3.3. El crimen del balneario: Cuento Trágico, doloroso e inquietante

  • José Carlos Mariátegui

Él, manso, silencioso y bueno, vino
de una serranía. Su vida fue humilde
e incolora1

 

         Adolfo Sánchez, el raro asesino y suicida del cuarto A, casa I, calle X, del balneario del Barranco, era un hombre que podía haber sido personaje de Eça de Queiroz, de Gustavo Flaubert o de Maupassant. Algo tenía también de personaje de Máximo Gorki. María Ramírez, su amante, no era tan definida. Podía haber sido una heroína de Murger y de Musset, pero podía haber sido también una heroína de Carolina Invernizio.
         Ambos llegaron a ser protagonistas de una tragedia cuya delicadeza y sutileza son tales que las libran de la posibilidad de toda interpretación escénica. La tragedia de Adolfo Sánchez y de María Ramírez podría haberla contado Jean Lorrain, pero no habría podido contarla nunca el altísimo señor don Jacinto Benavente.
         Adolfo Sánchez era un estudiante de derecho civil. Tenía veintisiete años. Varios hacían de la fecha en que Adolfo llegó a la ciudad después de abandonar su oscuro, andino y rústico rincón serrano. Adolfo había estudiado instrucción primaria e instrucción media en los colegios de su pueblo. Los colegios de su pueblo eran dos: uno estaba dirigido por unos curas franceses que profundizaban en latín, y otro estaba dirigido por unos profesores serranos, que pugnaban por compenetrarse bien del francés y del alemán. Los curas franceses decían horrores de los buenos maestros serranos. Los buenos maestros les contestaban con Voltaire y Diderot, los máximos herejes que entendían y conocían. Los curas franceses traducían a Virgilio. Los buenos maestros serranos traducían a Schiller y a Scarrón.
         Adolfo sintió siempre el anhelo de ser algo más que un labriego, que un gobernador o que un boticario. La familia de Adolfo no pensaba de idéntica manera, pero tenía siempre la ambición de que Adolfo fuese abogado y volviese a su provincia para ser juez de primera instancia, gamonal, alcalde o diputado. Y Adolfo había sido enviado a Lima para estudiar derecho civil.
         Adolfo hizo en la ciudad una vida llena de esfuerzos, de sufrimientos y de sacrificios. La vida de la ciudad lo hostilizaba y lo hería. Adolfo sentía muy cerca de él las tentaciones del placer, de la holgura, del lujo. Su corta “mesada” de estudiante andino le impedía adquirir comodidades apetecibles. Adolfo leía, estudiaba, trabajaba. Aprendió a escribir en máquina. Hacía copias. Era manso, humilde, callado, bueno, laborioso. Como nunca hablaba alto, como nunca discutía, como nunca hacía alardes de ilustración, los demás universitarios pensaban que Adolfo era un pobre diablo. Los sabios catedráticos nunca prestaron oportunidad a Adolfo para lucir sus conocimientos. El nombre de Adolfo era demasiado modesto y vulgar para que Adolfo fuese llamado a hablar sobre uno de los temas de la enseñanza. Y cuando Adolfo demostraba en alguna forma que era culto y hábil, sus compañeros llegaban a convenir benévolamente en que Adolfo era un serranito “machacón”.


 

Un amor y un alma de mujer. Hay
almas providenciales. Son las que
hacen una felicidad.

         Un día Adolfo encontró un alma buena de mujer que le comprendiese y le amase. Adolfo sintió que su vida se trasformaba. Consagró a su amor todas sus energías. Descuidó los libros, equivocó en un paso y los sabios catedráticos decidieron mentalmente un día que Adolfo era un bruto. Adolfo tenía la insolencia de despreciar el juicio de los sabios catedráticos. María era la amada de Adolfo. Bonita, joven, alegre, romántica, sensible, se había entregado generosamente al amor del pobre estudiante bohemio que lo demandaba. María era un alma providencial que hacía la felicidad de otra alma sensible. Cuando un alma de mujer tiene tales merecimientos, no hay que averiguar si es un alma selecta, si es un alma exquisita, si es un alma elevada.
         Basta con saber que es un alma que hace una felicidad y esto la santifica. Por eso es que, para narrar la novela de Adolfo y de María, no hace falta precisar exactamente si esta última era un tipo de Mürger o de la Invernizio, si era una Mimí o una Rosina apellidada en piamontés. Adolfo había encontrado la compensación de este amor, en un instante de dolorosa miseria. No lograba casi atender a sus gastos cotidianos. A medida que había gustado de ciertas satisfacciones de la vida metropolitana, Adolfo había tenido mayores gastos y hallado más menguada su renta. Fausto, un amigo y compañero, bueno y caritativo, le ofreció un día su cuarto de soltero. Él tenía familia: no lo necesitaba sino de raro en raro. Lo que para él podía adquirir carácter de alcoba galante, para Adolfo sería vivienda, refugio y hogar. Adolfo se estableció en el cuarto de Fausto. Fausto no iba a él casi nunca.

 

Esa alma providencial llevaba al
cuarto de Adolfo algunos minutos de
alegría.

