3.8. El destino, las gitanas y la clarovidencia de la mujer
- José Carlos Mariátegui
DESDE LA VOZ DE LOS ORÁCULOS HASTA LA VOZ DE LA CARTOMANCIA
Al espíritu abracadabrante y
cabalístico de los dados impares1
Viendo a una gitana, pienso que el Destino habló siempre por labios de mujer. En los oráculos, fueron sacerdotisas las que dijeron el porvenir e interpretaron las predicciones sentenciosas de los dioses.
¿Por qué el Destino ha hablado eternamente por labios de mujer? ¿Qué raras complacencias ha tenido siempre para los ojos de la hembra? ¿Por qué estos ojos han poseído o han parecido poseer tan extraño don de videncia? ¿Qué razón secreta de afinidad existe entre el alma sospechosa y aleve de la mujer y el misterio del Destino?
Los paganos oyeron hablar a los dioses por boca de las Pitonisas. Y más tarde, y hasta hoy, parece que hubiera sido la predicción virtud accesible preferentemente para la mujer. Quien, en los últimos tiempos, novísima nigromante, ha hablado del porvenir, ha sido una extraña mujer, Madame de Thebes. Quien nos dice la buenaventura un día cualquiera, a la vuelta de una esquina, es otra mujer, una gitana trashumante y misteriosa. Las leyendas dicen que las brujas vuelan cabalgadas sobre escobas en las noches del sábado en pos de horribles aquelarres. Las Sibilas tuvieron magna sabiduría de lo futuro. Y la barata y sofista sacerdotisa de la cartomancia, que aguarda curiosos y afligidos, en el rincón oscuro de una casa desmantelada, es también una mujer. Entre los gitanos, esa gran raza agorera que va por el mundo como un símbolo de la inquietud de los hombres ante el misterio de lo futuro, son las mujeres las que tienen el sacerdocio de la predicción. Mientras ellas nos dicen el porvenir, los hombres reparan la vasija en deterioro. Mientras ellas ofician de ambulantes y mercenarias pitonisas, los hombres quitan la herrumbre y caldean el metal. Ellos prenden la lumbre, ellos cuidan a los niños, ellos arman el vivac, ellos amparan la familia, ellos amaestran el oso maromero, ellos aprenden y ejercen un oficio rutinario y elemental. Son una tropa de hombres que completa la tropa de agoreras y que llena la función natural de la perpetuación de la raza.
Nadie sabe si sería por fuerza de la costumbre, por fuerza de la leyenda o, más bien, por fuerza de una íntima e inexplicable sugestión, que se encontraría anacrónico y odioso el augurio dicho por el hombre. Nadie sabe por qué se cree que solo en la hembra puede residir la facultad de la profecía. Pero es así, sin embargo. No hay quien acuda con placer al oráculo de un sacerdote, brujo, eremita, hechicero o gitano. Parece que, por extraña virtud, el Destino solo fuera accesible a la videncia de la mujer.
La profecía en boca del varón ha tenido siempre distinto y más alto significado. Ha parecido revestida de un don evangélico y adoctrinante. En boca de los profetas semitas, poseía misterio grandioso y trágico de sentencia de Jehová. La Biblia es el libro de los profetas. Y la Biblia es majestuosa, pura, altísima y sabia como la voz de Dios. Debe ser distinta la voz del Destino. ¿Quién sabe del libro de las Sibilas? El libro de las Sibilas será como la voz del Destino: pagano, amenazador, caprichoso, aleve y malo. Los oráculos eran cotizables y se podía evitar un mal por el cohecho de una dádiva. Las profecías de la Biblia son inexorables y rotundas. Son puras y austeras como la ley mosaica. En la Biblia se podía evitar un mal con una virtud y con un sacrificio. La dádiva que pedía Jehová era un holocausto o una purificación.
Los profetas hablaban para los pueblos y para la raza. No hablaban para un hombre. Un profeta anuncia una desolación. Una adivinadora predice un casamiento. Un profeta promete al Mesías. Una adivinadora promete una buena cosecha. Hay evidente desigualdad en el rol del hombre y de la mujer que interpretan el porvenir. ¿Quién sabe de la íntima y misteriosa razón de esta desigualdad?.
