2.8. La paz del Señor

  • José Carlos Mariátegui

 

         1La hora es de Wilson. El mundo entero está de fiesta. La paz derrama su alegría en todas las naciones. Las ciudades se embanderan y se engalanan en honor de la democracia y del derecho. Y no queda seguramente en estos momentos sobre la tierra sino un prosélito del imperialismo: el señor Pinzás. El corazón del señor Pinzás es el único corazón que no siente actualmente alborozo alguno.
         El tema de la paz eliminó ayer del comentario metropolitano a todos los otros temas. Eliminó en primer término al sobado tema de la convención. Eliminó asimismo el palpitante tema de la crisis ministerial. Y eliminó uno tras otro, los demás temas.
         Era inútil hablar de política. Las gentes no estaban para ocuparse del fracaso del concierto nacional, ni para comentar las declaraciones de los señores Diez Canseco y Balbuena, ni para saber si el partido futurista preparaba o no preparaba un nuevo manifiesto con esencia y fisonomía de pastoral. Era inútil hablar de política.
         Junto al suceso universal de la paz se miraba muy empequeñecidos los sucesos domésticos de la política. Se consideraba absurdo pensar en Foch, generalísimo de la libertad, y pensar, al mismo tiempo, en el señor Tudela y Varela, canciller y embajador de esta república criolla. Y, por esto, no se quería abrir los labios sino para cantar una estrofa de la Marsellesa.
         Parecía que las gentes se habían conjurado para poner de lado la política interna, sus problemas, sus complicaciones, sus incidencias y sus perspectivas.
         Atajábamos en una bocacalle al señor Durand para preguntarle por su candidatura a la Presidencia de la República.
         Y el señor Durand no nos dejaba concluir:
         —¡Ahora no le interesan al público las candidaturas! ¡Ahora no le interesa al público sino la paz! ¡La paz de Wilson! ¡Y el armisticio de Foch!
         Atajábamos, más allá, al señor Bernales para averiguar a dónde le llevaba en rauda y venturosa carrera su limousine de gerente.
         Y el señor Bernales nos respondía rebosante de júbilo:
         —¡Voy a mandarle un cablegrama de felicitación a Wilson: ¡Es necesario que Wilson sepa que en el Perú hay hombres que aman la democracia con el mismo fervor que él! ¡Es imprescindible que Wilson sepa que yo soy tan demócrata como él! ¡La hora es de Wilson! ¡Y de los que admiramos a Wilson!
         Atajamos, enseguida, al señor Maúrtua para ver si nos daba alguna noticia sobre la renovación del gabinete.
         Y el señor Maúrtua se anticipaba a toda interrogación:
         —¡La paz, señores! ¡La paz por fin! ¡La paz para los beligerantes! ¡Y la paz también para nosotros! ¡Se acabaron en Europa los cañonazos! ¡Y se acabaron en el Perú los discursos del señor Cornejo sobre la guerra! ¡Aunque Cornejo es capaz de aprovecharse de un tedeum para pronunciar en la catedral el panegírico de Wilson!
         Era inútil hablar de política.
         Ni aun los futuristas se animaban a escribir la elegía del proyecto de la convención. Ni a profetizar horrorizados la anarquía y la revolución. Ni a pedirle al cielo su auxilio para conseguir el milagro salvador del concierto nacional.
         El anuncio regocijado de la paz ocupaba todos los espíritus.
         Y hasta el señor Osores, tan mesurado y medido siempre en sus expansiones de entusiasmo, absolvía de esta manera las preguntas con que lo asediábamos:
         —¡La hora no es peruana sino mundial! ¡No es del Perú sino de la Humanidad!
         Solo que al despedirse nos murmuraba al oído:
         —¡Tras la rendición incondicional del Káiser vendrá la rendición incondicional del señor Pardo!


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 8 de noviembre de 1918. ↩︎