2.11. La santa efemérides

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Estos días tranquilos, apacibles, beatos, en que el mundo católico tiene un gesto de recogimiento y devoción, llevan en su mística tristeza una calma sedante, una amable consolación a los espíritus fatigados por el vértigo de la vida diaria. Son a lo menos dos días en que no nos sentimos hostigados por el trajín febricitante de las especulaciones y en que una tregua de serenidad y de quietud nos permite olvidarnos de amarguras y lacerías y detenernos en la contemplación bienhechora de nuestro mundo interior.
         Se diría que las inquietudes y turbaciones de la vida, que la fiebre de sus negocios y de sus ansias, que los requerimientos y exigencias de este vórtice que, como observaba un amable e irónico cronista, hacen del H.P. de los automóviles raudos todo un símbolo de la existencia contemporánea, nos sustrajesen al regalo espiritual de sentirnos solos, de meternos dentro de nosotros mismos y escuchar los latidos en que palpitan todos los anhelos de nuestras almas angustiadas y tristes.
         Este mareante torbellino de todos los días nos aletarga en un engañoso sueño de alegrías convencionales y placeres fugaces, nos extasía ante el cuadro impresionante de una civilización aparatosa, nos sume en un grato adormecimiento de nuestra voluntad y nuestros sentidos y excita a nuestra imaginación de opiatizados el florecimiento de las ficciones.
         Y por eso, cuando el trajín de las especulaciones humanas se serena, cuando las gentes se hinojan ante los altares del recuerdo y se abre un paréntesis de tranquilidad y de calma, nos sentimos aliviados en nuestras inquietudes y agradecemos que las calendas marquen junto con la conmemoración del jueves y viernes santos, un instante de recogimiento para nuestros espíritus.
         La tragedia bíblica resucita en nuestra mente, pero para despertar un fervor de ascetismo y penitencia como otrora en la imaginación enfermiza de iluminados y cenobitas, sino para decirnos toda su grandiosidad simbólica y restañar heridas y curar dolores con el bálsamo de las dulces y paradójicas doctrinas de Jesús. En el horizonte de sus recuerdos, el cronista ve alejarse los días serenos de su infancia, que arrullara la fe entonces intacta. Y se hace la ilusión de sentirse otra vez niño y bueno, como cuando no había amargado aún su espíritu el torcedor fatal de la duda. ¡Oh la virtud consoladora de creer, que pondría claror de aurora en su vida ensombrecida por dolorosos pesimismos y lacerantes desesperanzas!
         La figura blanca y amable de Jesús se pierde en la lejanía de sus sueños y el eco de la última parábola de amor y de fraternidad pone una nota de cruel ironía en estos momentos en que una regresión salvaje arroja unos contra otros a los hombres de un continente que tuvo siempre la altisonante jactancia de su civilización. La doctrina de paz y de amor, la buena, mansa y humilde doctrina que es el más grande y dulce de los poemas divinos, se ve en quiebra, derrotada, sola y contempla cómo a través de miles de años, los hombres siguen siendo feroces, sanguinarios y brutales. Ya eminentes maestros que han hecho el análisis de la actual han dicho cómo la guerra es una necesidad periódica de los pueblos.
         En esta ciudad vieja, monótona y triste, en cuya vida aún se sienten las pulsaciones de su pasado tradicional sobreponiendo al esnobista afán de quienes importan auras de renovación exótica y prosaica, este día de hoy como el de mañana, florecen las rosas albas del dulce misticismo de sus mujeres y una onda de recogimiento y oración pasa por la calle, por las cosas y por las almas.
         Igual que todos los años, las mujeres harán poética romería de templo en templo, para deshojar al pie de cada monumento la sortílega flor de sus rezos. Perfumarán con su gracia y su belleza la conmemoración solemne de la sacra efemérides. Y si no harán, aferradas a su coquetería invulnerable, el sacrificio de ser alguna vez sencillas y pobres en el vestir, no será porque en sus espíritus sea menos viva la flama de lo divino.
         En los campanarios que se alzan como cúspides sagradas, las campanas dirán, por última vez, la sonora sinfonía de sus místicos toques y enmudecerán luego para que nada turbe la quietud serena de la ciudad de duelo.
         El alma de la Lima virreinal, de la Lima de los austeros inquisidores y de los autos de fe, revivirá mañana para despertar en las conciencias el recuerdo del drama cruento y bajo la abovedada sonoridad de los templos resonará como una admonición y como un conjuro la palabra del predicador. Un Cristo ensangrentado y exangüe, dará la sensación de una agonía, en la penumbra morada de los cortinajes de luto. El rumor de la muchedumbre penitente, que reza y se conmueve, subirá con angustias de congoja entre las ofrendas del incienso místico.
         Y una dulce, una grata, una amable quietud pondrá calma sedante y bienhechora en los espíritus de quienes desean la voluptuosa serenidad de los días callados, silenciosos, y recuerdan tristemente el poema de la última parábola…

JUAN CRONIQUEUR


Referencias


  1. Publicado en La Prensa, Lima, 01 de abril de 1915. Y en Páginas Literarias, seleccionadas por Edmundo Cornejo Ubillús, 3ra. ed., Lima, 1985, pp. 112-115. ↩︎