1.6. La muerte de Jaurés
- José Carlos Mariátegui
1En pleno apostolado de paz y justicia, ha muerto asesinado Jean Jaurès, el más grande de los pensadores de la Francia contemporánea.
La mano aleve de un demente, de un fanático, incapaz de comprender la magnitud de sus ideales, ha segado la vida de este hombre excepcional, de este predicador de humanas y valientes doctrinas, que en la crisis actual tuvo el gallardo gesto de oponer al desborde de las pasiones y de los rencores patrióticos el atajo vigoroso de su palabra de apóstol.
La vida de Jaurès se resume tan solo en una lucha febril y constante por el triunfo de generosos principios, utópicos quizá.
Era Jaurès muy joven cuando sorprendió a todos con la publicación de una notable obra de filosofía superior, La realidad del mundo sensible, en la cual marcaba una tendencia reformista. La atención de los pensadores de Europa se concentró en torno del futuro tribuno que así ganaba el primer triunfo en la senda de su gloria.
Ansioso desde entonces de llevar a las mentalidades jóvenes principios sanos y altruistas, Jaurès se dedicó a la enseñanza universitaria, sin abandonar sus estudios filosóficos.
Fue en 1885 que Jaurès ingresó al parlamento. Perteneció a las filas de los republicanos moderados. Su actuación fue breve, pero en ella comenzó ya a dibujarse la figura de un gran tribuno.
Vuelto a la cámara en 1888, Jaurès evolucionó hacia el socialismo, por avenirse mejor con esta nueva orientación sus ideales de igualdad y de justicia. El verbo del tribuno resonó vibrante entonces en favor de todas las causas nobles. Pero cuando mayor elocuencia y mayor calor revistió fue cuando se levantó para condenar una injusticia, para destruir una arbitrariedad, para execrar un atropello. Jaurès combatió en aquella época con el más ardoroso de los entusiasmos y el más firme de los convencimientos al gabinete Dupuy. Y el juicio unánime de sus contemporáneos le consagró como el más grande de los oradores franceses.
Años más tarde, Jaurès tuvo principal participación en una de las más honrosas y valientes campañas parlamentarias y periodísticas. Al lado de Zola, emprendió la defensa de Dreyfus, aquella víctima del error o del chauvinismo político. Tuvo, entonces, como el extraordinario escritor del “Yo acuso”, que enfrentarse a la corriente más poderosa del país, al juicio casi unánime de la opinión.
Esta generosa defensa, dañó el prestigio popular de Jaurès de manera inequívoca. El patriotismo no pudo perdonar a una representante osadía tan enorme. Y como consecuencia de este rencor público, Jaurès fue derrotado en las elecciones legislativas, perdiendo su regreso al parlamento.
Pero este golpe no podía causar apocamiento en ánimo tan vigoroso, ni restar fuerza a convicciones tan arraigadas. La figura de Jaurès se exaltó en aquel momento a gloriosas alturas, en la prosecución de su noble campaña. En la prensa, en la tribuna callejera, en todas partes Jaurès dejaba oír su voz en defensa de Dreyfus.
En 1901, volvió Jaurès a la Cámara, acrecentados ya notablemente sus prestigios y su fama de notable orador. Todos sus esfuerzos se encaminaron a conseguir la unificación de los partidos socialistas franceses, a fin de robustecer su acción y elementos. Triunfantes sus anhelos, le tocó presidir a la representación parlamentaria del socialismo, cuya importancia y significación política eran evidentes.
Sus esfuerzos por la asociación socialista no se detuvieron aquí. Realizó entonces una propaganda eficaz en todas las naciones europeas en favor de la unidad de los socialistas del continente. Y consecuente con sus propósitos, fundó en París L’Humanité, diario desde el cual prosiguió en forma más esforzada la difusión de doctrinas de paz, de unión y de justicia.
