzas excepcionales amedrentaba a luchadores intrépidos: la elocuencia de sus bíceps infundía pavor en atletas fornidos. ¿Supo acaso el coloso, ya en la cúspide de su gloria, del dolor de llegar? ¿Le agobió la esterilidad triste de sus triunfos? ¡Quién lo sabe! Admiradora de su fuerza bruta, la humanidad ha visto en él únicamente la sólida contextura de su cuerpo y no se ha acordado nunca de que Johnson tuviese también alma.
En esta etapa de su vida, el nombre de Johnson volvió a sonar en las vibraciones diarias del cable, subrayado por los estigmas del escándalo. El coloso se había convertido en un vulgar tratante de blancas. Ávido de emociones, de aventuras o de oro comerciaba con delicadas y jóvenes carnes de mujer y añadía a su bárbara celebridad de gladiador esta triste celebridad del maquereaux. Diarios y revistas comentaron esta nueva faz de la vida de Johnson que así se defendía del olvido.
Como ocurre siempre que se trata de la vida de un hombre que tiene ganada la universalidad, los más mínimos incidentes relacionado scon la de Johnson, han repercutido instantáneamente, y han agregado una piedra más al monumento de su fama excepcional. La esposa del atleta popularizó también su nombre y la aureola de novela que en torno de su figura forjara no sabemos si la realidad o la leyenda, puso un capítulo de folletín en la historia de Jack Johnson. Ella, la compañera del gladiador de ébano, era blanca y era bella. Amaba a su marido y le prodigaba ternuras que trazarían una dulce tregua de hogareño reposo en la existencia agitada del atleta. Pero, un buen día —¿desencanto, olvido, abandono?— Mrs. Johnson atentó resueltamente contra su vida. Y los irónicos comentadores del cable glosaron, cada cual, a su modo, el intenso drama.
Hoy, Jack Johnson ha sufrido su primer descalabro. Otro buscador, Willard, otro coloso, otro bárbaro luchador, lo ha vencido; ha vengado a Jim Jeffries y ha consumado la revancha de la raza blanca contra la supremacía de la negra en el deporte terrible. La raza blanca coge, por las manos rudas de Willard, el cetro del campeonato del boxeo.
El cable ha dicho cómo fue un porfiado, reñido, tremendo duelo. Johnson luchaba con los mismos arrestos, con los mismos ímpetus, con los mismos arrojos de sus mejores tiempos. Willard hacía prodigios de vigor y de destreza y se esforzaba, ambicioso, por derribar al negro de su pedestal de victoria. Y los rounds se sucedían entre la expectación ansiosa de una multitud, ávida de emoción, sin que uno de los luchadores desmayara. Al fin, Johnson, sintió el cansancio de su larga y agitada vida de héroe del boxeo. Y rodó vencido, bajo un golpe certero del campeón blanco.
Ante su primera derrota, ante el eclipse de su gloria efímera, Johnson, sentirá la infinita tristeza de su ocaso y añorará con pena la pasada etapa de sus triunfos, la celebridad engreída que ha deshecho un golpe de puño, rotundo y cruel.
Cuantos supieron de la universal fama del coloso, cuantos le siguieron en su epopeya de rudos puñetazos, cuantos vieron asombrados su musculatura inverosímil en las páginas de las revistas ilustradas en que se ofrecían sus poses rotundas de gladiador, no pensarían seguramente que Johnson, el atleta, habría de asistir pronto al primer destello de su ocaso y no sabría resistirá las leyes inmutables de la vida. Porque mirando a este etíope fornido, no era posible imaginarse que sus músculos de acero no le sirvieran también para conservar intacta su fama y defenderse a golpes de puño de las fuerzas misteriosas del destino.
Hace ya varios años que este campeón recién vencido, según nos cuenta el cable de ayer, llegaba a la cúspide de su bárbara gloria y rubricaba con un definitivo puñetazo en las mandíbulas de Jim Jeffries, su mundial hegemonía. Los detalles de ese encuentro gigantesco en que el más vigoroso de los boxeadores blancos rodó agobiado por los golpes del negrazo, fueron a todas partes del globo y consagraron la celebridad del triunfador.
