2.15. Alegres y fugitivos
- José Carlos Mariátegui
1De rato en rato llega a la imprenta el eco de una risa lejana. De una risa que debe ser del doctor Humberto Negrón o del señor Pedro Ángel de las Casas. Porque es una risa retumbante y feliz como ella sola. Vibra y cascabelea más que una muchedumbre japonesa en día de holgorio y gaudeamus.
Es que el doctor Negrón y el señor de las Casas son actualmente dos hombres venturosos. En la prisión y en el hospital lo sestaban matando el encierro, el fastidio y la gripe. Eran dos aves de vuelo caudal enjauladas en una pajarera doméstica que suspiraban día y noche por su perdida libertad. Se hallaban, pues, ante un dilema fatal: o los soltaban o se escapaban. No se les quería soltar: tenían que escaparse.
No existen, además, dos hombres más enamorados de la libertad que el doctor Negrón y el señor de las Casas. La idea de la libertad los ha poseído y obsesionado siempre. Por la libertad son capaces de pegarse de tiros con cualquiera. Son dos paladines orgánicos de la libertad. De la libertad propia, de la libertad ajena, de la libertad de pensamiento, de la libertad de sufragio y de la libertad de los mares. El señor de las Casas, sobre todo, no ha desperdiciado nunca la ocasión de alistarse en las legiones de la libertad. Allí donde ha sonado el grito de libertad, entre salvas de cohetes o entre salvas de fusilería. Allí ha estado enseguida el señor de las Casas echando bala o tirando puñetazos.
Tenerlos privados de la libertad era, pues, peor que tenerlos privados de la alimentación. Máxime en estos días de alborozo, apoteosis y holganza en que se festeja el triunfo de todos los ideales buenos, de todas las doctrinas generosas y de todos los pensamientos caritativos. En estos días el doctor Negrón y el señor de las Casas consideraban intolerable su cautiverio. Y se preguntaban exasperados por qué no iban ellos a compartir el regocijo universal. Por qué si ellos eran tan fieles y amantes devotos de la democracia victoriosa. Por qué si ellos se habían levantado en armas para meter al Perú en la línea de fuego.
Tanto se sugestionaron y se enardecieron con estos sentimientos que casi sin darse cuenta resultaron fugándose. Y resultaron, luego, perdiéndose entre las muchedumbres callejeras. Y aclamando al presidente Wilson. Y cantando la Marsellesa. Y vivando a Tacna, Arica y Tarapacá peruanos. Y pidiendo la amnistía para los presos políticos. Para los presos políticos que no se habían fugado.
Hasta ahora no les cabe la dicha en el cuerpo.
La policía los busca. El juez de la causa los reclama. El hospital de San Bartolomé llora su ingratitud. Pero a ellos nada de esto les importa. Andan entregados en alma y cuerpo a las fiestas del triunfo. Si se cuidan de las autoridades no es sino para que las autoridades no interrumpan su solidaridad con el entusiasmo y la alegría del mundo.
Con el doctor Negrón hablamos anoche.
Oímos de pronto pasos sigilosos en el techo. Sentimos luego una respiración anhelante. Y, cuando comenzábamos a encomendarnos mentalmente a Dios, vimos al doctor Negrón aventarse en nuestra estancia desde la ventana.
Le tendimos los brazos:
—¡Doctor Negrón! ¡Doctor insigne! ¡Doctor famoso!
Y él nos dio un apretón formidable:
—¡Aquí me tienen ustedes! ¡Aquí me tienen ustedes abrazándolos por el triunfo de la democracia! ¡Aquí me tienen ustedes abrazándolos en el nombre de Wilson!
Y después de un silencio nos hizo esta invitación en voz baja:
—¡Vengan ustedes conmigo!
Se nos heló la sangre en las venas:
—¿A dónde, doctor?
Y él insistió en voz más baja todavía:
—¡Vengan no más!
Y entonces él nos miró risueñamente, nos dio otro apretón de nuevo y se despidió de nosotros:
—Hasta muy pronto amigos y camaradas míos.
