1.9. El sacrificio de Nodgi
- José Carlos Mariátegui
1Acaba de contarnos el cable cómo se han realizado los funerales del Emperador Mutsuhito, cuya magnificencia y solemnidad ha dicho del cariñoso recuerdo que el pueblo japonés guarda por el que fue su soberano y ha evocado viejas costumbres, olvidadas al influjo de la civilización europea.
Hubo en ellos desfilar esplendente de plebeyos y de magnates, todo lo que constituye la pomposa suntuosidad de las grandes fiestas orientales, tras de una sangrienta tragedia que recuerda usanza antigua y bárbara.
Nodgi, el vencedor de Puerto Arturo, héroe de una epopeya grandiosa, no quiso que los restos de su monarca fueran inhumados solos y sintiendo despertar en su espíritu el anhelo invencible de una muerte salvaje, pero para él honrosa, oyendo la voz de la sangre, inspirándose en el ejemplo de nobles antepasados, fue hasta el féretro abrumado por la gloria áurea de sus condecoraciones y de sus entorchados, hundió en su vientre la hoja brilladora de su sable de guerra, lanzando un grito de satisfacción y de dolor. El harakiri estaba consumado. Un viejo guerrero y su esposa, compañera de infortunios y alegrías, habían rendido bárbaro tributo a la memoria de Mutsuhito. Al pie del féretro yacían dos cadáveres en medio de una laguna de sangre en la que flotaban humeantes las vísceras.
Así ha creído cumplir con su deber Nodgi. Murió su soberano y sintió que se debía todo a él, y que a sus compatriotas solo correspondían los lauros de sus triunfos. Tal vez pensó que ellos fueron conquistados también por el monarca, que, en su hábil actuación de gobernante, con brillante clarividencia, había previsto las futuras azarosas contingencias, porque había de pasar en su país y supo prepararlo para que fuera triunfador.
Aquella legión fiera, adiestrada, marcial y disciplinada, que logró una victoria en el asedio del puerto inexpugnable, debía su adiestramiento y su disciplina a la acción inteligente del emperador, ya que su fiereza y su marcialidad son herencia de las generaciones pasadas, de ímpetus bravíos y de actitudes gallardas. Factor principal del triunfo fue esta legión invencible, que supo escalar las murallas de las fortalezas y salvar los vallados de las trincheras, sobre montones sangrientos y humeantes de cadáveres, que supo triunfar de un ejército poderoso en la ribera de un río de impetuosa corriente, atravesándolo sin necesitar de puentes ni de balsas, cuando las víctimas fueran suficientes para formar un vado. Así debió pensar Nodgi, orgulloso, egoísta, al sentir que su vida pertenecía a aquel emperador, grande por la fuerza y brillantez de sus concepciones. Y, al sentir que no se debía a su pueblo, se generó en su espíritu la idea del sacrificio.
El hecho que hoy conmueve al país de las geishas y de los crisantemos evoca fuertemente sus costumbres extinguidas. En tiempo en que el Japón no sabía aún de la civilización moderna y de sus progresos, y en que vivía conforme a sus usanzas tradicionales, la muerte del monarca era seguida por el suicidio, en derredor de su tumba de muchos de sus servidores, que tenían a orgullo cumplir el harakiri. Y fuera del Japón, en todos los países orientales y en los americanos, como en este que fuera imperio del Tahuantinsuyo, nos dicen los que han escrito la historia, descifrando la leyenda, era manifestación de duelo imprescindible el sacrificio voluntario de innúmeros individuos. Así, en torno del cadáver de Atahualpa, rodaron los despojos de sus concubinas con el rostro amoratado y el cuerpo contraído en el último terrible espasmo de la asfixia.
¡Pobre Nodgi! Su memoria se confundirá en el Japón con el recuerdo de otros guerreros que, como él, tuvieron este supremo gesto de desprecio a la vida y de fidelidad al soberano. Apenas si de cuando en cuando algún bohemio amante de las cosas de esa tierra llena de encanto, que la visite, pedirá conocer la tumba del héroe, y le hará la limosna de un recuerdo.
