1.4. Entre salvajes

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Los salvajes son, indudablemente, afectos a imitarnos. Tal como nosotros gustamos de llegar a sus selvas, ansiosos de conocerlos y estudiarlos en lo posible, ellos gustan también de llegar a nosotros y observarnos con la más solícita e inquisidora de las curiosidades. No hay duda acerca de que les interesamos.
         Vienen a nosotros con la misma ansia de conocer nuestra civilización que nos lleva a las regiones en que habitan, anhelosos de sorprender su vida y sus costumbres. Y se nos antoja que ellos han sabido comprendernos mejor que nosotros a ellos.
         Pero como no vamos a extendemos en deducciones sobre la psicología de los salvajes ni, mucho menos, nos limitaremos a apuntar algunas impresiones sobre los chunchos que han tenido a bien visitar Lima, acompañando al director de la colonia del Perené, probablemente con el objeto de enterarse si somos tan civilizados como se proclama.
         Envueltos en trajes multicolores y pintorescos, cargados de adornos extraños, embadurnados los rostros, altivos y desembarazados los ademanes, han recorrido las calles, atrayendo la atención de las gentes que han encontrado, como es natural, exótico e interesante el espectáculo.
         Podríamos asegurar que a los chunchos les ha importado muy poco el interés que su presencia haya suscitado. Por lo menos así lo han demostrado en sus palabras y sus ademanes, revelando una despreocupación que es rara entre los civilizados, y que a nosotros nos parece naturalmente muy plausible.
         Aparte, y sin que pueda parecer atrevido afirmarlo, los chunchos demuestran en su trato hacia nosotros, una discreción y hasta un cierto buen tono, que dista mucho de la insolencia con que examinamos sus adornos y de la curiosidad con que los miramos. Para los salvajes, los civilizados deben ser tan exóticos, como para los civilizados los salvajes. Esto es indudable. A ellos nuestros sombreros y nuestros afeites parecen tan ridículos y extravagantes como a nosotros se nos antojan sus túnicas, sus plumajes y sus pinturas. Sin embargo, los salvajes en sus modales respecto de nosotros, demuestran mayor educación, mayor respeto y menor curiosidad. Estamos seguros de que a ningún lector le han examinado el traje, ni le han preguntado sobre el porqué de sus escarpines, ni le han interrogado sobre la procedencia del perfume que emplea, ni se han reído de su monóculo, en caso de usarlo.
         Parecerán a primera vista tal vez algo raras y hasta caprichosas estas observaciones, pero aseguramos que quien se tome el mínimo trabajo de estudiar su fundamento y buscar su comprobación, no las encontrará ilógicas ni mucho menos.
         Hace un instante tuvimos oportunidad de ver y hablar a los salvajes que visitan Lima. Fuimos presentados a sus jefes y nos sorprendió que gentes, tenidas por salvajes, tuviesen tan corteses maneras. Uno de ellos, Zárate, se mostró muy comunicativo y jovial. El otro, López, nos pareció más grave y ceremonioso, y la autoridad con que tuvo a bien hablarnos, no halagó mucho que digamos nuestro amor propio de civilizados.
         Zárate ha encontrado muy interesantes los triunfos de la civilización, que ha alcanzado a apreciar, pero no le parecen tan admirables ni extraordinarios como a nosotros. Él no se explica, por ejemplo, por qué nos aprisionamos el cuerpo en un vestido rígido y estrecho, no encuentra tal exquisitez en los dulces y confituras que gustamos y le parece sumamente ridículo el uso de los escarpines. En cambio, le ha encantado la comodidad de los automóviles y se ha dado cuenta muy pronto de sus ventajas. Y esta simpatía por el ejercicio de un deporte tan moderno, tiene seguramente su origen en el espíritu valiente, audaz y esforzado que caracteriza a los salvajes, dispuestos siempre a la ejecución de las empresas atrevidas, y de todo lo que envuelve emoción, violencia y peligro.
         El cinematógrafo ha llamado mucho la atención del jefe campa y es seguramente algo de lo que más le ha maravillado. No concibe cómo se pueda alcanzar la reproducción en un simple lienzo de tantas y tan extraordinarias escenas. Zárate encontraría diabólico y sobrenatural este invento, si no fuese, como ya es, cristiano sincero y convencido, y prestase en consecuencia poca fe a cosas de sortilegio y hechicería.
         No obstante, todas estas maravillas y prodigios no bastan a convencer del todo a los salvajes respecto de la excelencia de la civilización. Son irreductibles, sin que haya lugar a duda, en sus creencias. Nos miran desdeñosamente, desprecian nuestras comodidades y regalos y gustan cada vez más fuerte e invencible la nostalgia de sus selvas exuberantes y lujuriosas. Por nada del mundo sustituirían la rústica sencillez de su vida salvaje, por la desapacible y violenta de las ciudades. Desean regresar lo más pronto a sus montañas y apartarse lo más pronto del torbellino de esta civilización que a nosotros nos ufana, y que en ellos no despierta otro sentimiento que uno de admiración y de sorpresa.

JUAN CRONIQUEUR


Referencias


  1. Publicado en La Prensa, Lima, 19 de julio de 1914. ↩︎