2.10.. El último candidato

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Germina en estos momentos una candidatura más. Todavía no la ven las gentes porque aún no ha salido a flor de tierra. Pero si las gentes escarbaran un poco descubrirían, hinchada y húmeda, la semilla. Manos solícitamente interesadas la han enterrado en un surco blando y amoroso y la han regado con el agua de sus anhelos. Cosa del demonio será que no brote, que no crezca y que no medre.
         Esta candidatura es civilista como la del señor Aspíllaga, civilista como la del señor Villarán, civilista como la del señor Riva Agüero y civilista como la del señor Miró Quesada. Es probablemente la póstuma candidatura civilista. Si esta candidatura no prospera quedará decidida y confirmada la imposibilidad de que un civilista suceda al señor Pardo.
         No es indispensable que digamos inmediatamente que se trata de la candidatura del señor don Aurelio García y Lastres. Pero consideramos preferible decirlo de una vez. Y, sobre todo, creemos conveniente que la nueva candidatura aparezca en cancha cuanto antes para que el espectáculo no sea muy fugaz. La candidatura del señor Miró Quesada nos ha dejado una apariencia aleccionadora. Asistimos callados a su sigiloso nacimiento y a sus discretos vagidos. Y cuando nos resolvimos a comentarlos sonoramente, con gran lujo de detalles íntimos y sustanciosos, nos trajeron la noticia de la defunción. Sin embargo, fue una candidatura que estuvo a punto de pegar. Muy a punto.
         Tenemos, por eso, que descubrir sin tardanza la candidatura del señor García y Lastres. Y tenemos que declarar que no constituye una sorpresa. Que, antes bien, se halla muy lejos de semejar siquiera una sorpresa.
         Muchas veces y en muchas oportunidades se ha hablado de la posibilidad de la candidatura del señor García y Lastres. Se ha examinado su viabilidad. Se ha calculado su consistencia.
         Y una voz ha aseverado allí:
         —El señor García y Lastres tiene un gran vínculo con el partido liberal. Uno de los liberales más conspicuos, el señor don Samuel Sayán y Palacios, es su hermano político.
         Y otra voz ha aseverado por acá:
         —El señor García y Lastres cuenta, además, con otro miembro de la directiva liberal. Con su hermano don Nicanor.
         Pero todo no había pasado de un rumor, de una suposición, de una sospecha, de una expectativa.
         Hoy no es lo mismo.
         Algunos gobiernistas, que desean que la candidatura del señor Aspíllaga se acabe lo más pronto, piensan seriamente en la candidatura del señor García y Lastres. Saben que sería una candidatura muy grata para el señor Pardo. Y creen que los liberales no se negarían a apoyarla.
         Cauta, sagaz y persuasivamente procuran crearle ambiente a esta candidatura.
         Y hablan así en los corrillos:
         —Seamos previsores, prudentes y exactos. Aspíllaga, no puede ser. Villarán, no puede ser. Miró Quesada, no puede ser. ¿Quién nos resta entonces en la directiva civilista? ¿Quién que posea traza de presidenciable? El único es García y Lastres. ¡El señor don Aurelio García y Lastres!
         Malévolamente las gentes se apresuran a contradecirles:
         —¡Oh! ¡El señor García y Lastres es muy chico!
         Ellos insisten:
         —¡Eso es lo de menos!
         Y continúan empujando su última candidatura.
         Nosotros no hemos querido conocer sino una opinión sobre el particular. La opinión de los liberales. Y nos hemos acercado a ellos para ponerles delante la afirmación que circula:
         —¿Efectivamente, ustedes no se negarían a apoyar la candidatura del señor García y Lastres?
         Y los liberales nos han respondido:
         —¡Efectivamente!
         Hemos abierto la boca con un asombro infinito.
         Y entonces los liberales nos han agregado sonriendo:
         —¡Solo que, como ustedes recordarán, tampoco nos hemos negado a apoyar la candidatura del señor Aspíllaga! ¡Y es que nosotros no le negamos nuestro apoyo a ninguna candidatura! ¡Ni se lo negamos ni se lo prometemos!


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 10 de noviembre de 1918. ↩︎