2.12. La ruta de Ícaro
- José Carlos Mariátegui
ASOMÁNDOME AL INFINITO
(Impresiones de un vuelo, escritas para el día de hoy, aniversario de Chávez)1
Esta mañana blanca y tibia de primavera, me he despertado madrugador y alegre. Y ansioso y vehemente he puesto prisa en echarme a la calle, espoleado por el recuerdo de que la noche anterior he dado al aviador Figueroa —a este hombre-pájaro que tuvo el atrevido empeño de desafiar la hostilidad traidora de los Andes—, mi palabra de acompañarlo en el vuelo.
En esta casa de La Prensa debían esperarme a las nueve, unos amigos de periodismo y de bohemia, pero perennes informales no han sabido hacer el milagro de vencer, por una vez siquiera, su pereza de impenitentes nocherniegos. Y he encontrado solo a uno, sajón en sus promesas, cronométrico en sus citas. Con él he ido en demanda del tranvía a Bellavista.
Y en el paradero, puesto ya el pie en el estribo, otro amigo me ha interrumpido para oír de mis labios la refrendación de la noticia de que yo iba a volar, que ha llegado a sus oídos. Cuando le he dicho que era cierta, aún ha dudado y me ha dicho luego: “¡Vaya, un gusto de matarse!”. Me he despedido. El carro se ha puesto en marcha. Y yo me he escrutado a mí mismo, sereno y tranquilo, para inquirir si tengo miedo, si estoy un poco arrepentido de la promesa al aviador amigo, si temo el vuelo, si ha hecho en mi espíritu impresión, ligera u honda el augurio que sucedió a la interrogación del amigo que llegó a mí hace un instante. Pero me he hallado indiferente, quieto, sin más sentimiento que uno muy grande de vehemencia por llegar lo más pronto al aeródromo y mirar el peligro. He ansiado la emoción fervientemente. Mi compañero me ha hablado de cosas distintas y me ha mirado muy hondo. Seguramente piensa lo mismo que yo: que debo sentir miedo. Yo le he contestado sonriente y he visto con placer cómo pasaban raudos los árboles, los postes y las tapias del paisaje pelado y escueto, y he pensado que cada instante me acercaba un poco a Bellavista.
Cuando he llegado al aeródromo ya estaba allí Figueroa. Es aún temprano. El aviador debe efectuar la ritual revisión de su monoplano. Entramos al hangar. Hay dentro una penumbra tibia, un acre olor a bencina y a petróleo. Los mecánicos escudriñan en el motor y lo abastecen cuidadosos para el vuelo. Figueroa va y viene de un lado a otro y observa un punto cualquiera de su aparato con ojeada minuciosa. Luego torna a nosotros y nos habla. Yo veo en sus ojos que sospecha que estoy inquieto. He pensado que tenía razón y he vuelto a escrutarme a mí mismo. Esta vez me he asombrado mucho de descubrir nuevamente que no tengo miedo. Figueroa ha callado. En el hangar se oye solo el ruido metálico de herramientas que funcionan en manos presurosas. El ruido se interrumpe y hay un gran silencio. Yo he pensado en estos instantes angustiosos del hangar que deben preceder a las grandes hazañas. He pensado en Chávez, cuando aguardaba el alistamiento de su aeroplano, en el hangar, antes del vuelo trágico. He pensado en Pegoud cuando ante su máquina en revisión, soñaba con esa estupenda acrobacia del looping the loop.
De pronto, Figueroa ha ordenado que se abriesen las puertas del hangar. Y al interior de la barraca ha entrado de un golpe la luz y yo he imaginado que el monoplano tenía un franco esperezo de alegría ante la visión de este retazo de infinito. Luego, los ayudantes del piloto han conducido fuera el monoplano. Figueroa, mi amigo y yo los hemos seguido, mientras lo llevaban hacia la pista.
Nos hemos parado en seco. Figueroa me ha colocado en la cabeza un gorro de lana que apenas me deja libres los ojos, la nariz y la boca. No he querido aceptarle los anteojos. Y he concentrado todos mis pensamientos y todas mis ansias en pos del solo objetivo del viaje. He querido sentirlo. He ansiado sentirlo. Pero por una extraña rebeldía de mi naturaleza, el miedo no se ha presentado.