         María llevó a la estancia de Adolfo las fragancias de su amor, de su risa y de su huella. Sus visitas constituían los minutos de mayor felicidad para Adolfo. Adolfo tenía el amor propio de callarle que aquella estancia no era suya. Y tenía cuidado prolijo para que María no le visitase, sino cuando Fausto no podía ir. Tampoco reveló a Fausto el secreto de estas visitas. No le parecía delicado emplear la habitación de quien lo hospedaba en una aventura amorosa. Él no tenía el derecho de Fausto para hacer de su estancia una estancia galante. No. Debía conformarse con que su techo le cobijara y sus muros le abrigaran. Él era en ella un extraño. Y callaba a Fausto el amor que la vivienda propiciaba y a María la ajena propiedad de la vivienda. Era una mentira que mantenía con el más absoluto de los sigilos.

 

Este amor era un amor puro, a pesar
de su sensualidad. El pecado no era
en él pecado.

         Adolfo y María eran buenos. Su amor, dentro de una apreciación comprensiva, era un amor puro. La sensualidad aparecía en él como una gran eclosión de romanticismo. El placer era para los dos bien inefable y espiritual. Tenía un significado altísimo. Si Adolfo y María hubieran tenido noticia de que alguien sabía sus relaciones y de que decía al verlos pasar: “Estos jóvenes conviven”, habrían sentido una indignación muy profunda. Habrían creído vehementemente que se profanaba el sentido de su amor. Ella se había entregado complaciente porque hacía de este modo dichoso a su amante. Él se afirmaba día a día en la convicción de que este amor no ofendía la pureza ni la inocencia de su amada.
         Contadas eran las veces en que María podía visitar a Adolfo. Eran las suyas furtivas escapadas del hogar celoso y austero. En su casa tenía que mentir, disimular y fingir como una mujer mala. Y María era buena, tan buena que era la querida de un pobre estudiante, solo por cariño y por deseo de hacerlo un poco feliz. Pero estos sentimientos no habría podido explicarlos jamás María a su familia. El criterio de su familia no transigiría nunca con que una joven honesta visitase a un hombre para concederle cierta especie de favores. La enunciación del hecho únicamente, le habría parecido monstruosa, inverosímil. Ella lo comprendía. Pero no cedía en cuanto a su conciencia de que obraba bien. Lo que ella hacía no era malo. Pero no podía intentar justificarlo, porque nadie habría sabido entenderla. María era muy dichosa cuando lograba un pretexto para estar ausente un rato de su casa y poder conceder ese rato a su amante. María era buena, tan buena, tan absolutamente buena, tan divinamente buena, que iba a la cita con la alegría de quien va a hacer una obra de caridad.
         Y Adolfo abrigaba por ella sentimientos semejantes. La amaba con delirio. Y la esperaba no porque su visita fuese placer, sino porque ese placer, así adquirido, así secreto, así furtivo, tenía una significación de inefable felicidad. Su posesión no tenía un sentido carnal, sino un sentido espiritual. Son cosas que solo puede comprender quien ha sido joven, sensible, pobre y triste y ha concentrado en una mujer y un amor todas las ansias de su sentimentalidad.
         Adolfo y María, eran dos amantes puros. La alcoba, el pecado, las complacencias no representaban nada para hacer de su amor una vulgar y grosera fiebre de voluptuosidad, un tácito convenio sexual, una transacción de sus apetitos fisiológicos.

 

La noche de la complaciente y
ansiada entrevista. En todo el
pueblo hubo un soplo de felicidad.

         Una noche Adolfo oyó de labios de María el más bello anuncio. Su familia había aceptado que acompañase a unas amigas durante los días en que la metrópoli, el balneario y todo el país, iban a celebrar el aniversario patrio. El celoso padre convino en que “pasase el veintiocho” en el balneario. Y ella habíase dado maña para burlar una noche todas las miradas avizoras y dedicárselas a Adolfo. Corría grandes peligros. Podía descubrírsele. Pero la felicidad buscada valía bien el riesgo y su amenaza. María, alma sencilla y heroica, lo resolvió así. Y lo comunicó a Adolfo, aquella noche de “nochebuena”, holgorio cívico, clamoreo patriótico, fuegos artificiales e himno nacional, en que ambos se encontraron en una alameda del balneario. Adolfo se hubiera arrodillado ante ella para agradecerle su resolución. Muchas veces él había soñado con esa entrevista que no tuviese los apremios de las antes gozadas. Pero sabía que nunca le habría sido posible demandarla.
         Fue dulce y conmovedor el prólogo de la entrevista. Adolfo y María pasearon entre el bullicio y la alegría de la población en fiesta, indiferentes a todo regocijo y absortos en su frase, en su mirada y en su contemplación espiritual. Las gentes, que a su lado pasaban, hacían una algarada indiscreta, murmuraban, reían y hacían demostraciones exageradas de un alborozo del cual Adolfo y María, más alegres y más felices que toda la multitud que se emborrachaba de fiesta, estaban absolutamente ignorantes. Su alegría pedía recato, mudez, silencio. La alegría de las gentes requería en cambio vociferación, estrépito y carcajada. Estaban pues bastante diferenciadas.
         Y a la amante divagación en el parque del balneario, siguió la intimidad plácida y tibia del coloquio en la alcoba. El cuarto de Fausto amparaba las efusiones de un cariño sobrehumano. Adolfo estaba absolutamente seguro de que Fausto no les estorbaría esa noche con su presencia. Fausto mismo se lo había advertido casualmente.
         Y había en el balneario, en una casita humilde, una gran felicidad que era más bella que todas las felicidades convencionales y groseras de la muchedumbre metropolitana.

