4.9. Candidato siempre
- José Carlos Mariátegui
1El señor Aspíllaga, pontífice del partido civil, se halla empeñado en probarnos que no solo es un gentilhombre atildado, un dandi pluscuamperfecto, un caballero intachable y un latifundista millonario. Se halla empeñado en probarnos que es también un hombre de carácter. Anhela tal vez que sus panegiristas le otorguen el famoso título de profesor de energía.
Creían las gentes que el desaliento más profundo e irreparable se había adueñado del ánimo del señor Aspíllaga. El señor Aspíllaga —pensaron— tiene que molestarse mucho de que los liberales le nieguen su cooperación y de que los civilistas no se muestren verdaderamente resueltos a sucumbir o vencer con él. Y dieron como acordado el desistimiento del señor Aspíllaga.
Pero es que las gentes no conocían bien al señor Aspíllaga. Ignoraban que el señor Aspíllaga es capaz de cualquier heroísmo, de cualquier denuedo y de cualquier antojo. Recién ahora lo están palpando desconcertadas, absortas y perplejas.
El señor Aspíllaga no se rinde. Y no se rinde porque no tiene a quien rendirse. El señor Aspíllaga, como es natural, no puede eliminar su candidatura en obsequio a la candidatura del señor Leguía. Eso nunca. El señor Aspíllaga no podría eliminar su candidatura sino en obsequio a otra candidatura civilista o, mejor dicho, a otra candidatura gubernamental. Y ya es tarde, demasiado tarde, para que surja otra candidatura de esta clase.
La candidatura del señor Aspíllaga sigue, pues, en pie, temeraria y majestuosa.
El gobierno se arredra ante las oscuras y nebulosas perspectivas del combate. El civilismo se echa atrás. El partido nacional democrático se cruza de brazos en su balcón de neutral. Y el partido liberal se atrinchera también en su anhelo de autonomía.
Pero nada de esto, que tanto preocupa y conmueve sacude y desasosiega al público, le importa un ardite al señor Aspíllaga.
Los aspillaguistas preguntan:
—¿Acaso existe otro candidato civilista?
Y, por supuesto, les contestan:
—No existe.
Y los aspillaguistas dan rienda suelta en seguida a su optimismo:
—¿No existe otro candidato civilista? ¿El señor Aspíllaga es el candidato del civilismo? ¿Es al mismo tiempo, el candidato del señor Pardo? ¡Entonces no cabe la menor duda, no cabe la menor vacilación, no cabe la menor incertidumbre! ¡El señor Aspíllaga será el sucesor del señor Pardo! ¡Basta que lo quiera la gente adinerada, la gente aristocrática, la gente representativa, la gente que se abona a palco y que circula por las calles en limousine!
Y es que esta es, sin duda alguna, la convicción del señor Aspíllaga.
El señor Aspíllaga no se fija en que en el campo oposicionista se yergue otro candidato. Se fija, únicamente, en que en el campo gubernamental no se yergue más candidato que él. Lo que proviene del campo oposicionista no es merecedor de su atención. El señor Aspíllaga vive seguro de que los hombres de buen discernimiento y noble razón del campo oposicionista acabarán acercándose a él. Y para esa oportunidad reserva sus más finas, acendradas, solícitas y delicadas gentilezas.
Su calidad de candidato del civilismo, de candidato del señor Pardo y de candidato de don Pedro de Ugarriza le basta, por ahora, para sentirse venturoso y fuerte.
Y para reírse de los agravios osados de la política criolla…
Creían las gentes que el desaliento más profundo e irreparable se había adueñado del ánimo del señor Aspíllaga. El señor Aspíllaga —pensaron— tiene que molestarse mucho de que los liberales le nieguen su cooperación y de que los civilistas no se muestren verdaderamente resueltos a sucumbir o vencer con él. Y dieron como acordado el desistimiento del señor Aspíllaga.
Pero es que las gentes no conocían bien al señor Aspíllaga. Ignoraban que el señor Aspíllaga es capaz de cualquier heroísmo, de cualquier denuedo y de cualquier antojo. Recién ahora lo están palpando desconcertadas, absortas y perplejas.
El señor Aspíllaga no se rinde. Y no se rinde porque no tiene a quien rendirse. El señor Aspíllaga, como es natural, no puede eliminar su candidatura en obsequio a la candidatura del señor Leguía. Eso nunca. El señor Aspíllaga no podría eliminar su candidatura sino en obsequio a otra candidatura civilista o, mejor dicho, a otra candidatura gubernamental. Y ya es tarde, demasiado tarde, para que surja otra candidatura de esta clase.
La candidatura del señor Aspíllaga sigue, pues, en pie, temeraria y majestuosa.
El gobierno se arredra ante las oscuras y nebulosas perspectivas del combate. El civilismo se echa atrás. El partido nacional democrático se cruza de brazos en su balcón de neutral. Y el partido liberal se atrinchera también en su anhelo de autonomía.
Pero nada de esto, que tanto preocupa y conmueve sacude y desasosiega al público, le importa un ardite al señor Aspíllaga.
Los aspillaguistas preguntan:
—¿Acaso existe otro candidato civilista?
Y, por supuesto, les contestan:
—No existe.
Y los aspillaguistas dan rienda suelta en seguida a su optimismo:
—¿No existe otro candidato civilista? ¿El señor Aspíllaga es el candidato del civilismo? ¿Es al mismo tiempo, el candidato del señor Pardo? ¡Entonces no cabe la menor duda, no cabe la menor vacilación, no cabe la menor incertidumbre! ¡El señor Aspíllaga será el sucesor del señor Pardo! ¡Basta que lo quiera la gente adinerada, la gente aristocrática, la gente representativa, la gente que se abona a palco y que circula por las calles en limousine!
Y es que esta es, sin duda alguna, la convicción del señor Aspíllaga.
El señor Aspíllaga no se fija en que en el campo oposicionista se yergue otro candidato. Se fija, únicamente, en que en el campo gubernamental no se yergue más candidato que él. Lo que proviene del campo oposicionista no es merecedor de su atención. El señor Aspíllaga vive seguro de que los hombres de buen discernimiento y noble razón del campo oposicionista acabarán acercándose a él. Y para esa oportunidad reserva sus más finas, acendradas, solícitas y delicadas gentilezas.
Su calidad de candidato del civilismo, de candidato del señor Pardo y de candidato de don Pedro de Ugarriza le basta, por ahora, para sentirse venturoso y fuerte.
Y para reírse de los agravios osados de la política criolla…
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 10 de enero de 1919. ↩︎