1.11. Por los árboles

  • José Carlos Mariátegui

Denunciando un atentado arboricida en el Jardín Botánico1  

         Traemos hoy a las columnas de La Prensa, una información, que, si no tiene para el público la importancia noticiosa de un suceso del día, es de un interés evidentemente más real y refleja las impresiones más hondas y sinceras del cronista. No es ahora el hecho que emociona y conmueve; es asunto de ornato local, de vida de la urbe, que habla intensamente al sentimiento. Los árboles, los pobres árboles, que a la vez son fuente de lucro y objeto inestimable de adorno o higiene, nos han dado en esta ocasión interesante tema.
         Motiva la información una honrada protesta. El señor Eugen Veter, primer jardinero del Parque Zoológico, ha llegado a nuestras oficinas para contarnos la destrucción de valiosos y viejos árboles en el Jardín Botánico. Al apuntar los datos proporcionados por el señor Veter a nuestro cronista, hemos agregado algunas impresiones con relación al estado de las arboledas en la ciudad, a la urgente necesidad de conservarlas y repararlas, y a la conveniencia de propender al desarrollo de los parques, como el medio de embellecimiento y salubridad más de acuerdo con los modernos principios de la higiene urbana.
         El cronista ha recorrido nuestros parques y alamedas y ha podido apreciar su estado lamentable de descuido. Por sus ojos han desfilado todos los árboles de la urbe: todos, las palmas contemplativas y empenachadas del Zoo, los ficus centenarios de la Alameda Grau, los pinos que son de trecho en trecho en las afueras como cúspides inaccesibles, las palmeras de la Plaza de Armas, selváticamente aglomeradas, los sauces tristes, pensativos y mustios del camino que va al Cementerio, que susurran monorrítmicos y parecen quejarse en la mudez de las noches.


En el Jardín Botánico  

         El señor Veter nos ha dicho, indignado, cómo se destruye árboles de valor inestimable en el Jardín Botánico. Este establecimiento, conforme nuestros lectores saben por la información que al efecto publicara este diario, ha sido entregado en arrendamiento a una empresa particular para su conservación. Como en retribución se recibe, además, una suma mensual, expresamos ya que tal arrendamiento no tiene nada de objetable. Pero es el caso, que los arrendatarios solo encuentran provechos en el cultivo de las flores, descuidan los árboles, y han llegado a cortar algunos que, en su concepto, no eran útiles. El negocio ha primado sobre cualquiera otra consideración, pues, seguramente debe haberse creído también que no sería escaso el monto de la madera extraída, considerado a precio de leña.
         Según nos ha dicho el señor Veter, han sido destruidos ejemplares tan valiosos como antiguos, árboles que, entre otros méritos, tenían el de deber su plantación y aclimatación a los esfuerzos de aquel gran sabio que tanto estudio dedicó a la flora peruana: el célebre Raimondi. Son árboles de nuestras selvas, árboles que tienen su historia y que no merecían ciertamente que después de haber sido respetados a través de un siglo, fuesen destruidos por manos profanas, y en atención a razones exclusivas de lucro.
         Las fotografías que publicamos nos han sido ofrecidas como pruebas de la realización de este atentado contra la conservación del jardín en referencia.


En el Zoo  

         En el Parque Zoológico existe una vasta y selvática variedad. Es ahí donde se advierte mayor cuidado y donde los ejemplares dan pruebas eficientes de que a ellos llega con frecuencia la mano cuidadosa de un jardinero y un riego generoso y oportuno.
         Los árboles se muestran diseminados en algunos sitios, agrupados en otros, o alineados en calles y avenidas, a distancias precisas, descolgando sus brazos añosos como rendidos al peso del follaje exuberante.
         Los cedros, los robles, son junto con los pinos, los que quizá más se destacan. Parecen orgullosos de su belleza salvaje, de su majestad y de su gigantesca altura. Los ficus enlazan sus frondas y bajo de ellas reina una penumbra tibia y protectora. Las palmeras ponen su nota de trópico y de selva. Pero nada tiene tan especial carácter como las majestuosas palmas reales, que hacen círculo en torno al pintoresco kiosco y que inflexibles, como índices que señalaran el cielo, elevan la gallardía de sus penachos.


En la Alameda de los Descalzos  

         Los árboles de los Descalzos ofrecen el aspecto de todos los árboles rústicos en la estación otoñal. Se desgajan las ramas y la alameda solitaria y evocadora se alfombra de hojas secas.
         Ahí no llega nunca acción municipal ni particular de eficacia, que se manifieste en el cuidado de la arboleda. Y los viejos árboles, con rememorar tantos recuerdos, dan una triste impresión de abandono. Ellos han llegado a su ocaso. Cuando fueron florecientes y jóvenes, ¡qué fastuoso desfile de alegría y de vida el que pasó bajo las frondas! Marquesas de pie menudo y manos marfilinas, virreyes de blanca golilla y luciente espada, cortesanos garridos de altivo airón en el chambergo, damas coquetas y donairosas de grandes y limeños ojos. Cuántas escenas galantes, presenciadas por estos troncos mudos y centenarios en la vieja alameda, que hoy solo recibe la visita de mendigos harapientos y uno que otro paseante solitario. El recuerdo de las historiadas aventuras en que fueron parte algún virrey poeta y alguna criolla cortesana, parece flotar en el ambiente. Y la mudez del paraje parece invitar a la evocación. Es que los árboles, testigos callados de lo que fue, y el surtidor de la fuente, dicen el monorritmo de sus añoranzas.


