1.4. La semana de Dios
- José Carlos Mariátegui
1Silenciosos y tranquilos han transcurrido los días de la santa semana que hoy termina. No ha habido en ellos el brillo fastuoso de la que estaban revestidas las fiestas cristianas de otras épocas; pero tampoco puede decirse que han pasado olvidados. Como todas las fiestas religiosas y profanas, que caracterizaron a la metrópoli limeña de tiempos pasados, la Semana Santa ha perdido mucho de la pompa de sus ceremonias. Al cronista le gusta más así calladamente solemne, porque la quietud y el silencio de estos días lo seduce, y no encuadra con el espíritu que a sus ceremonias debe caracterizar: la alegría bulliciosa de las fiestas profanas.
Se debilita en las ceremonias de la semana santa, el sello de soberbia fastuosidad que en ellas imprimió la vida colonial, como, poco a poco, se extingue en todas las fiestas que en la ciudad se celebran, el carácter que han tenido antiguamente.
Pero como lo que representa la tradición de un pueblo no puede desaparecer, de pronto, sino extinguiéndose lentamente, siempre encontramos en las fiestas limeñas, cualquiera que sea su índole, la influencia de las viejas costumbres. No alcanzaremos a ver nosotros, que desparezcan el “pan de dulce pascual” ni el “turrón de doña Pepa”.
Los días santos han sido celebrados en Lima con el ceremonial religioso de costumbre. En los templos iluminados por bombillas eléctricas y amarillentos cirios, ha resonado vibrante la voz de los oradores sagrados, que gustan en sus prédicas para ser irresistibles y convincentes de las frases resonantes y de los ademanes efectistas. Las mujeres, luciendo los trajes ceñidos sencillamente elegantes que la moda hoy les impone, han ido a los templos, desfilando ante los altares en que se elevaban majestuosos monumentos entre tules, flores y luces. La tiranía irresistible de su vanidad las ha obligado a hermanar, en las ceremonias religiosas, el culto sagrado de las cosas divinas con el culto pagano de la moda.
Líbrenos el cielo de desconocer la infinita poesía que encontramos atrevidamente en este contraste. Las damas limeñas muestran claramente su psicología de pecadoras creyentes en esta exteriorización de sus sentimientos religiosos.
Casi no existe ya, en la sociedad limeña, el cerrado conservadorismo de que se le ha acusado. El modernismo de las europeas ha florecido poéticamente en nuestro medio. La deliciosa religiosidad de nuestras mujeres se ha hermanado con las páginas características de ese modernismo triunfante.
De la evolución femenina, que cada día mayores triunfos conquista, no tendremos aquí, seguramente, el afán de las mujeres por obtener el derecho de votar ni la fiebre por dedicarse a profesiones liberales. Las mujeres limeñas serán siempre deliciosamente inútiles y frívolas. Y así también, serán siempre adorables.
Tampoco pensamos que los hombres no sean aquí creyentes. Todos casi lo son. Muchos se muestran indiferentes en materia religiosa y muy pocos enemigos del culto católico. Pero en estos días de Semana Santa, los más indiferentes se conmueven y dedican unos cortos instantes a recordar los días en que pequeñuelos escuchaban la voz cariñosa de la madre, que los iniciaba en el culto de Dios.
El jueves santo hemos contemplado, como todos los años, la romería de las limeñas, de templo en templo, visitando los monumentos, y hemos hallado muy hermosas y poéticas estas peregrinaciones religiosas. Ante los tabernáculos resplandecientes hemos visto prosternada a la multitud heterogénea y devota, diciendo en voz muy baja sus oraciones y llegamos a envidiar la sencillez de los creyentes.
Así ha pasado la Semana Santa del señor, anunciada bulliciosamente por el pregón de los vendedores del tradicional bizcocho.
Hemos gozado varios días silenciosos y tristes. Casi casi los vemos irse con pena. Se escapan rápidamente, confundiéndose en la vulgaridad de los días comunes. Hoy, muy temprano nos despertarán las campanas que tocando a gloria serán echadas al vuelo. Es el último día de la semana y lo encontramos algo así como el despertar de la realidad después de un sueño.
Se debilita en las ceremonias de la semana santa, el sello de soberbia fastuosidad que en ellas imprimió la vida colonial, como, poco a poco, se extingue en todas las fiestas que en la ciudad se celebran, el carácter que han tenido antiguamente.
Pero como lo que representa la tradición de un pueblo no puede desaparecer, de pronto, sino extinguiéndose lentamente, siempre encontramos en las fiestas limeñas, cualquiera que sea su índole, la influencia de las viejas costumbres. No alcanzaremos a ver nosotros, que desparezcan el “pan de dulce pascual” ni el “turrón de doña Pepa”.
Los días santos han sido celebrados en Lima con el ceremonial religioso de costumbre. En los templos iluminados por bombillas eléctricas y amarillentos cirios, ha resonado vibrante la voz de los oradores sagrados, que gustan en sus prédicas para ser irresistibles y convincentes de las frases resonantes y de los ademanes efectistas. Las mujeres, luciendo los trajes ceñidos sencillamente elegantes que la moda hoy les impone, han ido a los templos, desfilando ante los altares en que se elevaban majestuosos monumentos entre tules, flores y luces. La tiranía irresistible de su vanidad las ha obligado a hermanar, en las ceremonias religiosas, el culto sagrado de las cosas divinas con el culto pagano de la moda.
Líbrenos el cielo de desconocer la infinita poesía que encontramos atrevidamente en este contraste. Las damas limeñas muestran claramente su psicología de pecadoras creyentes en esta exteriorización de sus sentimientos religiosos.
Casi no existe ya, en la sociedad limeña, el cerrado conservadorismo de que se le ha acusado. El modernismo de las europeas ha florecido poéticamente en nuestro medio. La deliciosa religiosidad de nuestras mujeres se ha hermanado con las páginas características de ese modernismo triunfante.
De la evolución femenina, que cada día mayores triunfos conquista, no tendremos aquí, seguramente, el afán de las mujeres por obtener el derecho de votar ni la fiebre por dedicarse a profesiones liberales. Las mujeres limeñas serán siempre deliciosamente inútiles y frívolas. Y así también, serán siempre adorables.
Tampoco pensamos que los hombres no sean aquí creyentes. Todos casi lo son. Muchos se muestran indiferentes en materia religiosa y muy pocos enemigos del culto católico. Pero en estos días de Semana Santa, los más indiferentes se conmueven y dedican unos cortos instantes a recordar los días en que pequeñuelos escuchaban la voz cariñosa de la madre, que los iniciaba en el culto de Dios.
El jueves santo hemos contemplado, como todos los años, la romería de las limeñas, de templo en templo, visitando los monumentos, y hemos hallado muy hermosas y poéticas estas peregrinaciones religiosas. Ante los tabernáculos resplandecientes hemos visto prosternada a la multitud heterogénea y devota, diciendo en voz muy baja sus oraciones y llegamos a envidiar la sencillez de los creyentes.
Así ha pasado la Semana Santa del señor, anunciada bulliciosamente por el pregón de los vendedores del tradicional bizcocho.
Hemos gozado varios días silenciosos y tristes. Casi casi los vemos irse con pena. Se escapan rápidamente, confundiéndose en la vulgaridad de los días comunes. Hoy, muy temprano nos despertarán las campanas que tocando a gloria serán echadas al vuelo. Es el último día de la semana y lo encontramos algo así como el despertar de la realidad después de un sueño.
Juan Croniqueur
Referencias
-
Publicado en La Prensa, Lima, 8 de abril de 1912. ↩︎