Figueroa ha subido a su asiento en el monoplano. Mi asiento es el siguiente al del piloto. Se me recomienda que en el instante de la partida eche el cuerpo adelante, para facilitar el decollage. Y Figueroa me dice:
—Si quiere usted hablarme, gríteme al oído. Un ayudante impele con fuerza la hélice y esta se pone un segundo después en movimiento vertiginoso. El torbellino formidable de viento que forma la hélice me aturde un tanto. El polvo que levanta y la violencia del remolino me ciegan casi. Siento que me azota los ojos una ráfaga terrible y turbia. Y sufro una sensación de malestar indefinible.
A una voz de Figueroa se da suelta al avión. He sentido que corríamos velozmente y que nos despegábamos del suelo, perseguidos aún por la sensación de la ráfaga inexorable. Cuando he abierto los ojos, el monoplano volaba sobre el mar. La impresión de malestar ha desaparecido por completo. La hélice es ya solo como un gran ventilador. El torbellino de aire pesado y terroso fue la última sensación del suelo hostil. Yo lo he mirado con odio y he sentido un bienestar inmenso cuando el aeroplano ascendía sobre el mar con la proa puesta al infinito.
La mañana es clara y tibia. El cielo se diría huateado por nubes blancas, a través de las cuales se adivina la concavidad azul. Tras de las nubes blancas, que sus fulgores hacen transparentes, pugna por escaparse el sol. Yo miro hacia abajo. El monoplano describe una ligera curva siguiendo la línea de la orilla. Y veo a un lado el mar. Al otro, el campo verde y cortado geométricamente por las líneas pardas de los tapiales. Y el campo me hace la impresión de un gran plano preciso y luminoso. Viajamos, con rumbo hacia la Magdalena. Sobre la escarpa de la orilla se empinan las olas como una amenaza y revientan en una alba floración de espuma. Y las rocas y la arena de la orilla son todas evanescentes cuando las olas espiran.
He sentido de pronto que el monoplano se inclinaba de un lado. Un ala se ha erguido mientras la otra ha declinada. Pienso que viramos. Y quiero pensar que es un accidente, que vamos a caer, creo que he atrapado el miedo y que voy a tener el deseado minuto de angustia. Pero enseguida advierto que viajamos con rumbo al Callao nuevamente. Miro cercana la blanca mancha del Cementerio de Bellavista. Y, entre el marco del panorama verde, la miro poética. Allá en la lejanía, Lima brumosa y gris se recoge medrosa al pie del cerro cuya cima envuelve la niebla como un cendal de tristeza.
He sacado el reloj. Son las once de la mañana. Luego he gritado una frase al oído de Figueroa. Él me ha respondido, pero he advertido que su voz se ahogaba en el mugido formidable del motor y que el torbellino que nos envolvía me sustraía su respuesta. He vuelto a gritar y entonces sí le he oído contestarme. He pensado en la gran angustia de un coloquio de estos, monosilábico, clamante, entre un piloto y un pasajero perdidos y ante la gran inquietud de una tragedia próxima.
Repentinamente, el monoplano asciende y baja luego. La impresión de este descenso rápido es angustiosa y molesta. He sentido una depresión muy grande y el primer malestar del vuelo. Pero, ignorante de que este tumbo inesperado era efecto de una veleidad del viento, he seguido confiado. Y he sentido otro tumbo más recio. Figueroa, imperturbable, movía sus palancas.
El monoplano avanza por encima del Callao. Me asomo hacia abajo y miro la población que es a mis ojos como una de esas ciudades de cartón con que juegan los niños. Irregular, parda, la miro recortada por el mar azul que se pierde en la lejanía brumosa. Y atisbo las calles, donde las gentes diminutas como soldaditos de plomo están puestas a mitad de la calzada. Las adivino sorprendidas por el ruido del motor, con las caras al cielo y un gran rictus de admiración en los semblantes atónitos. Pienso en que estos hombres-pájaros que así dominan los espacios, deben tener cuando pasan sobre las ciudades un gran gesto de orgulloso desprecio para todos los que no saben levantarse un palmo de la tierra e ignoran la sensación augusta del infinito.
La Punta se alarga como una sombra hacia el mar. Y el mar está poblado de naves y de barcas. El Dársena pizarroso, oscuro se extiende entre el abigarrado conjunto de las naves tímidamente agrupadas a sus flancos. A mis oídos no llega un solo rumor de la ciudad. Ansío una voz cualquiera de la población bullente y agitada, deseo un toque lento y armónico de campanario que turbe el monorritmo ronco de la hélice. Pero parece que la ciudad callara, que la ciudad durmiera y que no hubiese más sonido que la sinfonía ululante de los aires.
