2.11. Santo sonoro – Y no hubo nada

  • José Carlos Mariátegui

Santo sonoro1  

         Alrededor del general Cáceres nos reunimos ayer todos. Los militares y los civiles. Los viejos y los jóvenes. Los grandes y los chicos. Los burgueses y los bolcheviques. Los que mandan y los que no mandan. Los de esta acera y los de la acera del frente.
         Y todos nos estrechamos cordialmente la mano con ánimo entusiasta y sano sentimiento.
         El señor Pardo había mirado malcontento, aprensivo y receloso desde el momento en que recibió anuncio de él, este homenaje al general Cáceres. Se habían llegado a creer en su inocencia. Y había pensado que su fisonomía era social, pero que su intención era política. Trascendentalmente política. Sustantivamente política. Eficazmente política.
         Y se había desasosegado, sobre todo, porque le habían dicho:
         —Nadie puede dejar de concurrir. Aunque sea funcionario del Estado. Aunque sea amigo del régimen. Es cierto que este “santo” del general Cáceres coincide con el instante electoral. Y tal vez es cierto asimismo que rodear ahora al general Cáceres no es solo rodear al soldado de la Breña sino rodear también al jefe del partido constitucional. Pero esto no lo dicen las esquelas de invitación.
         El señor Pardo había tenido que asentir:
         —Efectivamente. ¡Las esquelas no lo dicen!
         Pero había exclamado enseguida:
         —¡Solo que no importa que las esquelas no lo digan!
         Y había aguardado el lunch con una nerviosidad muy grande.
         No le gustaba ni un ápice eso de que todos nos congregásemos en torno del general Cáceres. En vano se le aseguraba que no se trataba sino de celebrar el cumpleaños del viejo e ilustre general. En vano, en vano, en vano.
         El señor Pardo movía la cabeza, disgustado.
         Y se exasperaba de súbito:
         —¡Para qué se va a juntar tanta gente!
         El resultado de estas suspicacias y prevenciones del señor Pardo fue este: que todo el mundo acabase asimilándose insensiblemente al pensamiento del señor Pardo:
         —¡Este lunch al general Cáceres tiene mucha entraña!
         Así llegamos al lunch.
         Dentro y fuera del Restaurant del Parque Zoológico, y antes y después del lunch, pronunciamos la misma frase, maquinal, involuntaria y unánimemente:
         —¡Este lunch al general Cáceres tiene mucha entraña!
         Y cuando, arrebatados y fervorosos, vitoreamos al general Cáceres con los demás concurrentes, sentimos que no vitoreábamos únicamente al soldado de La Breña.
         Y que el suceso del día no era simplemente un cumpleaños.
         Un fenómeno de su gestión como cualquier otro.

Y no hubo nada  

         El miedo del gobierno durante la tarde de ayer no tuvo límites. Probablemente porque era un miedo de origen supersticioso. Un miedo semejante al ingenuo miedo de los niños a las “penas” y a las apariciones.
         Nos parecía a ratos que el gobierno no quería sino ponerle la carne de gallina a la ciudad.
         Sonó primero una voz agorera:
         —¡El presidente de la República ha amanecido en Palacio!
         Y sonó enseguida una voz intempestiva:
         —¡El presidente de la República ha ordenado la inamovilidad del ejército!
         Y sonó luego una voz inverosímil:
         —¡El presidente de la República ha desaparecido! ¡Se le siente; pero no se le ve! ¡Se escucha su voz de mando; pero no se sabe de dónde sale! ¡Seguramente sale de bajo de la tierra!
         Tan extravagante serán las voces que se sucedían que no era posible tomarlas en serio.
         Y, por eso, nosotros nos pasamos la mañana rechazándolas enérgicamente.
         ¿Por qué iba a sentir tanto pavor el señor Pardo? ¿Por qué iba a impedir que el ejército y la armada se asociaran a una fiesta nacional? ¿Por qué iba a mostrar tal zozobra y tal grima?
         Pero vino la tarde.
         Y nos persuadimos de que las voces de la mañana no habían sido mentirosas. El gobierno estaba, en realidad, dando diente con diente. Se le había metido entre ceja y ceja que nada bueno podía salir del lunch al general Cáceres. Y se había puesto sobre las armas.
         Tuvimos que sonreírnos a la fuerza.
         Más tarde, mientras permanecimos dentro del Zoológico, con una copa de champaña en la mano, cantando el Himno Nacional, aplaudiendo el discurso del contralmirante Carbajal, celebrando la respuesta del general Cáceres y coreando con las más frenéticas aclamaciones las brillantes palabras del señor don Javier Prado y Ugarteche, nos olvidamos transitoriamente de que el gobierno se había imaginado, lleno de misteriosos presentimientos, que esto era como para asustarse, sobrecogerse y prevenirse.
         Y en esta hora de la medianoche, en que nos aseguran que todavía el señor Pardo no se ha movido de Palacio, no podemos contener la carcajada.
         Una gran carcajada.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 11 de noviembre de 1918. ↩︎