 

La puntualidad del tranvía.
Un propósito claudicante y una llamada.

         El destino se valió de una sucesión de coincidencias torpes para destruir esta felicidad. Fausto tuvo la grave imprudencia de perder el carro penúltimo. Encontró mortificante esperar el último. Y resolvió ir a dormir a su cuarto. El destino se servía de él como de un inconsciente instrumento.
         Fausto llegó a la puerta de su cuarto y la halló cerrada por dentro. Llamó a ella. Primero lo hizo con suavidad, luego con violencia. Y como nadie respondiera a sus llamadas tuvo la impertinencia inconsciente de querer abrir la puerta a viva fuerza. Empezó a forzarla.
         Un conductor de tranvía eléctrico que ordena con puntualidad necia la partida, un joven distraído que no cuenta con esta puntualidad y llega al paradero tarde para tomar el tranvía, un descontento del mismo joven ante la consecuencia de esperar otro carro, pueden ser suficientes, cómo ve el lector, para determinar un drama.

 

La tragedia. Minuto de la angustia
torturadora y fatal.

         Adolfo se sobrecogió al escuchar las llamadas de su amigo. Comprendió que era Fausto. No podía ser otro. Y resolvió no abrirle. Abrirle equivaldría a provocar una catástrofe. Un individuo, de ideas vulgares y de alma vulgar, aunque caritativa, iba a profanar el secreto de su amor y el sentido de su amor. María iba a sorprender el ridículo de la situación de un hombre que se hace amar en un cuarto prestado. Ella iba a ser también expuesta a las miradas de una persona poco comprensiva y maliciosa, que seguramente la iba a tratar como a la querida de él. El aspecto de ambos, íntimo y amoroso, no podía dejarse observar por un hombre que iba a imaginar las groseras manifestaciones de un pecado que ellos interpretaban con gran delicadeza e inefable romanticismo. El intruso iba a tener para calificar el acto una palabra, que era seguramente la que le correspondía, pero parecería absurdo a ambos y particularmente a Adolfo, que se aplicase a los íntimos deliquios de sus entrevistas. Adolfo tuvo la percepción de una tragedia cercana. Ella sintió el sobresalto de sus pudores de mujer espiritualmente honrada.
         Fausto insistía violentamente en sus golpes y en sus esfuerzos por abrir la puerta. Adolfo sintió entonces la tragedia misma. Lo dominó ese sentimiento que domina a todos ante una amenaza del ridículo. Se cree entonces que la situación es desesperada y que la única manera de evitarla es la muerte. Si un espíritu delicado y sensible no va al suicidio en muchos momentos de su vida, en que lo grotesco lo amenaza, es porque no tiene siempre a su alcance formas oportunas para suprimirse. Adolfo escuchaba cada golpe y cada empujón como la inminencia de una catástrofe horrible que solo podía evitar la muerte. Los grandes espíritus sienten, generalmente, que una gran catástrofe temida es más terrible que la muerte. En una catástrofe así puede concluir una existencia. Pero más doloroso es siempre supervivirla.
         Y los golpes siguieron intensos. Adolfo se convenció de que la puerta era demasiado desleal, aviesa y traicionera para defenderlos. Seguramente se iba a rendir al empeño de Fausto. Una puerta, en tales circunstancias, no puede servir nunca para impedir el acceso a una estancia en peligro de ser violentada. Las puertas son como los centinelas, que solo guardan una vigilancia eficaz cuando nada la hace precisa.
         María estaba consternada. Su espíritu no podía percibir toda la angustia del instante. La presentía tan solo. Un alma de mujer no puede comprender totalmente una tragedia tan grande.
         Un patán desvergonzado se habría levantado en calzoncillos para abrir la puerta y detener al intruso. Adolfo no podía concebir tal procedimiento. Hay remedios más terribles que el propio mal que pueden remediar.

 

Y fue como en los versos de un poeta:
“Es la muerte quien llama señor y
está ya dentro”.

         Adolfo tuvo la certidumbre de que la puerta los entregaba. Y tomó una resolución. Sacó del velador un revólver y le dijo a su María:
         —Muramos los dos.
         No hubo tiempo para la protesta. Adolfo hirió mortalmente a su amante y se pegó un tiro certero enseguida.
         Fausto tuvo entonces miedo y fue a llamar a la policía.
         Una puntualidad del carro eléctrico, un descuido del que debía tomarlo, un perezoso raciocinio del individuo que se resiste a una espera y una llamada inoportuna, habían originado lo que al día siguiente los diarios llamaron un drama de amor...

JUAN CRONIQUEUR


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 30 de julio de 1916. ↩︎