Entre sus numerosas obras se cuenta La acción socialista, varias colecciones de discursos parlamentarios y de artículos de crítica filosófica y los tomos de la Historia de la Constituyente y de la Convención, correspondientes a la Historia socialista, publicada bajo su dirección y con la colaboración de eminentes escritores.
Su elocuencia e ilustración le habían elevado a prominente lugar entre los más famosos oradores de Francia. De imaginación ágil, de gesto sugestivo, de cálida voz, Jaurès desde su escaño en el parlamento o desde su improvisada tribuna callejera, movía a las masas, sugería en ellas el culto de elevados ideales, enardecía su instintivo amor a la libertad, las empujaba a la conquista del derecho y la justicia. Sus discursos se distinguían no solo por la profundidad de ideas y erudición puestas al explicarlas, sino por la galanura de la forma. De aquí el éxito de su oratoria, que por elegante y profusa en imágenes, encadenaba la atención del lector al desarrollo del tema. Jaurès, con muy buen sentido, se había apartado de todo lo que significase gravedad, estiramiento y aridez de estilo; gravedad, estiramiento y aridez que dan en los discursos la impresión de campos desolados y yermos, de fatigantes y pelados desiertos, en que no luce jamás la gaya flor de una metáfora.
Tal vez en este hombre todo fuego, todo pasión, todo idea, todo nervio, hubo un visionario, un utopista, un engañado, que no supo vislumbrar siquiera la angustiosa realidad de la vida, en su empeño de soñar una humanidad justa y buena. Pero, equivocado o no, visionario o no, fue Jaurès un apóstol, un convencido, digno de todas las admiraciones.
Su vida tempestuosa, febril, inquieta, ha tenido el final trágico pero glorioso que nadie esperara. Jaurès ha caído en plena lucha, en plena acción, cuando quizá si la desconsoladora miseria de las cosas humanas había llevado ya a su espíritu el doloroso convencimiento de la esterilidad de sus ideales.
La mano aleve de un demente, de un fanático, incapaz de comprender la magnitud de sus ideales, ha segado la vida de este hombre excepcional, de este predicador de humanas y valientes doctrinas, que en la crisis actual tuvo el gallardo gesto de oponer al desborde de las pasiones y de los rencores patrióticos el atajo vigoroso de su palabra de apóstol.
La vida de Jaurès se resume tan solo en una lucha febril y constante por el triunfo de generosos principios, utópicos quizá.
Era Jaurès muy joven cuando sorprendió a todos con la publicación de una notable obra de filosofía superior, La realidad del mundo sensible, en la cual marcaba una tendencia reformista. La atención de los pensadores de Europa se concentró en torno del futuro tribuno que así ganaba el primer triunfo en la senda de su gloria.
Ansioso desde entonces de llevar a las mentalidades jóvenes principios sanos y altruistas, Jaurès se dedicó a la enseñanza universitaria, sin abandonar sus estudios filosóficos.
Fue en 1885 que Jaurès ingresó al parlamento. Perteneció a las filas de los republicanos moderados. Su actuación fue breve, pero en ella comenzó ya a dibujarse la figura de un gran tribuno.
Vuelto a la cámara en 1888, Jaurès evolucionó hacia el socialismo, por avenirse mejor con esta nueva orientación sus ideales de igualdad y de justicia. El verbo del tribuno resonó vibrante entonces en favor de todas las causas nobles. Pero cuando mayor elocuencia y mayor calor revistió fue cuando se levantó para condenar una injusticia, para destruir una arbitrariedad, para execrar un atropello. Jaurès combatió en aquella época con el más ardoroso de los entusiasmos y el más firme de los convencimientos al gabinete Dupuy. Y el juicio unánime de sus contemporáneos le consagró como el más grande de los oradores franceses.
