7.4. Leyendo el decreto

  • José Carlos Mariátegui

 

         1El decreto máximo, sustantivo y cardinal del gobierno provisorio ocupa todas las conversaciones. Las diecinueve reformas constitucionales sometidas a plebiscito son diecinueve motivos inagotables de alabanzas, protestas, risas, gritos, chirigotas y hurras. Y el nombre del doctor Cornejo, redondo como una bola, rebota de comentario en comentario.
         Las gentes muestran algunas sorpresas:
         —¡Cómo! ¿No se establece la elección de presidente por el Congreso? ¡Cómo es esto!
         —Es que la elección de presidente debe ser popular. Es que no debe ser parlamentaria. Leguía, verbigracia, acaba de ser elegido por el pueblo. ¡Cómo iba a permitir Leguía que se le quitase al pueblo la facultad de elegir!
         —¡Pero Cornejo es partidario de la elección parlamentaria! ¡Cornejo dice que la elección popular conduce al cesarismo!
         —Perfectamente. Pero Leguía no cree lo mismo que Cornejo. Ni Osores. Ni Idiáquez. Ni Porras. Ni Gutiérrez. Ni el general Abrill. Además, no habría sido sensato ni político proponerle al pueblo que plebiscitariamente renunciase a su derecho de elegir presidente de la República.
         —¡Eso no ha debido importarle a Cornejo!
         —Pero ha tenido que importarle a Leguía. Era aventurado, por otra parte, confiar a la voluntad congresional la ratificación de la presidencia del señor Leguía. Nadie puede prever exactamente cuál será la composición del Congreso.
         Los leguiístas se vuelven locos enalteciendo el decreto. Lo leen a gritos sobre una mesa. Lo agitan como una bandera. Lo ponen en las nubes.
         —¡Es una obra sabia! —exclaman. ¡Concilia todas las opiniones! ¡Satisface a los partidarios del plebiscito! ¡Y a los partidarios de la Constituyente!
         Y, en verdad, el espíritu del decreto no puede ser más transaccional y ecléctico. El decreto convoca a un plebiscito. Pero no para todas las reformas constitucionales sino para diecinueve tan solo. El plebiscito tiene por objeto único la sanción de aquellas reformas que en congreso chocarían con muchos intereses vigorosos y muchas resistencias mañosas. Para las demás reformas el decreto convoca a una constituyente. Pero no a una constituyente ilimitada sino a una constituyente durante treinta días. Una constituyente de amplios poderes habría sido peligrosa para el gobierno provisorio. Tal vez el gobierno provisorio se habría visto obligado a concluir disolviéndola. Con una constituyente de treinta días, que a mayor abundamiento no se llamará constituyente sino asamblea nacional, no pasará lo mismo. Y, de este modo, habrá plebiscito, habrá constituyente y habrá congreso. Una miscelánea para todos los gustos construida sobre la base de una elección única.
         Los leguiístas se frotan las manos. Ven delante de sí cinco años de gobierno venturoso y bienaventurado. Cinco años de señorío del señor Leguía. Cinco años de legislación de un congreso inmutable y leguiísta.
         Y, seguros de que el presente y el porvenir son suyos, se vuelven hacia los senadores y diputados del congreso disuelto para preguntarles:
         —¿Todavía piensan ustedes en inaugurar sus juntas preparatorias? Pero nadie les responde.
         Únicamente el señor Balta, que persiste en hablar en nombre de la Constitución del Estado, torna a afirmar muy serio:
         —El trece de julio tienen que inaugurarse las sesiones preparatorias. ¡Y el veintiocho tiene que instalarse el Congreso! ¡Con convocatoria o sin ella!


Referencias


  1. Publicado en la La Razón, Nº 54, Lima, 11 de julio de 1919. ↩︎