1.5. Cuenta el cable…

  • José Carlos Mariátegui

 

         1La amenaza de la conflagración europea se cierne hoy pavorosa sobre el universo. Austria y Serbia están ya en guerra y los continentales de uno y otro lado se agitan en torno al conflicto.
Serbia que lucha brava y resueltamente por su independencia, concita hoy en su rededor la mayor suma de simpatías. Es para todo el país pintoresco, celoso de su libertad y orgulloso de su tradición que se defiende de las asechanzas de una diplomacia codiciosa y de un afán dominador y expansionista.
         Reside aquí el germen de la conflagración. Los intereses antagónicos a Austria se juntan para destruir sus planes de absorción, más por práctica conveniencia que por quijotesco afán de defensa al débil.
         Apenas es posible imaginar las proporciones que alcanzaría una guerra general en Europa. Ni siquiera admitiría comparación con la más grande y legendaria de las contiendas médicas en que el ejército de Jerjes semejaba un mar humano impetuoso y arrollador. Y las cifras de los ejércitos que en lucha tan titánica tomarían parte, sobrepasan todo cálculo.
         Reviste tan pavorosos caracteres de catástrofe, que basta su consideración momentánea para llevar al ánimo el convencimiento de que la guerra no llegará a producirse. Con su realización los proclamados triunfos de la civilización y las conquistas del pacifismo, quedaría una derrota y llevaría al espíritu de toda la evidencia dolorosa de que la humanidad sigue siendo salvaje, impetuosa y brutal, a despecho de todas las doctrinas y de todos los principios con que se ha pensado utópicamente encadenar sus pasiones.
         No es posible prever los resultados de contienda tan terrible, en que habrían de quedar en claro las pretendidas ventajas de la dirección colectiva sobre la dirección unipersonal. Alemania representa en este momento la unidad en espíritu, en aspiraciones y en propósitos. En el Káiser se encarnan todos los anhelos de esa nacionalidad vigorosa. Él marca los ideales de su pueblo y resuelve sus destinos. La organización de Francia constituye la antítesis. Es el predomino del esfuerzo y de los ideales colectivos sobre el esfuerzo y los ideales individuales. La organización de Alemania, aunque antigua y casi anacrónica dentro de las tendencias actuales, representa talvez mayor fuerza. Fue el espíritu conquistador y vigoroso de Alejandro el Grande el que llevó al ejército macedonio de uno al otro confín del mundo conocido. Y fue el genio de Napoleón y no la preparación militar francesa, quien dominó un continente tras una gloriosa sucesión de triunfos.
         Ante el problema tremendo del presente, el espíritu se pierde en oscuras y laberínticas divagaciones. Todas son inútiles. El conflicto europeo nos coloca ante una sima insondable y misteriosa, ante una interrogación enigmática. Cabe solo preguntarse si todas las conquistas pacientes y lentas de la civilización, si todas sus victorias por el predominio del derecho y la justicia, habrán de quedar deshechas ante el estallido de una pasión, ante la ambición de un pueblo, ante la locura de un monarca, ante el amor propio de un diplomático. Y cabe preguntarse también si, al través de miles de años de evolución y de progreso, seguirán siendo los hombres tan brutales y sanguinarios como en tiempos pasados.

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         El proceso de madame Cailleaux, sensacional _affaire_ que ha absorbido a la prensa parisiense en los últimos días, ha encontrado el final que ya se preveía, la solución que se dibujaba. Madame Cailleaux, ha sido absuelta.
         El criterio penalista moderno no se encierra ya dentro del molde estrecho y enorinado de los códigos y las pragmáticas. Ha escapado de esta prisión y soluciona los problemas del delito de acuerdo con principios más humanos y más racionales, aunque un tanto arbitrarios a veces. Y, según este concepto, no son ya los tribunales, simples aplicadores de la ley y sus mandatos, sino cuerpos de deliberación que examinan las circunstancias del delito y restringen la pena a sus verdaderos alcances.
         En casos como el de madame Cailleaux la voz de la opinión lleva su influencia decisiva al criterio de los jueces. Madame Cailleaux había alcanzado el perdón del mundo entero al siguiente día del crimen, y el unánime clamor de compasión y simpatía que en favor de ella surgió hubo de imponerse más fuertemente a la conciencia del jurado que todos los subterfugios legalistas surdidos por el abogado de la defensa. Madame Cailleauxer a la mujer valerosa, heroica, celosa de su felicidad, que no había vacilado en destruir el obstáculo que se imponía traidoramente en el camino de su vida. Habría sido inhumana la condena de esta delincuente a quien ya había sabido absolver la opinión.
         Y, además, el castigo de este crimen, habría sido seguramente de escasa eficacia. Madame Cailleaux habría sabido poner término a su existencia, mancillada ya por el ultraje de una condena, lo mismo que supo descargar el arma homicida sobre el detractor de su marido, que así tronchaba sus aspiraciones de dicha y de triunfo.
         Esto aparte de que como ejemplo y sanción habría tenido también poco valor. Para que la delincuente de esta tremenda y conmovedora tragedia tuviese imitadoras, sería preciso que existieran muchas madame Cailleaux, fuertes de espíritu, grandes de corazón, impetuosas de sentimientos y de pasiones, capaces de hacer a su amor y a su felicidad el más heroico de los sacrificios.

JUAN CRONIQUEUR


Referencias


  1. Publicado en La Prensa, 1 de agosto de 1914.
    Y en Invitación a la vida heroica - Antología, Lima, 1989, pp. 34-37. ↩︎