Cuantos miran en las trashumantes agoreras de la gitanería y en las cartománticas hechiceras de los arrabales, las cultoras de una industria y de un comercio solamente, pensarán que la mujer tiene sobresalientes aptitudes para la trapacería, el engaño, la farsa y el escamoteo. Pero quienes dicen con tanto sentido común la razón de esta videncia cotizable de las mujeres, se equivocan de seguro. Es, más bien, que, en la traición, alevosía y maldad del Destino, penetra mejor que el alma del varón el alma sombrosa de la mujer. En la oscuridad del porvenir, las almas sombrosas deben entrar como murciélagos. El misterio debe tener para estas almas visitantes o irruptoras cierta rara cortesía que debe ser mueca hostil y enigma impenetrable para las almas intrusas y desconocidas.
Tan remoto como la memoria de los tiempos, es sin duda el afán de los hombres de investigar el porvenir. Los hombres no han sabido nunca ni sabrán jamás conformarse con la ignorancia de su futuro. Por eso siempre al oráculo mitológico, como a la covacha de la agorera, fue la peregrinación de los hombres que quisieron preguntar lo que les esperaba. Los hombres sueñan con la felicidad y temen el dolor y se obstinan en averiguar si para ellos la vida va a tener la felicidad invocada o el dolor temido. Como son tan triviales e ingenuos, como seguirán siéndolo a través de todas las evoluciones de la civilización y de la ciencia, piensan que sabiendo el porvenir se puede adquirir un poco de dicha. Y no meditan que la ignorancia del Destino es siempre preferible. La amenaza imprecisa de una profecía funesta debe ser tremenda. La incertidumbre es consoladora. En el engaño está el único bienestar de la vida. Solo somos felices las veces que nos imaginamos serlo. Y sin embargo de que lo sabemos, sin embargo, de que coincidimos todos en que la felicidad no tiene forma precisa, nos empeñamos en saber si vamos a ser gloriosos, si vamos a ser viejos. Los que tienen un amor, inquieren por el porvenir de ese amor. Los que tienen una esposa, buscan la certidumbre de su fidelidad. Los que aspiran a la gloria, preguntan si les será accesible algún día. Los que tienen una chácara, anhelan saber si la cosecha será pródiga. Los que trabajan en un taller o en una oficina, interrogan si llegarán a ser amos. Todos aspiran a descorrer la cortina de un horizonte temido y anhelado. Y la inquietud universal no cesa de buscar el desciframiento del porvenir.
En esta investigación eterna, los hombres pensaron un día que la explicación de las cosas futuras estaba en los astros. Y los astrólogos envejecieron en la contemplación de los cielos y en la busca de raras cábalas que dijesen el Destino de los hombres. La profecía científica tuvo su origen del primer astrolabio. Y desde el primer astrolabio hasta hoy, muchos hombres han buscado con inútil empeño la ciencia exacta reveladora del raro logogrifo de las cosas.
Los gitanos, esa gente nómade, extraña, supersticiosa, trashumante, soñadora; esa gente a la cual no han preocupado nunca los problemas de la civilización; esa gente que ha visto sin su esfuerzo la invención del ferrocarril, del automóvil, del telégrafo, del transatlántico, es en la humanidad la facción misteriosa que cultiva la religión del augurio. Son un oráculo ambulante y disperso que satisface la universal curiosidad de los hombres. Sus mujeres aprendieron desde jóvenes la quiromancia y saben encontrar las huellas del Destino en la palma de la mano. Se fingen intérpretes del porvenir —que es impenetrable a través de todas las ilusiones, de todos los oráculos y de todos los adivinos— y satisfacen la necesidad de los hombres de escuchar como una promesa o como un nuevo dolor una voz predictora. Tienen una función piadosa y consolatoria cerca de los hombres. No les dicen la buenaventura por trapacería o engaño consciente. Ellas también son ilusas que obedecen secretas sugestiones. Van empujadas por un ideal de vaticinio de la dicha o de la desgracia de los hombres ávidos.
Y parece que las gitanas tuvieran el don de la videncia durante un periodo de su vida. Aquellas que ya han envejecido, aquellas cuyos ojos caducos no tienen vigor, aquellas cuyos labios no tienen frescura, van al lado de las otras, de las jóvenes, de las iluminadas tan solo como confidentes, como custodios. Hacen menesteres domésticos, cuidan a los chicos y refieren consejas.
Yo siento una gran emoción en presencia de esta raza nómade y vagabunda que ignora el hogar ciudadano; que gusta de todos los climas; que va del trópico ardiente a la puna austral; que ha visto ponerse el sol en muchos horizontes distintos; que ha escuchado todas las lenguas y ha vivido entre todas las razas.
