1.14. La procesión tradicional

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Ayer y anteayer, como todos los años, ha desfilado por las calles de Lima, de iglesia en iglesia, la procesión del Señor de los Milagros. Ha pasado imponente, pausada, rumorosa, fragante, solemne. Y su paso ha revivido en nuestro espíritu el recuerdo de tiempos lejanos, en que floreció amablemente el dulce misticismo de nuestros abuelos.
         Es la procesión del Señor de los Milagros uno de los últimos rezagos del pasado tradicional. La más típica tal vez de las manifestaciones de ese risueño, fastuoso y alegre criollismo que se extingue, que se pierde con hondo desconsuelo para los pocos, los insignificantes que, como nosotros, aman la tradición fervientemente. En ella palpita el alma de Lima colonial, el alma de nuestro pueblo de criollos perezosos y juerguistas, místicos y sensuales, que tanto han gustado siempre del pintoresco abigarramiento de las pompas religiosas.
         Y al revés de lo que ocurre con los historiados paseos de festividades característicamente limeñas, la procesión del Señor de los Milagros no pierde en un ápice su solemnidad y su fausto, por más que los años pasan, que el celo cristiano disminuye, y todo, hasta las más típicas costumbres, son abandonadas en obsequio al afán invencible de europeizarnos, de transformarnos, despertado en este pueblo por las personas que han visitado París, Londres y Nueva York y que consideran estas resurrecciones de nuestro pasado incompatibles con la cultura de una ciudad moderna.
         Pese a los años, pese al esnobismo predominante, pese a todas las “necesidades” del progreso, de la civilización, el entusiasmo de los limeños por la procesión tradicional no disminuye, antes bien aumenta, y así es como la que antes fuera peregrinación de negros y de plebeyos es hoy suntuosa romería que realzan, devotas, las damas más aristocráticas y gentiles. Deteniéndose en la observación del espíritu de esta fiesta y aunque tal vez resulte un poco profano suponerlo, el cronista cree que no es el fervor religioso, que no es el prestigio de los milagros que generoso prodiga el CRUCIFICADO, lo que congrega año tras año en torno de la imagen venerada a miles de fieles, lo que da a esta romería tal carácter de suntuosidad y de pompa, sino el íntimo, el secreto, el arraigado culto que tiene nuestro pueblo a la única de las festividades que en esta época le recuerdan su tradición y sus costumbres. Es un instintivo y cariñoso sentimiento de respeto por el pasado que huye.
         Esta procesión tradicional viste a Lima de un risueño ropaje de fiesta. Discurren por las calles gentes innumerables con hábitos morados, y la ciudad se envuelve en fragantes y azulosas nubes de sahumerios. Y el color de los hábitos varía entre las más distintas y complicadas tonalidades del morado. Morado oscuro, cárdenos, rojizos, lilas. Violentamente cárdenos como ojeras que enciende el pasado, tímidamente violetas como las coronas que ponen su fúnebre nota en la cámara de los niños muertos.
         La hemos visto pasar meditativos. Ha desfilado delante de nosotros como una romería interminable. Devotas aristocráticas y elegantes, sahumadoras vestidas de tosco hábito, morenos sudorosos, monaguillos adolescentes a quienes la solemnidad del momento pone una extraña seriedad en los semblantes, mozos alocados que corren, que alborotan y aprovechan de la fiesta como un campo propicio para sus galanterías. La imagen ha pasado lenta, cadenciosamente, alumbrada por pesados cirios. Y en su torno han subido al cielo los cánticos piadosos de los fieles y las nubes azulosas del sahumerio.
         Y ha seguido así el desfile, solemne y rumoroso, de iglesia en iglesia. En alguna en que el “anda” penetrara, ha sonado el dulce coro de las voces femeninas de las monjas. Sus siluetas vagas se agrupaban tras el enrejado inaccesible. Y hemos adivinado manos blancas que se juntaban y se alzaban en un ademán angustioso de plegaria.
         Al caer la tarde ha llegado la imagen a la iglesia conventual en que se le rinde culto. Gravemente, oscilando sobre los hombros cansados de los buenos “hermanos”, la hemos visto penetrar en el templo. Los ojos de los devotos la han despedido con una mirada de pena. “Hasta el año que viene —ha dicho un viejo—. Tal vez no volveremos a verla”. Y en su gesto doloroso hemos creído sorprender el presentimiento de la muerte amenazadora e implacable.
         El órgano ha llenado de armonías las sonoras bóvedas del templo. Los creyentes fervorosos han elevado nuevamente sus cánticos llenos de fe y devoción.
         Fuera, en la plazuela, las gentes se agolpaban, flotaba en el ambiente el aroma del incienso sagrado, y sobre las mesitas tradicionales se ofrecían provocativos los turrones dorados, las golosinas incitantes que fueran también característica del criollismo floreciente de otros tiempos.

JUAN CRONIQUEUR


Referencias


  1. Publicado en La Prensa, Lima, 20 de octubre de 1914. En Escritura-Teoría y crítica literarias, Nº 1, pp. 131-132, Caracas, 1 de junio de 1976.
    Y en Reconstrucción de Mariátegui, por Mario Castro Arenas Lima 1985, pp.138-140). ↩︎