7.6. Mundo liberal

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Los liberales están en pleno debate. Aguardan la llegada del doctor Durand para tomar una resolución. Y mientras viene el doctor Durand mantienen suspendida esta sesión histórica. Pero extraoficialmente discuten en los pasillos de La Prensa, en los salones del cabildo, en la casa de don Juan y en las calles metropolitanas.
         La hora es trascendental para el partido.
         El gobierno provisorio acaba de convocar a elecciones generales de representantes a Congreso. Y esta renovación total del Congreso constituye para los liberales, por el momento, la pérdida de su sólida posición parlamentaria. Los liberales resultan de repente, por obra del decreto revolucionario, sin los treinta y cinco votos en el Congreso que tan extraordinaria autoridad política les daban. Cierto que los liberales saben que pueden obtener muchas representaciones en el próximo Congreso, aunque, por supuesto, no tantas como las que pierden. Pero esto no puede contentarlos fácilmente. Los liberales ven claramente que desde el Palacio de Gobierno serán combatidos todos sus candidatos, si no por el propio señor Leguía, por los elementos adictos al señor Leguía.
         Solo que los liberales no pueden situarse en este único punto de vista. Sus puntos de vista tienen que ser más amplios, más panorámicos, más doctrinarios. El partido liberal debe pensar más que en su presente, en su porvenir. Y bien. ¿Qué conviene a su porvenir? ¿Que el partido intervenga en el movimiento reformador o que se coloque al margen de él? ¿O que intente restaurar la igualdad extinta?
         Esto es lo que suscita ardorosa polémica entre los liberales.
         El señor Balta es, dentro del comité, el leader de las derechas reaccionarias.
         —El partido liberal —dice— está obligado a defender la legalidad. Su bandera no puede ser otra que la bandera del Congreso. Yo recuerdo a mis correligionarios que el partido liberal, dirigido personalmente por su ilustre caudillo, organizó la revolución contra el señor Billinghurst. Y que esa revolución tuvo por origen el propósito del señor Billinghurst de expedir un decreto disolviendo al Congreso y convocando a un plebiscito. Un decreto que era, más o menos, igual al que acaba de expedir el gobierno provisorio. Y que, como este, era un decreto inspirado por el doctor Cornejo.
         Y el señor Curletti, que, dentro del comité, es el leader de las izquierdas reaccionarias, le contesta:
         —El partido liberal es un partido renovador. El partido liberal es un partido joven. Su sitio no está en la reacción; está en la revolución. ¡Cómo! ¿Sería posible que el partido liberal se aferrase a una legalidad envejecida y paralítica? ¿Sería posible que el partido liberal se aferrase a una legalidad civilista y caduca?¡Cómo!¡Qué importan treinta y cinco votos en un Congreso descompuesto y putrefacto!
         El señor Balta le replica:
         —¡Es que el partido liberal es un partido experimentado! ¡Es que el partido liberal no puede engañarse! ¡Es que el partido liberal no debe fiar en esa fraseología gaseosa de la patria nueva, de la reforma y de la renovación! ¿El Congreso actual es malo? Exactamente. Yo creo lo mismo. ¿Pero qué garantía nos ofrece el gobierno provisorio de que el Congreso próximo será mejor? ¿Qué garantía, señor Curletti?
         Y se sonríe escéptico.
         Pero el señor Curletti insiste sagaz y briosamente:
         —¿Qué es eso, señor Balta? ¿Qué es eso, señor ingeniero? ¡La acción política no debe ser pesimista! ¡Debe ser optimista! ¡No debe ser negativa! ¡Debe ser afirmativa! ¡No debe ser destructiva! ¡Debe ser constructiva! Y nosotros los liberales, señor Balta, ¿qué hemos sido siempre sino unos grandes optimistas? ¿Quién ha sido en el Perú más optimista, más soñador que el doctor Durand, nuestro amado jefe? ¿Quién ha sido más optimista que él cuando se ha jugado la vida en las quebradas por sus ideales de jacobino y de federalista? ¿Y acaso no fue también optimista, demasiado optimista, el partido liberal, cuando para salir de un gobierno militar, concurrió a la constitución del gobierno del señor Pardo? ¿Por qué no va a ser optimista una vez más el partido liberal? ¿Por qué, señor Balta? ¿Por qué, hombre de poca fe? ¿Por qué, hijito mío?
         Los liberales del centro, con el señor Juan Durand a la cabeza, asisten interesados a la controversia. No se afilian aún a la tesis del señor Balta ni a la tesis del señor Curletti. Esperan, para emitir su voto, la presencia del doctor Durand.
         Y, en tanto que el doctor Durand se traslada a Lima, guapean al señor Balta, leader de las derechas y al señor Curletti, leader de las izquierdas.


Referencias


  1. Publicado en la La Razón, Nº 56, Lima, 13 de julio de 1919. ↩︎