6.2. El burgomaestre
- José Carlos Mariátegui
1La semana trágica ha popularizado a una buena y amable figura metropolitana: el alcalde de Lima, señor Irigoyen. El nombre del señor Irigoyen no ha cesado de sonar en ninguno de los días de la semana trágica. Ya ha sonado para decirnos que el señor Irigoyen abastecía, casi personalmente, de verduras, de camotes y de yucas, los mercados de Lima. Ya ha sonado para decirnos que el señor Irigoyen inmolaba en aras del hambre ciudadano a todo un rebaño de románticas vacas, plácidas ovejas e innobles cerdos. Ya ha sonado para decirnos que el señor Irigoyen organizaba una guardia urbana y asumía marcialmente su comando supremo.
El señor Irigoyen no se ha dado punto de reposo.
Asistido por el señor Pinzás, que en servicio de la ciudad ha jadeado día y noche, el señor Irigoyen ha hecho y deshecho la guardia urbana municipal, concentrando alrededor del cabildo a cuatro mil ciudadanos, divididos en veintiséis columnas de dos en fondo. Durante dos mañanas y dos tardes ha tenido a su cargo el cuidado de la vida y de la propiedad de los habitantes de esta hijadalgo ciudad mestiza.
Es el señor Irigoyen un apersona perteneciente a la misma jerarquía espiritual que el señor don Luis Miró Quesada. No tiene los ímpetus y arranques bizarros del señor Miró Quesada. Ni tiene tipo de diputado batallador y combativo. Pero siente con igual ardimiento la responsabilidad de su cargo de alcalde. Es un enamorado del servicio público. Y posee discernimiento de hombre moderno y democrático.
En presencia nuestra le ha hablado así a uno de los conductores de la huelga:
—¡Yo no soy un burgués! ¡Yo soy un empleado! ¡Yo soy un proletario! ¡Yo no poseo fortuna! ¡Yo vivo de mi sueldo! ¡Yo soy un alcalde que trabaja con las puertas de su despacho abiertas a todos los miembros de la comuna!
Poco le ha faltado para abrazar al huelguista y para decirle:
—¡Querido camarada!
Y todo esto, naturalmente, nos ha parecido muy bien. Nos gusta un funcionario como el señor Irigoyen, sin prejuicios criollos, sin mañas burocráticas, sin vanidades civilistas. Un funcionario sencillo, franco, sano de corazón y claro de entendimiento.
Y nos contraría, por esto, que el señor Pinzás ande cortándole el vuelo a su optimismo con las sustanciosas razones de su experiencia de político, de parlamentario, de lector de Von Bernhardi, de miembro conspicuo del Partido Liberal y de director de El Huallaga. El temperamento burgués y adiposo de nuestro querido amigo el señor Pinzás modera, entibia y controla muchos grandes entusiasmos del señor Irigoyen.
Al señor Pinzás lo han vuelto un poco escéptico las oscuras filosofías alemanas que saturan su pensamiento de germanófilo y de imperialista con adhesión intelectual al socialismo. El señor Pinzás es un hombre de poca fe. El señor Pinzás casi es un pesimista. El señor Pinzás no cree en la posibilidad de abaratar las subsistencias. Y, al lado del señor Irigoyen, se necesita un optimista. Un gran optimista.
Esta misma mancomunidad actual del señor Pinzás con el señor Irigoyen nos ha servido, sin embargo, para apreciar cuán grande y sugestivo es el dinamismo del señor alcalde. El señor Pinzás es, como se sabe, una persona de voltaje mental, pero de poca actividad física. El señor Pinzás es demasiado sordo. En su mocedad fue un tipo de jacobino montonero y trashumante. Pero, poco a poco, la afición bibliográfica, las voluptuosidades gástricas y la obesidad creciente han ido creando en él hábitos sedentarios. El señor Irigoyen, no obstante, esto, ha convertido al señor Pinzás en un guerrillero. No lo ha dejado descansar ni un segundo. Lo ha hecho trasnochar en obsequio a las necesidades comunales. Lo ha tenido de andanza en andanza y de esfuerzo en esfuerzo. Y hasta lo ha expuesto a las contingencias de un episodio pintoresco: un arresto de algunos minutos por transitar a media noche durante el estado de sitio. El señor Pinzás, junto con el señor Irigoyen, fueron detenidos en la madrugada del sábado, en instantes en que atravesaban en automóvil la Plaza de Armas. La de- tención duró muy poco; pero constituyó, de toda suerte, una sabrosa aventura del burgomaestre y de su señor síndico.