Hemos virado nuevamente. Volamos otra vez, proa a la Magdalena A un lado, miro el mar. Al otro, la costa. Repentinamente, las nubes blancas que envuelven el cielo azul y luminoso, han sufrido un desgarro. Un haz de luz solar, rubia y caliente, ha caído sobre la barquilla y la ha hecho luminosa. Yo sueño que el sol ha hecho un gran esfuerzo para rasgar las nubes que lo apresan y para envolvernos en una blanca epifanía de luz, como una salutación. Y he entornado los ojos al sentir que este rayo me quemaba los párpados, amorosamente.
Hemos dejado atrás, nuevamente, el aeródromo. Avanzamos raudamente hacia la Magdalena. Miro el paisaje de Lima que se tiende a lo lejos. Siento que corremos hacia él. Pronto el aeroplano traza una curva. Volvemos a Bellavista. Rápidamente dejamos atrás La Legua. La blanca casa de campo de una hacienda, simula una paloma yaciente en la verdura. Una embestida del viento nos hace subir para descender luego. Yo ya me he habituado casi al vértigo de estas sacudidas.
Inesperadamente, Figueroa, hace cesar el motor. El movimiento de la hélice aminora de pronto. Miro hacia abajo. El cementerio de Bellavista, surge otra vez entre el paisaje campesino. El cementerio abajo. La máquina se detiene y se lanza raudamente hacia el aeródromo. ¿Voy a sentir el minuto de angustia? ¿Vendrá el miedo? No tengo tiempo para seguir pensando. Las sensaciones son rápidas, sucesivas, violentas. El monoplano está ya muy cerca de tierra. Toca el suelo y se eleva luego un trecho como en un arrepentimiento. Se me antoja una golondrina que llega a ras de tierra y torna a remontarse. Vuelve a tocar el suelo y vuelve a elevarse, esta vez más débilmente. Al fin se detiene. Yo he sacado nuevamente mi reloj. Son las once y diez minutos. He estrechado la mano a Figueroa. Una multitud abigarrada y vocinglera llega hasta nosotros corriendo.
Mi amigo viene a mí, el primero, inquisidor, curioso. Cambiamos sonrientes una impresión rápida. Me desencasqueto el gorro. Callo. Y pienso que es una gran lástima haber tenido tantas sensaciones raudas y no haber sentido el ansiado minuto de angustia y miedo. Y me lamento del extraño placer que no he gozado…
En esta casa de La Prensa debían esperarme a las nueve, unos amigos de periodismo y de bohemia, pero perennes informales no han sabido hacer el milagro de vencer, por una vez siquiera, su pereza de impenitentes nocherniegos. Y he encontrado solo a uno, sajón en sus promesas, cronométrico en sus citas. Con él he ido en demanda del tranvía a Bellavista.
Y en el paradero, puesto ya el pie en el estribo, otro amigo me ha interrumpido para oír de mis labios la refrendación de la noticia de que yo iba a volar, que ha llegado a sus oídos. Cuando le he dicho que era cierta, aún ha dudado y me ha dicho luego: “¡Vaya, un gusto de matarse!”. Me he despedido. El carro se ha puesto en marcha. Y yo me he escrutado a mí mismo, sereno y tranquilo, para inquirir si tengo miedo, si estoy un poco arrepentido de la promesa al aviador amigo, si temo el vuelo, si ha hecho en mi espíritu impresión, ligera u honda el augurio que sucedió a la interrogación del amigo que llegó a mí hace un instante. Pero me he hallado indiferente, quieto, sin más sentimiento que uno muy grande de vehemencia por llegar lo más pronto al aeródromo y mirar el peligro. He ansiado la emoción fervientemente. Mi compañero me ha hablado de cosas distintas y me ha mirado muy hondo. Seguramente piensa lo mismo que yo: que debo sentir miedo. Yo le he contestado sonriente y he visto con placer cómo pasaban raudos los árboles, los postes y las tapias del paisaje pelado y escueto, y he pensado que cada instante me acercaba un poco a Bellavista.