Y a partir de entonces, la carrera de Johnson fue sin interrupción una serie de victorias y de éxitos. El gladiador de ébano sonreía a las multitudes que lo aclamaban, con una sonrisa jactanciosa y omnipotente. Fue, repetimos, una triunfal epopeya de puñetazos. A los pies del coloso, cayeron humillados y exhaustos los más atrevidos luchadores. El puño cerrado de Johnson era como el símbolo de la barbarie humana, latente, aletargada solo al influjo deslumbrante de la apoteosis de la civilización.
Llegó un día en que el campeón no tuvo casi con quien luchar. El prestigio innegable de sus fuerzas excepcionales amedrentaba a luchadores intrépidos: la elocuencia de sus bíceps infundía pavor en atletas fornidos. ¿Supo acaso el coloso, ya en la cúspide de su gloria, del dolor de llegar? ¿Le agobió la esterilidad triste de sus triunfos? ¡Quién lo sabe! Admiradora de su fuerza bruta, la humanidad ha visto en él únicamente la sólida contextura de su cuerpo y no se ha acordado nunca de que Johnson tuviese también alma.
En esta etapa de su vida, el nombre de Johnson volvió a sonar en las vibraciones diarias del cable, subrayado por los estigmas del escándalo. El coloso se había convertido en un vulgar tratante de blancas. Ávido de emociones, de aventuras o de oro comerciaba con delicadas y jóvenes carnes de mujer y añadía a su bárbara celebridad de gladiador esta triste celebridad del maquereaux. Diarios y revistas comentaron esta nueva faz de la vida de Johnson que así se defendía del olvido.
Como ocurre siempre que se trata de la vida de un hombre que tiene ganada la universalidad, los más mínimos incidentes relacionado scon la de Johnson, han repercutido instantáneamente, y han agregado una piedra más al monumento de su fama excepcional. La esposa del atleta popularizó también su nombre y la aureola de novela que en torno de su figura forjara no sabemos si la realidad o la leyenda, puso un capítulo de folletín en la historia de Jack Johnson. Ella, la compañera del gladiador de ébano, era blanca y era bella. Amaba a su marido y le prodigaba ternuras que trazarían una dulce tregua de hogareño reposo en la existencia agitada del atleta. Pero, un buen día —¿desencanto, olvido, abandono?— Mrs. Johnson atentó resueltamente contra su vida. Y los irónicos comentadores del cable glosaron, cada cual, a su modo, el intenso drama.
Hoy, Jack Johnson ha sufrido su primer descalabro. Otro buscador, Willard, otro coloso, otro bárbaro luchador, lo ha vencido; ha vengado a Jim Jeffries y ha consumado la revancha de la raza blanca contra la supremacía de la negra en el deporte terrible. La raza blanca coge, por las manos rudas de Willard, el cetro del campeonato del boxeo.
El cable ha dicho cómo fue un porfiado, reñido, tremendo duelo. Johnson luchaba con los mismos arrestos, con los mismos ímpetus, con los mismos arrojos de sus mejores tiempos. Willard hacía prodigios de vigor y de destreza y se esforzaba, ambicioso, por derribar al negro de su pedestal de victoria. Y los rounds se sucedían entre la expectación ansiosa de una multitud, ávida de emoción, sin que uno de los luchadores desmayara. Al fin, Johnson, sintió el cansancio de su larga y agitada vida de héroe del boxeo. Y rodó vencido, bajo un golpe certero del campeón blanco.
Ante su primera derrota, ante el eclipse de su gloria efímera, Johnson, sentirá la infinita tristeza de su ocaso y añorará con pena la pasada etapa de sus triunfos, la celebridad engreída que ha deshecho un golpe de puño, rotundo y cruel.
JUAN CRONIQUEUR
Referencias
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Publicado en La Prensa, Lima, 7 de abril de 1915. ↩︎