Hubo en ellos desfilar esplendente de plebeyos y de magnates, todo lo que constituye la pomposa suntuosidad de las grandes fiestas orientales, tras de una sangrienta tragedia que recuerda usanza antigua y bárbara.
Nodgi, el vencedor de Puerto Arturo, héroe de una epopeya grandiosa, no quiso que los restos de su monarca fueran inhumados solos y sintiendo despertar en su espíritu el anhelo invencible de una muerte salvaje, pero para él honrosa, oyendo la voz de la sangre, inspirándose en el ejemplo de nobles antepasados, fue hasta el féretro abrumado por la gloria áurea de sus condecoraciones y de sus entorchados, hundió en su vientre la hoja brilladora de su sable de guerra, lanzando un grito de satisfacción y de dolor. El harakiri estaba consumado. Un viejo guerrero y su esposa, compañera de infortunios y alegrías, habían rendido bárbaro tributo a la memoria de Mutsuhito. Al pie del féretro yacían dos cadáveres en medio de una laguna de sangre en la que flotaban humeantes las vísceras.
Así ha creído cumplir con su deber Nodgi. Murió su soberano y sintió que se debía todo a él, y que a sus compatriotas solo correspondían los lauros de sus triunfos. Tal vez pensó que ellos fueron conquistados también por el monarca, que, en su hábil actuación de gobernante, con brillante clarividencia, había previsto las futuras azarosas contingencias, porque había de pasar en su país y supo prepararlo para que fuera triunfador.
Aquella legión fiera, adiestrada, marcial y disciplinada, que logró una victoria en el asedio del puerto inexpugnable, debía su adiestramiento y su disciplina a la acción inteligente del emperador, ya que su fiereza y su marcialidad son herencia de las generaciones pasadas, de ímpetus bravíos y de actitudes gallardas. Factor principal del triunfo fue esta legión invencible, que supo escalar las murallas de las fortalezas y salvar los vallados de las trincheras, sobre montones sangrientos y humeantes de cadáveres, que supo triunfar de un ejército poderoso en la ribera de un río de impetuosa corriente, atravesándolo sin necesitar de puentes ni de balsas, cuando las víctimas fueran suficientes para formar un vado. Así debió pensar Nodgi, orgulloso, egoísta, al sentir que su vida pertenecía a aquel emperador, grande por la fuerza y brillantez de sus concepciones. Y, al sentir que no se debía a su pueblo, se generó en su espíritu la idea del sacrificio.
El hecho que hoy conmueve al país de las geishas y de los crisantemos evoca fuertemente sus costumbres extinguidas. En tiempo en que el Japón no sabía aún de la civilización moderna y de sus progresos, y en que vivía conforme a sus usanzas tradicionales, la muerte del monarca era seguida por el suicidio, en derredor de su tumba de muchos de sus servidores, que tenían a orgullo cumplir el harakiri. Y fuera del Japón, en todos los países orientales y en los americanos, como en este que fuera imperio del Tahuantinsuyo, nos dicen los que han escrito la historia, descifrando la leyenda, era manifestación de duelo imprescindible el sacrificio voluntario de innúmeros individuos. Así, en torno del cadáver de Atahualpa, rodaron los despojos de sus concubinas con el rostro amoratado y el cuerpo contraído en el último terrible espasmo de la asfixia.
¡Pobre Nodgi! Su memoria se confundirá en el Japón con el recuerdo de otros guerreros que, como él, tuvieron este supremo gesto de desprecio a la vida y de fidelidad al soberano. Apenas si de cuando en cuando algún bohemio amante de las cosas de esa tierra llena de encanto, que la visite, pedirá conocer la tumba del héroe, y le hará la limosna de un recuerdo.
J.C.M
Referencias
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Publicado en La Prensa, Lima, 14 de setiembre de 1912. ↩︎