2.9. In memoriam

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Ayer, los civilistas declararon inhumado el proyecto de la convención. Citados por el señor Aspíllaga se reunieron alrededor de los señores Arenas y Barreda y Laos para tomar conocimiento oficial de su conducta. Y para aprobarla muy complacidos.
         Algunos ilusos partidarios del concierto nacional se imaginaban que los civilistas no podían cruzarse de brazos ante el fracaso de la convención. Creían que, aunque no fuese sino de los dientes para afuera, tenían que lamentar este fracaso. Y tal vez no solo lamentarlo.
         Pero esta era una candorosidad muy grande. Los civilistas no podían hacer otra cosa que enterarse formalmente del resultado de las negociaciones. Y conformarse con un convencimiento particular. El convencimiento de que ellos no eran responsables de que ese resultado no hubiese sido mejor.
         Ante el fracaso de la convención sus palabras no podían ser sino estas:
         —Bueno, pues. ¡Qué vamos a hacer!
         No podían ser otras.
         Para reconocerlo no es necesario sino recordar que los civilistas no son gentes sentimentales ni idealistas sino gentes frías y prácticas. Que se hallan a cubierto de todo contagio del lirismo de los futuristas. Y que jamás se han dejado gobernar por un impulso romántico.
         Los civilistas han sido, son y serán siempre los mismos: civilistas.
         Afligidos y desolados, lo gritaban ayer en las calles los políticos del futurismo, que hasta ahora no salen de su congoja y de su duelo.
         Y los liberales, burlones y taimados, se acercaban a ellos para tomarles el pelo:
         —Ustedes tienen la culpa de que la convención haya fracasado. ¿Por qué han interpretado ustedes con tanta suspicacia la actitud de los liberales? ¡Los jóvenes no deben ser suspicaces! ¡Esa suspicacia de ustedes es muy prematura y muy mala!
         Pero, entonces, los futuristas se soliviantaban.
         —¡Qué suspicacia ni qué suspicacia! ¡Aquí no hay suspicacia alguna! ¡Aquí no hay, sino que no hemos querido pasar como unos tontos! ¡Aquí no hay, sino que hemos advertido claramente la maniobra de ustedes!
         ¡Nosotros no somos suspicaces! ¡Pero tampoco somos cándidos!
         Y los liberales, desconcertados por el ímpetu repentino de los futuristas emprendían rápidamente una retirada risueña. Les pasaban la mano a los futuristas al despedirse. Y se alejaban de ellos persuadidos de que no eran tan futuristas como el vulgo pensaba.
         Los civilistas naturalmente, eran abordados por el periodismo acerca del carácter, mérito y trascendencia de su acuerdo. Y absolvían todas las preguntas con el tono más inocente del mundo:
         —Ha sido un acuerdo sin importancia. Hemos escuchado la exposición de nuestros delegados y la hemos aprobado de principio a fin. Y les hemos dado a nuestros delegados un voto de gracias. Nada, en una palabra, nada.
         Pero nosotros nos negábamos a creerles.
         Y corríamos en busca del señor Aspíllaga para decirle:
         —Fíjese usted, ilustrado candidato, en lo que ha hecho su junta directiva. Se ha solidarizado con la conducta de los señores Arenas y Barreda y Laos. ¿Y no sabe usted cuál ha sido la conducta de los señores Arenas y Barreda y Laos? ¡Invitar al leguiísmo a la convención de los partidos!
         El señor Aspíllaga rechazaba, por supuesto, nuestras apreciaciones.
         Y entonces nosotros le asegurábamos en cuello:
         —¡Señor Aspíllaga! ¡Créanos usted, señor Aspíllaga! ¡Su junta directiva acaba de echarlo a usted por la borda!


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 9 de noviembre de 1918. ↩︎