El mundo debe parecerles un babel espantoso y laberíntico donde todos los hombres tienen el mismo sueño de la felicidad y rinden el mismo y vulgar tributo al trabajo, a la superstición, al amor, a la muerte, a la fortuna, al hambre y a la pasión.
Los paganos oyeron hablar a los dioses por boca de las Pitonisas. Y más tarde, y hasta hoy, parece que hubiera sido la predicción virtud accesible preferentemente para la mujer. Quien, en los últimos tiempos, novísima nigromante, ha hablado del porvenir, ha sido una extraña mujer, Madame de Thebes. Quien nos dice la buenaventura un día cualquiera, a la vuelta de una esquina, es otra mujer, una gitana trashumante y misteriosa. Las leyendas dicen que las brujas vuelan cabalgadas sobre escobas en las noches del sábado en pos de horribles aquelarres. Las Sibilas tuvieron magna sabiduría de lo futuro. Y la barata y sofista sacerdotisa de la cartomancia, que aguarda curiosos y afligidos, en el rincón oscuro de una casa desmantelada, es también una mujer. Entre los gitanos, esa gran raza agorera que va por el mundo como un símbolo de la inquietud de los hombres ante el misterio de lo futuro, son las mujeres las que tienen el sacerdocio de la predicción. Mientras ellas nos dicen el porvenir, los hombres reparan la vasija en deterioro. Mientras ellas ofician de ambulantes y mercenarias pitonisas, los hombres quitan la herrumbre y caldean el metal. Ellos prenden la lumbre, ellos cuidan a los niños, ellos arman el vivac, ellos amparan la familia, ellos amaestran el oso maromero, ellos aprenden y ejercen un oficio rutinario y elemental. Son una tropa de hombres que completa la tropa de agoreras y que llena la función natural de la perpetuación de la raza.
Nadie sabe si sería por fuerza de la costumbre, por fuerza de la leyenda o, más bien, por fuerza de una íntima e inexplicable sugestión, que se encontraría anacrónico y odioso el augurio dicho por el hombre. Nadie sabe por qué se cree que solo en la hembra puede residir la facultad de la profecía. Pero es así, sin embargo. No hay quien acuda con placer al oráculo de un sacerdote, brujo, eremita, hechicero o gitano. Parece que, por extraña virtud, el Destino solo fuera accesible a la videncia de la mujer.
La profecía en boca del varón ha tenido siempre distinto y más alto significado. Ha parecido revestida de un don evangélico y adoctrinante. En boca de los profetas semitas, poseía misterio grandioso y trágico de sentencia de Jehová. La Biblia es el libro de los profetas. Y la Biblia es majestuosa, pura, altísima y sabia como la voz de Dios. Debe ser distinta la voz del Destino. ¿Quién sabe del libro de las Sibilas? El libro de las Sibilas será como la voz del Destino: pagano, amenazador, caprichoso, aleve y malo. Los oráculos eran cotizables y se podía evitar un mal por el cohecho de una dádiva. Las profecías de la Biblia son inexorables y rotundas. Son puras y austeras como la ley mosaica. En la Biblia se podía evitar un mal con una virtud y con un sacrificio. La dádiva que pedía Jehová era un holocausto o una purificación.
Los profetas hablaban para los pueblos y para la raza. No hablaban para un hombre. Un profeta anuncia una desolación. Una adivinadora predice un casamiento. Un profeta promete al Mesías. Una adivinadora promete una buena cosecha. Hay evidente desigualdad en el rol del hombre y de la mujer que interpretan el porvenir. ¿Quién sabe de la íntima y misteriosa razón de esta desigualdad?.
Cuantos miran en las trashumantes agoreras de la gitanería y en las cartománticas hechiceras de los arrabales, las cultoras de una industria y de un comercio solamente, pensarán que la mujer tiene sobresalientes aptitudes para la trapacería, el engaño, la farsa y el escamoteo. Pero quienes dicen con tanto sentido común la razón de esta videncia cotizable de las mujeres, se equivocan de seguro. Es, más bien, que, en la traición, alevosía y maldad del Destino, penetra mejor que el alma del varón el alma sombrosa de la mujer. En la oscuridad del porvenir, las almas sombrosas deben entrar como murciélagos. El misterio debe tener para estas almas visitantes o irruptoras cierta rara cortesía que debe ser mueca hostil y enigma impenetrable para las almas intrusas y desconocidas.