Años más tarde, Jaurès tuvo principal participación en una de las más honrosas y valientes campañas parlamentarias y periodísticas. Al lado de Zola, emprendió la defensa de Dreyfus, aquella víctima del error o del chauvinismo político. Tuvo, entonces, como el extraordinario escritor del “Yo acuso”, que enfrentarse a la corriente más poderosa del país, al juicio casi unánime de la opinión.
Esta generosa defensa, dañó el prestigio popular de Jaurès de manera inequívoca. El patriotismo no pudo perdonar a una representante osadía tan enorme. Y como consecuencia de este rencor público, Jaurès fue derrotado en las elecciones legislativas, perdiendo su regreso al parlamento.
Pero este golpe no podía causar apocamiento en ánimo tan vigoroso, ni restar fuerza a convicciones tan arraigadas. La figura de Jaurès se exaltó en aquel momento a gloriosas alturas, en la prosecución de su noble campaña. En la prensa, en la tribuna callejera, en todas partes Jaurès dejaba oír su voz en defensa de Dreyfus.
En 1901, volvió Jaurès a la Cámara, acrecentados ya notablemente sus prestigios y su fama de notable orador. Todos sus esfuerzos se encaminaron a conseguir la unificación de los partidos socialistas franceses, a fin de robustecer su acción y elementos. Triunfantes sus anhelos, le tocó presidir a la representación parlamentaria del socialismo, cuya importancia y significación política eran evidentes.
Sus esfuerzos por la asociación socialista no se detuvieron aquí. Realizó entonces una propaganda eficaz en todas las naciones europeas en favor de la unidad de los socialistas del continente. Y consecuente con sus propósitos, fundó en París L’Humanité, diario desde el cual prosiguió en forma más esforzada la difusión de doctrinas de paz, de unión y de justicia.
Entre sus numerosas obras se cuenta La acción socialista, varias colecciones de discursos parlamentarios y de artículos de crítica filosófica y los tomos de la Historia de la Constituyente y de la Convención, correspondientes a la Historia socialista, publicada bajo su dirección y con la colaboración de eminentes escritores.
Su elocuencia e ilustración le habían elevado a prominente lugar entre los más famosos oradores de Francia. De imaginación ágil, de gesto sugestivo, de cálida voz, Jaurès desde su escaño en el parlamento o desde su improvisada tribuna callejera, movía a las masas, sugería en ellas el culto de elevados ideales, enardecía su instintivo amor a la libertad, las empujaba a la conquista del derecho y la justicia. Sus discursos se distinguían no solo por la profundidad de ideas y erudición puestas al explicarlas, sino por la galanura de la forma. De aquí el éxito de su oratoria, que por elegante y profusa en imágenes, encadenaba la atención del lector al desarrollo del tema. Jaurès, con muy buen sentido, se había apartado de todo lo que significase gravedad, estiramiento y aridez de estilo; gravedad, estiramiento y aridez que dan en los discursos la impresión de campos desolados y yermos, de fatigantes y pelados desiertos, en que no luce jamás la gaya flor de una metáfora.
Tal vez en este hombre todo fuego, todo pasión, todo idea, todo nervio, hubo un visionario, un utopista, un engañado, que no supo vislumbrar siquiera la angustiosa realidad de la vida, en su empeño de soñar una humanidad justa y buena. Pero, equivocado o no, visionario o no, fue Jaurès un apóstol, un convencido, digno de todas las admiraciones.
Su vida tempestuosa, febril, inquieta, ha tenido el final trágico pero glorioso que nadie esperara. Jaurès ha caído en plena lucha, en plena acción, cuando quizá si la desconsoladora miseria de las cosas humanas había llevado ya a su espíritu el doloroso convencimiento de la esterilidad de sus ideales.
JUAN CRONIQUEUR
Referencias
-
Publicado en La Prensa, 3 de agosto de 1914. En Buelna, Año 2, Nº 4-5, pp. 26-27; Sinaloa, I-III de 1980.
Y en Invitación a la vida heroica - Antología, Lima, 1989, pp. 37-40. ↩︎
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