En resumen: hoy desempeña la alcaldía una buena persona. Tenemos el honor de presentarla como tal al vecindario. El señor don Manuel Irigoyen, nuestro Lord Mayor. Un excelente funcionario.
—No hay de qué, señor alcalde…
El señor Irigoyen no se ha dado punto de reposo.
Asistido por el señor Pinzás, que en servicio de la ciudad ha jadeado día y noche, el señor Irigoyen ha hecho y deshecho la guardia urbana municipal, concentrando alrededor del cabildo a cuatro mil ciudadanos, divididos en veintiséis columnas de dos en fondo. Durante dos mañanas y dos tardes ha tenido a su cargo el cuidado de la vida y de la propiedad de los habitantes de esta hijadalgo ciudad mestiza.
Es el señor Irigoyen un apersona perteneciente a la misma jerarquía espiritual que el señor don Luis Miró Quesada. No tiene los ímpetus y arranques bizarros del señor Miró Quesada. Ni tiene tipo de diputado batallador y combativo. Pero siente con igual ardimiento la responsabilidad de su cargo de alcalde. Es un enamorado del servicio público. Y posee discernimiento de hombre moderno y democrático.
En presencia nuestra le ha hablado así a uno de los conductores de la huelga:
—¡Yo no soy un burgués! ¡Yo soy un empleado! ¡Yo soy un proletario! ¡Yo no poseo fortuna! ¡Yo vivo de mi sueldo! ¡Yo soy un alcalde que trabaja con las puertas de su despacho abiertas a todos los miembros de la comuna!
Poco le ha faltado para abrazar al huelguista y para decirle:
—¡Querido camarada!
Y todo esto, naturalmente, nos ha parecido muy bien. Nos gusta un funcionario como el señor Irigoyen, sin prejuicios criollos, sin mañas burocráticas, sin vanidades civilistas. Un funcionario sencillo, franco, sano de corazón y claro de entendimiento.
Y nos contraría, por esto, que el señor Pinzás ande cortándole el vuelo a su optimismo con las sustanciosas razones de su experiencia de político, de parlamentario, de lector de Von Bernhardi, de miembro conspicuo del Partido Liberal y de director de El Huallaga. El temperamento burgués y adiposo de nuestro querido amigo el señor Pinzás modera, entibia y controla muchos grandes entusiasmos del señor Irigoyen.
Al señor Pinzás lo han vuelto un poco escéptico las oscuras filosofías alemanas que saturan su pensamiento de germanófilo y de imperialista con adhesión intelectual al socialismo. El señor Pinzás es un hombre de poca fe. El señor Pinzás casi es un pesimista. El señor Pinzás no cree en la posibilidad de abaratar las subsistencias. Y, al lado del señor Irigoyen, se necesita un optimista. Un gran optimista.
Esta misma mancomunidad actual del señor Pinzás con el señor Irigoyen nos ha servido, sin embargo, para apreciar cuán grande y sugestivo es el dinamismo del señor alcalde. El señor Pinzás es, como se sabe, una persona de voltaje mental, pero de poca actividad física. El señor Pinzás es demasiado sordo. En su mocedad fue un tipo de jacobino montonero y trashumante. Pero, poco a poco, la afición bibliográfica, las voluptuosidades gástricas y la obesidad creciente han ido creando en él hábitos sedentarios. El señor Irigoyen, no obstante, esto, ha convertido al señor Pinzás en un guerrillero. No lo ha dejado descansar ni un segundo. Lo ha hecho trasnochar en obsequio a las necesidades comunales. Lo ha tenido de andanza en andanza y de esfuerzo en esfuerzo. Y hasta lo ha expuesto a las contingencias de un episodio pintoresco: un arresto de algunos minutos por transitar a media noche durante el estado de sitio. El señor Pinzás, junto con el señor Irigoyen, fueron detenidos en la madrugada del sábado, en instantes en que atravesaban en automóvil la Plaza de Armas. La de- tención duró muy poco; pero constituyó, de toda suerte, una sabrosa aventura del burgomaestre y de su señor síndico.
En resumen: hoy desempeña la alcaldía una buena persona. Tenemos el honor de presentarla como tal al vecindario. El señor don Manuel Irigoyen, nuestro Lord Mayor. Un excelente funcionario.
—No hay de qué, señor alcalde…
Referencias
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Publicado en la La Razón, Nº 16, Lima, 2 de junio de 1919. ↩︎