6.3. Los políticos del “Roma”

  • José Carlos Mariátegui

 

         1La abigarrada, heterogénea y democrática concurrencia del Café Roma advierte que este café ha perdido desde hace tiempo una de sus características. La minoría, la bulliciosa e híbrida minoría leguiísta de la Cámara de Diputados, no se reúne ya en el más discreto y propicio de sus ángulos. No frecuenta ya el trato de su bienamado amigo y confidente don Hipólito Ferreccio. No regala ya su espíritu con la música de Nollo Cequi. No satura ya su pensamiento con los efluvios suculentos de los quesos de bola.
         Los diputados minoritarios y sus adjuntos y partidarios eran antes visitantes consuetudinarios del Café Roma. Alrededor de una de sus mesas, de un fresco, de un ice cream soda, de una “Pilsen—Lima”, de un “americano” y de una “piñita”, solucionaban los problemas más trascendentales de la política y de la administración. Organizaban sus planes ofensivos y defensivos. Glosaban los editoriales del periódico del señor Ruiz Bravo. Y alababan las excelencias, gracias y virtudes de los caballos del señor Químper. Marcial era para ellos un héroe incomparable y maravilloso.
         El señor Salazar y Oyarzábal era el leader por antonomasia de este areópago criollo. La frase lubricada y resbalosa del señor Salazar y Oyarzábal sonaba dentro de él con entonación dogmática. Los bigotes, los chaqués, los pantalones de fantasía, los untos y los cosméticos del señor Salazar y Oyarzábal eran dueños en él de una hegemonía y una superioridad apostólicas.
         Y formaban el quórum habitual de la tertulia el señor Morán, joven diputado de espíritu zumbón y travieso, que, al lado de los “ases” de la minoría, era una especie de sota parlamentaria; el señor Químper, resuelto siempre a conceder más importancia que a la política a sus caballos de carrera, cosa que, naturalmente, habla en favor de su personalidad inquieta y revolucionaria; el señor Enrique Castro, mataperro impenitente, enemigo lógico de la gravedad, de la circunspección y del civilismo, fabricante pertinaz y salado de chistes y epigramas; el señor Ruiz Bravo, director de periódico y diputado suplente por Antabamba; el señor Manuel Domingo González, esclarecido quechua y ladino secretario del Senado, que actualmente espera en el Cuzco los escrutinios destinados a hacerlo nuevamente senador; el señor Franco Echeandía, constitucional, leguiísta, ex—prefecto y piurano conspicuo que cree a pie juntillas en la gloria del general Canevaro; el señor Añaños, que conserva intacta todavía su simpática ingenuidad de universitario bonachón y risueño; y el señor Tello, representante por una provincia de Apurímac de cuyo nombre nunca nos acordamos.
         Asistían también, de vez en cuando, a estas asambleas de los minoritarios, el señor Torres Balcázar y el señor Secada. El señor Torres Balcázar para desazonarlas con sus burlonas contumelias de político experimentado y acérrimo. Y el señor Secada, virulento y agresivo en apariencia, pero manso y bueno en el fondo, para enardecerlas con la vehemencia de su frase jacobina y chalaca.
         Y, de tiempo en tiempo, se incorporaban al areópago, en calidad de socios transeúntes, el señor Seguín, arequipeño inteligente y cazurro que en Arequipa le ha aguado la fiesta al general Canevaro con un editorial vibrante y dramático, y el señor Vivanco, diputado por la selva virgen, que lucha en estos instantes por volver a su Cámara para matizar la miscelánea parlamentaria con la nota terrible de sus apóstrofes y de sus puñetazos.
         Pero ahora el grupo del “Roma se halla en receso. Varios días hace que no sesiona. La mesa de la minoría está desierta. Alrededor de ella no hay quienes discutan, no hay quienes griten, no hay quienes conspiren. No hay quienes brinden por el señor Leguía. Uno que otro diputado minoritario que entra al Café no pasa del mostrador. Las antiguas reuniones han cesado totalmente. Y ni siquiera el señor Salazar y Oyarzábal visita la abandonada mesa para sentirse presidente de una Cámara chica y para saberse leader del leguiísmo.


Referencias


  1. Publicado en la La Razón, Nº 17, Lima, 3 de junio de 1919. ↩︎