2.13. 35,514

  • José Carlos Mariátegui

Un mundo de esperanza. —La expectación. Comienza el sorteo. —¡La Lotería de Navidad! ¡El fin!1  

         Todos los años, pobres y ricos, juegan a la lotería por esta fecha con ansia extraordinaria. La sed de la fortuna es tan grande y la miseria va tan en aumento que apenas si hay casa de Lima en que las familias no dispongan, después de la cinco de la tarde de una serie de billetes del sorteo que serán arrojados al canasto con un gesto despectivo y amargo. Hasta ayer se los guardaba y mimaba. Eran la mejor promesa y la esperanza acariciada. En muchos casos la salvación definitiva. En otros el placer de haber sido obsequiados por el sport con un nuevo éxito.
         No es raro que este sorteo encienda alegrías en las clases menesterosas. Es como un remedio tan eficaz como inseguro que todos necesitan, al que todos tienen derecho y del cual nadie puede vanagloriarse de usufructuar. El azar habrá de discernir el premio. Y el azar ni es justo ni es injusto. Es como ciego que reparte palos y concede gracias.
         En esta época de miseria espantosa no es extraño que la Beneficencia haya vendido totalmente los números. Las “guerrillas” desaparecían de manos de los viejos suerteros y de la “palomilla” vocinglera que invade restaurantes, cafés y hasta los templos ofreciendo el billete que “indudablemente” ganará la batalla y lo llevará a uno de la pobreza al hall de la fortuna… Con 50,000 soles se puede vivir con más holgura y hasta es posible evitar crímenes ahora que la moda o la pobreza —es igual— los exigen…
         Después de todo es más fácil matar a una mujer que comprarle un automóvil…


En la Plaza de Armas  

         La gente se ha levantado temprano. Hay quien ha pasado la noche en vela. Hay quien ha soñado un presupuesto, sin descuidar la compra de una tina con “agua perfumada” para “deshacerse” de este calor que nos desorienta y nos embrutece. Con calor y todo, el tabladillo pintoresco que se levanta en la plaza para realizar el sorteo se vio desde horas antes del comienzo rodeado por una cantidad considerable de personas.
         Comentarios risueños. Alegrías inusitadas. Emociones engañado ras por anticipado. En fin, el tabladillo, con sus blancos toldos, era la guillotina para miles de miles de personas y una buena vaca de la abundancia —no siempre ha de ser cuerno únicamente, sobre todo tratándose de la Beneficencia— para cuatro o cinco felices.
         Hay caras nuevas. Rostros dolorosos que creen con una fe que sobrepuja a la de los médicos. Otros que dicen para sus adentros: ¿Sí me tocará? ¿Sí me tocará? Y quien aguarda indiferente chupando su puchito de cigarrillo. Le da igual no ser el agraciado.
         No faltan personas que nos cuentan historias tristísimas. Casi nos angustian. Casi sollozan. Casi lloran. Y como punto final, lanzando un suspiro formidable, nos dicen con alegría: “Si Dios me ayudase”.


Comienza el sorteo  

         En las ánforas giratorias —la verdad es que no son ánforas sino dos grandes bolas que cobijan en su interior los números—. Comienzan los preparativos. Ceremonias previas. Se alistan papeles y plumas para las anotaciones. Las gentes siguen desgranando sus comentarios y ruegos. A los muchachos encargados de sacar las fichas que ostentan los números se les remanga el saco para que no trampeen.
         Comienza la tragicomedia.
         El público mira ávido. Se suspira. Se alarga. Se inmuta. Padece. Es todo “pescuezo”.
         Se cantan los números imperturbablemente. El silencio es tan grande que se oye el canto de un jilguero, que desde la punta de la torre de Santo Domingo hace fúnebres augurios…
         Se produce un movimiento en la muchedumbre. El gran revuelo. Enorme ansiedad. Los ojos van y vienen de un sitio a otro con una expresión de ansiedad tan grande, que da miedo. Esa fiebre es hambre. Esa ambición es necesidad. ¡Pobre gente! piensa el cronista. Se producen sonrisas. Se cambian impresiones gratas entre los empleados con el gesto y la mirada.
         Por fin la voz comunica el premio gordo. Es el
                                        36, 514.
         Deponen todos su actitud. Los espectadores no han gozado con el fin del espectáculo. Están mustios. Apenados. La tristeza en esos rostros tiene la expresión de los pájaros que pliegan lentamente las alas para morir… Esto es curioso pero gráfico. Solo uno que otro muchacho hace piruetas. Es un suertero que ha vendido dos o tres billetes premiados. Tiene propina y felices pascuas.
         Los demás: con los bolsillos y el alma vacía…
         Igual que el cronista que no obstante se ríe…

Referencias


  1. Publicado en La Prensa, Lima, 24 de diciembre de 1915. ↩︎