En el Parque de la Exposición  

         El Parque de la Exposición da una impresión de exuberancia selvática.
         Los árboles están ahí muy cerca unos de otros y entretejen sus copas, en las cuales es más o menos desconocida la mano del jardinero.
         En los diversos polígonos en que el parque se secciona, agrúpense innumerables árboles, en su mayor número robustos de troncos y abundantes de follaje.
         Precisa ahí mayor cuidado, por tratarse no de un bosque suburbial, en que la frondosidad bastase, sino de uno llamado a ser aristocrático parque, como lo exige su ubicación, y aun el nombre de Bosque de Boloña, con que fuese bautizado por nuestras personalidades edilicias, tan fecundas en adaptaciones nominales.


Las alamedas  

         Si respecto de paseos y parques, como los citados, se advierte tal desentendencia municipal, fácil es comprender que a las alamedas no se extiende labor alguna del Concejo. Pese a la existencia de una sección que se intitula de alamedas y paseos.
         En la Alameda Grau los árboles carecen de agua, en razón de que cuando se les riega, se hace utilizando unos surcos irregulares, que sirven como acequias, y motivan desbordes innumerables. Cuando ocurre tal cosa, los vecinos elevan quejas unánimes y el municipio, entre que se calle el vecindario y se rieguen los árboles, escoge lo primero. La única poda que ahí se conoce es la, que de motu proprio, suelen realizar algunos vecinos faltos de leña en sus cocinas o ansiosos de un negocio productivo, aunque ilegítimo.
         En las avenidas Alfonso Ugarte y de la Magdalena, son idénticas las prácticas de conservación y cuidado. Y es también igual el sistema de poda puesto en práctica por particulares inescrupulosos. Cualquiera se cree con derecho para cortar de raíz un árbol y llevárselo, con la seguridad de no ser molestado.
         Y si esto apuntamos en cuanto a las dichas alamedas, resulta innecesario decir cuál es el estado de las restantes, la del Tajamar, Acho y el Camal, entre otras.
         El municipio aparece resueltamente refractario a todo principio de ornato e higiene en este sentido. Ya lo hemos visto vender para fines industriales el terreno que debió dedicarse a la proyectada Plaza Carrión.


Los árboles del Cementerio  

         Los árboles son también amables centinelas de los muertos. En el cementerio ora forman calles entre los cuarteles de nichos, ora se pierden o se diseminan como celosos guardianes.
         En las noches de luna en que comulga la palidez de su luz con la blancura misteriosa del campo santo, son los cipreses y son los sauces llorones los solos que interrumpen la monotonía del cuadro. Semejan fantasmas inmensos, que evocasen la vida de los que fueron en un paraje de desolación y de muerte.
         Y el viento con que parece sentirse hálito de invisibles y ambulantes espíritus, y que susurra modalidades invariables, agita a ratos nerviosa, convulsivamente, a los árboles, que son también en el cementerio leales y compasivos amigos de los hombres.


La higuera de Pizarro  

         Es un árbol de la historia. Tiene, para los que gustamos de estas cosas, un gran valor tradicional. Y nos dice más de la vida nacional que muchos pergaminos y que muchos infolios.
         Sábese de la higuera legendaria, que fue plantada por don Francisco Pizarro, en el Palacio de todos nuestros virreyes, dictadores y presidentes, y esto nos demuestra que el gran capitán, en su rústica y caballerosa sencillez, supo también amar a los árboles y conoció el valor de un recuerdo.
         A la sombra de la centenaria higuera han meditado y reposado muchos jefes de Estado, desde los más ilustres hasta los más oscuros. Y ha sido ella testigo obligado de múltiples y luctuosas escenas que han ensangrentado la que fuera casa del conquistador.