Cuando he llegado al aeródromo ya estaba allí Figueroa. Es aún temprano. El aviador debe efectuar la ritual revisión de su monoplano. Entramos al hangar. Hay dentro una penumbra tibia, un acre olor a bencina y a petróleo. Los mecánicos escudriñan en el motor y lo abastecen cuidadosos para el vuelo. Figueroa va y viene de un lado a otro y observa un punto cualquiera de su aparato con ojeada minuciosa. Luego torna a nosotros y nos habla. Yo veo en sus ojos que sospecha que estoy inquieto. He pensado que tenía razón y he vuelto a escrutarme a mí mismo. Esta vez me he asombrado mucho de descubrir nuevamente que no tengo miedo. Figueroa ha callado. En el hangar se oye solo el ruido metálico de herramientas que funcionan en manos presurosas. El ruido se interrumpe y hay un gran silencio. Yo he pensado en estos instantes angustiosos del hangar que deben preceder a las grandes hazañas. He pensado en Chávez, cuando aguardaba el alistamiento de su aeroplano, en el hangar, antes del vuelo trágico. He pensado en Pegoud cuando ante su máquina en revisión, soñaba con esa estupenda acrobacia del looping the loop.
De pronto, Figueroa ha ordenado que se abriesen las puertas del hangar. Y al interior de la barraca ha entrado de un golpe la luz y yo he imaginado que el monoplano tenía un franco esperezo de alegría ante la visión de este retazo de infinito. Luego, los ayudantes del piloto han conducido fuera el monoplano. Figueroa, mi amigo y yo los hemos seguido, mientras lo llevaban hacia la pista.
Nos hemos parado en seco. Figueroa me ha colocado en la cabeza un gorro de lana que apenas me deja libres los ojos, la nariz y la boca. No he querido aceptarle los anteojos. Y he concentrado todos mis pensamientos y todas mis ansias en pos del solo objetivo del viaje. He querido sentirlo. He ansiado sentirlo. Pero por una extraña rebeldía de mi naturaleza, el miedo no se ha presentado.
Figueroa ha subido a su asiento en el monoplano. Mi asiento es el siguiente al del piloto. Se me recomienda que en el instante de la partida eche el cuerpo adelante, para facilitar el decollage. Y Figueroa me dice:
—Si quiere usted hablarme, gríteme al oído. Un ayudante impele con fuerza la hélice y esta se pone un segundo después en movimiento vertiginoso. El torbellino formidable de viento que forma la hélice me aturde un tanto. El polvo que levanta y la violencia del remolino me ciegan casi. Siento que me azota los ojos una ráfaga terrible y turbia. Y sufro una sensación de malestar indefinible.
A una voz de Figueroa se da suelta al avión. He sentido que corríamos velozmente y que nos despegábamos del suelo, perseguidos aún por la sensación de la ráfaga inexorable. Cuando he abierto los ojos, el monoplano volaba sobre el mar. La impresión de malestar ha desaparecido por completo. La hélice es ya solo como un gran ventilador. El torbellino de aire pesado y terroso fue la última sensación del suelo hostil. Yo lo he mirado con odio y he sentido un bienestar inmenso cuando el aeroplano ascendía sobre el mar con la proa puesta al infinito.
La mañana es clara y tibia. El cielo se diría huateado por nubes blancas, a través de las cuales se adivina la concavidad azul. Tras de las nubes blancas, que sus fulgores hacen transparentes, pugna por escaparse el sol. Yo miro hacia abajo. El monoplano describe una ligera curva siguiendo la línea de la orilla. Y veo a un lado el mar. Al otro, el campo verde y cortado geométricamente por las líneas pardas de los tapiales. Y el campo me hace la impresión de un gran plano preciso y luminoso. Viajamos, con rumbo hacia la Magdalena. Sobre la escarpa de la orilla se empinan las olas como una amenaza y revientan en una alba floración de espuma. Y las rocas y la arena de la orilla son todas evanescentes cuando las olas espiran.
He sentido de pronto que el monoplano se inclinaba de un lado. Un ala se ha erguido mientras la otra ha declinada. Pienso que viramos. Y quiero pensar que es un accidente, que vamos a caer, creo que he atrapado el miedo y que voy a tener el deseado minuto de angustia. Pero enseguida advierto que viajamos con rumbo al Callao nuevamente. Miro cercana la blanca mancha del Cementerio de Bellavista. Y, entre el marco del panorama verde, la miro poética. Allá en la lejanía, Lima brumosa y gris se recoge medrosa al pie del cerro cuya cima envuelve la niebla como un cendal de tristeza.
He sacado el reloj. Son las once de la mañana. Luego he gritado una frase al oído de Figueroa. Él me ha respondido, pero he advertido que su voz se ahogaba en el mugido formidable del motor y que el torbellino que nos envolvía me sustraía su respuesta. He vuelto a gritar y entonces sí le he oído contestarme. He pensado en la gran angustia de un coloquio de estos, monosilábico, clamante, entre un piloto y un pasajero perdidos y ante la gran inquietud de una tragedia próxima.