Y se marchó, tranquilo, jovial y ufano, por la puerta.
Al pasar por la esquina le dio las buenas noches al guardia.
Es que el doctor Negrón y el señor de las Casas son actualmente dos hombres venturosos. En la prisión y en el hospital lo sestaban matando el encierro, el fastidio y la gripe. Eran dos aves de vuelo caudal enjauladas en una pajarera doméstica que suspiraban día y noche por su perdida libertad. Se hallaban, pues, ante un dilema fatal: o los soltaban o se escapaban. No se les quería soltar: tenían que escaparse.
No existen, además, dos hombres más enamorados de la libertad que el doctor Negrón y el señor de las Casas. La idea de la libertad los ha poseído y obsesionado siempre. Por la libertad son capaces de pegarse de tiros con cualquiera. Son dos paladines orgánicos de la libertad. De la libertad propia, de la libertad ajena, de la libertad de pensamiento, de la libertad de sufragio y de la libertad de los mares. El señor de las Casas, sobre todo, no ha desperdiciado nunca la ocasión de alistarse en las legiones de la libertad. Allí donde ha sonado el grito de libertad, entre salvas de cohetes o entre salvas de fusilería. Allí ha estado enseguida el señor de las Casas echando bala o tirando puñetazos.
Tenerlos privados de la libertad era, pues, peor que tenerlos privados de la alimentación. Máxime en estos días de alborozo, apoteosis y holganza en que se festeja el triunfo de todos los ideales buenos, de todas las doctrinas generosas y de todos los pensamientos caritativos. En estos días el doctor Negrón y el señor de las Casas consideraban intolerable su cautiverio. Y se preguntaban exasperados por qué no iban ellos a compartir el regocijo universal. Por qué si ellos eran tan fieles y amantes devotos de la democracia victoriosa. Por qué si ellos se habían levantado en armas para meter al Perú en la línea de fuego.
Tanto se sugestionaron y se enardecieron con estos sentimientos que casi sin darse cuenta resultaron fugándose. Y resultaron, luego, perdiéndose entre las muchedumbres callejeras. Y aclamando al presidente Wilson. Y cantando la Marsellesa. Y vivando a Tacna, Arica y Tarapacá peruanos. Y pidiendo la amnistía para los presos políticos. Para los presos políticos que no se habían fugado.
Hasta ahora no les cabe la dicha en el cuerpo.
La policía los busca. El juez de la causa los reclama. El hospital de San Bartolomé llora su ingratitud. Pero a ellos nada de esto les importa. Andan entregados en alma y cuerpo a las fiestas del triunfo. Si se cuidan de las autoridades no es sino para que las autoridades no interrumpan su solidaridad con el entusiasmo y la alegría del mundo.
Con el doctor Negrón hablamos anoche.
Oímos de pronto pasos sigilosos en el techo. Sentimos luego una respiración anhelante. Y, cuando comenzábamos a encomendarnos mentalmente a Dios, vimos al doctor Negrón aventarse en nuestra estancia desde la ventana.
Le tendimos los brazos:
—¡Doctor Negrón! ¡Doctor insigne! ¡Doctor famoso!
Y él nos dio un apretón formidable:
—¡Aquí me tienen ustedes! ¡Aquí me tienen ustedes abrazándolos por el triunfo de la democracia! ¡Aquí me tienen ustedes abrazándolos en el nombre de Wilson!
Y después de un silencio nos hizo esta invitación en voz baja:
—¡Vengan ustedes conmigo!
Se nos heló la sangre en las venas:
—¿A dónde, doctor?
Y él insistió en voz más baja todavía:
—¡Vengan no más!
Y entonces él nos miró risueñamente, nos dio otro apretón de nuevo y se despidió de nosotros:
—Hasta muy pronto amigos y camaradas míos.
Y se marchó, tranquilo, jovial y ufano, por la puerta.
Al pasar por la esquina le dio las buenas noches al guardia.
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 18 de noviembre de 1918. ↩︎