Fomentemos las arboledas  

         Entendemos que las observaciones apuntadas bastarán para llevar al convencimiento público el estado de abandono de nuestras mezquinas arboledas.
         La indiferencia de los municipios en esta materia es clamorosa y, mayor aún que esa indiferencia, es la incultura del público.
         Los árboles en casi todas las alamedas se mueren de sed sin que nadie se acuerde de ellos, a menos que sea para cortarlos y transformarlos en leña.
         Esto con los viejos que pueden resistir tales ultrajes, que en cuanto a los muy jóvenes, a los recién plantados, es difícil conseguir su conservación en la proporción de diez por ciento siquiera. Recordamos que en la Avenida del Sol, con motivo de la celebración de la fiesta del árbol, se plantó numerosos arbolitos y que muy pocos llegaron a alcanzar desarrollo. Las gentes se complacían en arrancarlos, en rom- per sus raíces. Es una voluptuosidad extraña la que sienten en matar los arbustos, en sentir cómo se quiebran las raíces y se desgajan las ramas nacientes y ver cómo brota de las heridas de los tallos la savia que es la vida de las plantas.
         En el público se debe inculcar sentimientos de amor y respeto a los árboles, a que también parecen ajenos los municipales.
         Tal propaganda, unida a una labor sistemática y activa en pro de las arboledas, será de beneficio evidente para el progreso de la urbe.
         Son los árboles en todas las capitales del mundo, motivo de preocupación para los municipios. Ellos no solo contribuyen a la belleza de las ciudades, sino que ofrecen condiciones de salubridad imprescindible. En la monotonía de las grandes ciudades llenas de edificios enormes, gigantescos, los árboles ponen su nota campesina, hablan de la naturaleza, reviven la visión del campo, y ofrecen sensaciones de vida y color que la artificialidad de las cosas urbanas se niega a dar.
         Al influjo de arraigados principios de higiene y estética, la tendencia moderna en la constitución de las ciudades es la amplitud de las vías y la difusión de los parques. Así sabemos cómo se evoluciona en el sentido de la ciudad jardín, antítesis de la urbe populosa en que la población se asfixia por la pobreza de la atmósfera.
         La especial conformación de Lima, en que domina completamente la limitación y la aglomeración de las ciudades antiguas, es precisamente un motivo poderoso para que se le procure dotar de mayores condiciones de salubridad, ensanchando las vías nuevas y formando jardines en los suburbios, aún no urbanizados. Esta es la forma de salvar la grave deficiencia del crecimiento urbano, que no está sujeto, por desgracia, a un plan estudiado y uniforme.
         Las arboledas son por estas circunstancias especialísimas de necesidad esencial y a su fomento deben tender los mayores esfuerzos.


Los árboles son hermosos y son bienhechores  

         De los árboles, ha dicho Marcel Prevost, anatematizando su devastación: “Son hermosos y son bienhechores”. Son hermosos; y “a la belleza del mar y de la montaña solo puede compararse la del bosque. Pero yo no sé lo que, de más viviente, de más próximo al hombre reside en el esplendor del bosque. Un gran árbol es un ser que respira cerca de nosotros y que lejos de empobrecer nuestro aire lo purifica. La arquitectura de los árboles que varía sin fin, nos ofrece ejemplos inagotables de fantasía decorativa. Ni la montaña ni el mar alcanzan esa variedad…
         En fin, mientras el espectáculo de las montañas, como el mar, es más bien desconcertante y desequilibrante por su enormidad misma, se exhala del bosque una sensación de calma, de recogimiento, de serenidad. El árbol es a la vez la sombra y el abrigo, y todo esto dentro de lo armonioso, de lo pintoresco, del movimiento, del color”.


Los árboles y la leyenda  

         A través de los tiempos los árboles han sido siempre los amigos del hombre.
         Testigos callados de la historia del mundo, los envuelve un misterio inviolable de leyenda.
         Hubo países en que se consideró sagrados algunos árboles y se les rindió culto con religiosa reverencia.
         Se les ha amado siempre. Ellos tienen la elocuencia abrumadora de su silencio.
         Nada habla mejor del enigma impenetrable de las primeras edades, que los milenarios árboles de Líbano, viejos y fuertes como montañas graníticas.
         Los olivos de Getsemaní son objeto de especial veneración, porque entre ellos agotó el cáliz de sus amarguras el Divino Galileo en los preludios del drama tremendo.
         Dícese de las antiguas divinidades que residían bajo la sombra de olivos, encinas y abedules. Y la tradición vistió siempre de misterio la soledad sonorosa de los bosques.


Finalizamos  

         Tienen los árboles todo el infinito encanto de su misterio, que se hace más intenso en la soledad. Entonces parece que se sintiera palpitar el alma de los árboles. Parece que se les hallase, según sus especies, una peculiar psicología.
         Así los robles senos antojan pensativos y patriarcales; adivinamos el orgullo y aristocracia de las palmas; sentimos seductoramente traidores los manzanillos aromosos; vemos en las encinas y en los cedros a los abuelos de los bosques; los cipreses nos semejan centinelas funerarios; y son los sauces, los árboles de todos los senderos, y amigos y guías de los caminantes sentimentales.
         “Son hermosos y son bienhechores”, se ha dicho, y si el mérito de su belleza y de sus tradiciones no basta para que se les respete y se les conserve, merezca siquiera atención suficiente el supremo argumento de sus beneficios.


JUAN CRONIQUEUR


Referencias


  1. Publicado en La Prensa, Lima, 18 de mayo de 1914. ↩︎