Repentinamente, el monoplano asciende y baja luego. La impresión de este descenso rápido es angustiosa y molesta. He sentido una depresión muy grande y el primer malestar del vuelo. Pero, ignorante de que este tumbo inesperado era efecto de una veleidad del viento, he seguido confiado. Y he sentido otro tumbo más recio. Figueroa, imperturbable, movía sus palancas.
El monoplano avanza por encima del Callao. Me asomo hacia abajo y miro la población que es a mis ojos como una de esas ciudades de cartón con que juegan los niños. Irregular, parda, la miro recortada por el mar azul que se pierde en la lejanía brumosa. Y atisbo las calles, donde las gentes diminutas como soldaditos de plomo están puestas a mitad de la calzada. Las adivino sorprendidas por el ruido del motor, con las caras al cielo y un gran rictus de admiración en los semblantes atónitos. Pienso en que estos hombres-pájaros que así dominan los espacios, deben tener cuando pasan sobre las ciudades un gran gesto de orgulloso desprecio para todos los que no saben levantarse un palmo de la tierra e ignoran la sensación augusta del infinito.
La Punta se alarga como una sombra hacia el mar. Y el mar está poblado de naves y de barcas. El Dársena pizarroso, oscuro se extiende entre el abigarrado conjunto de las naves tímidamente agrupadas a sus flancos. A mis oídos no llega un solo rumor de la ciudad. Ansío una voz cualquiera de la población bullente y agitada, deseo un toque lento y armónico de campanario que turbe el monorritmo ronco de la hélice. Pero parece que la ciudad callara, que la ciudad durmiera y que no hubiese más sonido que la sinfonía ululante de los aires.
Hemos virado nuevamente. Volamos otra vez, proa a la Magdalena A un lado, miro el mar. Al otro, la costa. Repentinamente, las nubes blancas que envuelven el cielo azul y luminoso, han sufrido un desgarro. Un haz de luz solar, rubia y caliente, ha caído sobre la barquilla y la ha hecho luminosa. Yo sueño que el sol ha hecho un gran esfuerzo para rasgar las nubes que lo apresan y para envolvernos en una blanca epifanía de luz, como una salutación. Y he entornado los ojos al sentir que este rayo me quemaba los párpados, amorosamente.
Hemos dejado atrás, nuevamente, el aeródromo. Avanzamos raudamente hacia la Magdalena. Miro el paisaje de Lima que se tiende a lo lejos. Siento que corremos hacia él. Pronto el aeroplano traza una curva. Volvemos a Bellavista. Rápidamente dejamos atrás La Legua. La blanca casa de campo de una hacienda, simula una paloma yaciente en la verdura. Una embestida del viento nos hace subir para descender luego. Yo ya me he habituado casi al vértigo de estas sacudidas.
Inesperadamente, Figueroa, hace cesar el motor. El movimiento de la hélice aminora de pronto. Miro hacia abajo. El cementerio de Bellavista, surge otra vez entre el paisaje campesino. El cementerio abajo. La máquina se detiene y se lanza raudamente hacia el aeródromo. ¿Voy a sentir el minuto de angustia? ¿Vendrá el miedo? No tengo tiempo para seguir pensando. Las sensaciones son rápidas, sucesivas, violentas. El monoplano está ya muy cerca de tierra. Toca el suelo y se eleva luego un trecho como en un arrepentimiento. Se me antoja una golondrina que llega a ras de tierra y torna a remontarse. Vuelve a tocar el suelo y vuelve a elevarse, esta vez más débilmente. Al fin se detiene. Yo he sacado nuevamente mi reloj. Son las once y diez minutos. He estrechado la mano a Figueroa. Una multitud abigarrada y vocinglera llega hasta nosotros corriendo.
Mi amigo viene a mí, el primero, inquisidor, curioso. Cambiamos sonrientes una impresión rápida. Me desencasqueto el gorro. Callo. Y pienso que es una gran lástima haber tenido tantas sensaciones raudas y no haber sentido el ansiado minuto de angustia y miedo. Y me lamento del extraño placer que no he gozado…
JUAN CRONIQUEUR
Referencias
-
Publicado en La Prensa, Lima, 27 de septiembre de 1915. Y en Invitación a la vida heroica - Antología, Lima, 1989, pp. 51-56. ↩︎
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