3.15. El ministro bolchevique

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Ya no es ministro de Hacienda el señor Maúrtua. Pero es siempre el señor Maúrtua. Es siempre un personaje sustantivo y principal de la república. Es siempre un maestro de ciencias sociales. Es siempre un pensador altísimo y sustancioso. Es siempre uno de los “ases” del Parlamento. Con él no pasa lo que con tantos otros personajes que cuando dejan de ser ministros parece que dejaran de ser todo. Con él no pasa eso. El Ministerio de Hacienda no era para él un plinto, un dosel, un adorno ni una decoración. Era antes bien un embarazo, una ligadura y una pantalla. La figura, el pensamiento y la palabra del señor Maúrtua no ganaban luminosidad en el ministerio: la perdían.
         No pensaron nunca las gentes que el señor Maúrtua saliera del Ministerio de Hacienda tan silenciosamente. Las gentes se imaginaron siempre que el señor Maúrtua estaba obligado a abandonar el gobierno de un modo ruidoso. Y, por ese motivo, más que por ningún otro, ovacionaron al señor Maúrtua el día en que se echó a cuestas la dirección de las finanzas nacionales. El señor Maúrtua tenía que ser, sobre todo, un ministro sensacional. Sensacional en su gestión, en sus discursos; sensacional en sus proyectos, sensacional en su salida. El último número de su programa era, necesariamente, una salida resonante. Así lo exigía por lo menos la expectativa voluptuosa de las gentes.
         El señor Maúrtua fue, como bien se sabe, un ministro sensacional. Tuvo pendientes de él muchas veces las miradas del país. Cada presentación suya en el Parlamento constituía un acontecimiento extraordinario. La anunciaban, rodeándola de augurios, los periódicos. La esperaban, ávidas de espectáculo, las multitudes. El público en masa decía que el señor Maúrtua era un orador que se arrimaba mucho, que toreaba entre los cuernos, que era casi tan emocionante como Belmonte. Sabía que el señor Maúrtua lo sorprendía en cualquier ocasión con un arranque donoso, con una idea original, con una frase estupenda. Circulaba de repente esta predicción: —Mañana cae Maúrtua. Y al día siguiente el señor Maúrtua alcanzaba su mejor triunfo parlamentario. La mayoría enloquecía aplaudiéndolo. La minoría, belicosa y acérrima de vez en cuando, concluía felicitándolo. Y la barra —eternamente hostil a los gobiernos y eternamente adicta a las oposiciones— se entusiasmaba por primera vez en su larga y bulliciosa historia con las palabras de un ministro. Un discurso del señor Maúrtua no era para la barra el discurso de un ministro. Era el discurso de un líder de la oposición.
         Hubo un día en que se creyó que el señor Maúrtua se iba a ver en un trance apurado no obstante su talento, no obstante, su sagacidad y no obstante su dialéctica. Fue el día en que la Cámara de Diputados acordó su concurrencia al debate de La Brea y Pariñas. Predominó entonces la opinión de que el señor Maúrtua renunciaría. Y se supuso que estaba encerrado dentro de un dilema: o renunciaba o caía. Pero vino la tarde del debate. Y el señor Maúrtua entró en la Cámara con una cara muy risueña de mataperro. No había renunciado. Después de pensarlo largamente había resuelto no renunciar. Había considerado que, si renunciaba, unos pensarían que se comportaba con poca lealtad con el gobierno y otros pensarían que deseaba réclame, aplauso y popularidad. Al saberlo las gentes gritaron en coro: “¡Entonces cae!” Sin embargo, no fue así. El señor Maúrtua no cayó. No aceptó solidaridad alguna con la transacción de La Brea y Pariñas. Pero tampoco arremetió contra ella. No se vinculó con el criterio de la mayoría. Pero tampoco rompió lanzas contra ella. Dio a entender que esta era empresa de la minoría. Y atravesó el debate, sin incidir en ninguna actitud parcial y sin exponerse a ninguna contaminación.
         Así, sin buscar coyuntura para una dimisión teatral y estruendosa, llegó el señor Maúrtua al instante de la crisis. Cumplió su programa de ministro sensacional en todos sus números menos en el último. En el de la salida.
         El ministro de Hacienda ha dejado una pena en su ánima. Pero no es la misma pena del público. No es la pena de no haber salido con estrépito y con brillo. Es la pena de no haber podido servir al país y a su doctrina con la eficacia y la fortuna que anhelaba. Es la pena de no haber obtenido mejor suerte en su política de abaratamiento. Es la pena de no haber logrado comprometer la gratitud del pueblo. Es la pena de un estadista de noble doctrina, de eminente espíritu y de preparación moderna y científica que ha tenido que actuar, incómodo e inadaptado, dentro de un gobierno civilista y no dentro de un gobierno bolchevique.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 20 de diciembre de 1918. ↩︎