Tan remoto como la memoria de los tiempos, es sin duda el afán de los hombres de investigar el porvenir. Los hombres no han sabido nunca ni sabrán jamás conformarse con la ignorancia de su futuro. Por eso siempre al oráculo mitológico, como a la covacha de la agorera, fue la peregrinación de los hombres que quisieron preguntar lo que les esperaba. Los hombres sueñan con la felicidad y temen el dolor y se obstinan en averiguar si para ellos la vida va a tener la felicidad invocada o el dolor temido. Como son tan triviales e ingenuos, como seguirán siéndolo a través de todas las evoluciones de la civilización y de la ciencia, piensan que sabiendo el porvenir se puede adquirir un poco de dicha. Y no meditan que la ignorancia del Destino es siempre preferible. La amenaza imprecisa de una profecía funesta debe ser tremenda. La incertidumbre es consoladora. En el engaño está el único bienestar de la vida. Solo somos felices las veces que nos imaginamos serlo. Y sin embargo de que lo sabemos, sin embargo, de que coincidimos todos en que la felicidad no tiene forma precisa, nos empeñamos en saber si vamos a ser gloriosos, si vamos a ser viejos. Los que tienen un amor, inquieren por el porvenir de ese amor. Los que tienen una esposa, buscan la certidumbre de su fidelidad. Los que aspiran a la gloria, preguntan si les será accesible algún día. Los que tienen una chácara, anhelan saber si la cosecha será pródiga. Los que trabajan en un taller o en una oficina, interrogan si llegarán a ser amos. Todos aspiran a descorrer la cortina de un horizonte temido y anhelado. Y la inquietud universal no cesa de buscar el desciframiento del porvenir.
En esta investigación eterna, los hombres pensaron un día que la explicación de las cosas futuras estaba en los astros. Y los astrólogos envejecieron en la contemplación de los cielos y en la busca de raras cábalas que dijesen el Destino de los hombres. La profecía científica tuvo su origen del primer astrolabio. Y desde el primer astrolabio hasta hoy, muchos hombres han buscado con inútil empeño la ciencia exacta reveladora del raro logogrifo de las cosas.
Los gitanos, esa gente nómade, extraña, supersticiosa, trashumante, soñadora; esa gente a la cual no han preocupado nunca los problemas de la civilización; esa gente que ha visto sin su esfuerzo la invención del ferrocarril, del automóvil, del telégrafo, del transatlántico, es en la humanidad la facción misteriosa que cultiva la religión del augurio. Son un oráculo ambulante y disperso que satisface la universal curiosidad de los hombres. Sus mujeres aprendieron desde jóvenes la quiromancia y saben encontrar las huellas del Destino en la palma de la mano. Se fingen intérpretes del porvenir —que es impenetrable a través de todas las ilusiones, de todos los oráculos y de todos los adivinos— y satisfacen la necesidad de los hombres de escuchar como una promesa o como un nuevo dolor una voz predictora. Tienen una función piadosa y consolatoria cerca de los hombres. No les dicen la buenaventura por trapacería o engaño consciente. Ellas también son ilusas que obedecen secretas sugestiones. Van empujadas por un ideal de vaticinio de la dicha o de la desgracia de los hombres ávidos.
Y parece que las gitanas tuvieran el don de la videncia durante un periodo de su vida. Aquellas que ya han envejecido, aquellas cuyos ojos caducos no tienen vigor, aquellas cuyos labios no tienen frescura, van al lado de las otras, de las jóvenes, de las iluminadas tan solo como confidentes, como custodios. Hacen menesteres domésticos, cuidan a los chicos y refieren consejas.
Yo siento una gran emoción en presencia de esta raza nómade y vagabunda que ignora el hogar ciudadano; que gusta de todos los climas; que va del trópico ardiente a la puna austral; que ha visto ponerse el sol en muchos horizontes distintos; que ha escuchado todas las lenguas y ha vivido entre todas las razas.
El mundo debe parecerles un babel espantoso y laberíntico donde todos los hombres tienen el mismo sueño de la felicidad y rinden el mismo y vulgar tributo al trabajo, a la superstición, al amor, a la muerte, a la fortuna, al hambre y a la pasión.
JUAN CRONIQUEUR
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 23 de febrero de 1917. Y en las Páginas Literarias, seleccionadas por Edmundo Cornejo Ubillús, 3ra ed., Lima, 1985, pp. 138-143. ↩︎
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