1.2. Día solemne
- José Carlos Mariátegui
1El día de ayer fue un día extraordinario. Se juntaron, fundieron y consustanciaron en este día cinco fiestas. La fiesta de la Raza. La fiesta de la Juventud. La fiesta de la Libertad. La fiesta de la Primavera. Y la fiesta del señor Aspíllaga. Todas magnas y trascendentales. Cualquiera de ellas bastaba para que las banderas se izaran al tope, para que se vistiera de gala la ciudad, para que se suspendiera todo trabajo servil y mercenario y para que el señor don Manuel Bernardino Pérez se pusiera su más novísima, rosada y donjuanesca corbata dominical.
Pasmábase la gente de que en un solo día se hubiesen reunido la Raza, la Juventud, la Primavera, la Libertad y el señor Aspíllaga. Pensaba que no podía ponerse en duda que el día era muy grande. Y se imaginaba alborozada una ingenua y escolar escena de “cuadro vivo”: el señor Aspíllaga rodeado y asistido por la Raza, la Juventud, la Primavera y la Libertad. Una escena de “cuadro vivo” que podía ser también una escena de “carro alegórico”. O una portada de semanario nacional. O una apoteósica huachafería del mismo estilo.
Pero esta no era sino la sensación de la calle embanderada y zalamera. No estábamos evidentemente en un día vulgar. Estábamos en un día muy distinguido y novedoso. No solamente por la calidad de su simbolismo sino también por la modernidad de su creación. Se trataba de un día cuya solemnidad festiva no se avenía con interpretaciones criollas.
Y tenía que ser así, indiscutiblemente, para que el señor Aspíllaga, varón de buen gusto afamado, de espíritu pulcro y de elegancia suma, hubiese celebrado ayer su fiesta en honor y obsequio de la embajada uruguaya.
Había quienes, olvidándose de la majestad internacional de la hora, preguntaban, mirando al Restaurante del Parque Zoológico:
—¿Este té del señor Aspíllaga significa efectivamente un agasajo del futuro presidente del Perú al futuro presidente del Uruguay?
Y la ciudad protestaba en masa:
—¿Quién habla ahora de política? Ahora no debe hablarse sino de Wilson. Y de la sociedad de las naciones. Y del porvenir venturoso de la humanidad. Y de los juegos florales. Y de los ditirambos de Víctor Andrés Belaunde. El señor Aspíllaga no es hoy el candidato del momento. Es el gentleman de siempre. Es el presidente del Club Nacional. Es el señor Aspíllaga de toda la vida.
Y, claro, la ciudad con estas palabras le cortaba el vuelo a la curiosidad política.
Aunque, en la noche, en medio aún de los gentiles rumores de la fiesta, la misma ciudad, pese a sus protestas de la tarde, tuviese en los labios una interrogación:
—¿Es cierto que ha salido de Londres el señor Leguía?
Pasmábase la gente de que en un solo día se hubiesen reunido la Raza, la Juventud, la Primavera, la Libertad y el señor Aspíllaga. Pensaba que no podía ponerse en duda que el día era muy grande. Y se imaginaba alborozada una ingenua y escolar escena de “cuadro vivo”: el señor Aspíllaga rodeado y asistido por la Raza, la Juventud, la Primavera y la Libertad. Una escena de “cuadro vivo” que podía ser también una escena de “carro alegórico”. O una portada de semanario nacional. O una apoteósica huachafería del mismo estilo.
Pero esta no era sino la sensación de la calle embanderada y zalamera. No estábamos evidentemente en un día vulgar. Estábamos en un día muy distinguido y novedoso. No solamente por la calidad de su simbolismo sino también por la modernidad de su creación. Se trataba de un día cuya solemnidad festiva no se avenía con interpretaciones criollas.
Y tenía que ser así, indiscutiblemente, para que el señor Aspíllaga, varón de buen gusto afamado, de espíritu pulcro y de elegancia suma, hubiese celebrado ayer su fiesta en honor y obsequio de la embajada uruguaya.
Había quienes, olvidándose de la majestad internacional de la hora, preguntaban, mirando al Restaurante del Parque Zoológico:
—¿Este té del señor Aspíllaga significa efectivamente un agasajo del futuro presidente del Perú al futuro presidente del Uruguay?
Y la ciudad protestaba en masa:
—¿Quién habla ahora de política? Ahora no debe hablarse sino de Wilson. Y de la sociedad de las naciones. Y del porvenir venturoso de la humanidad. Y de los juegos florales. Y de los ditirambos de Víctor Andrés Belaunde. El señor Aspíllaga no es hoy el candidato del momento. Es el gentleman de siempre. Es el presidente del Club Nacional. Es el señor Aspíllaga de toda la vida.
Y, claro, la ciudad con estas palabras le cortaba el vuelo a la curiosidad política.
Aunque, en la noche, en medio aún de los gentiles rumores de la fiesta, la misma ciudad, pese a sus protestas de la tarde, tuviese en los labios una interrogación:
—¿Es cierto que ha salido de Londres el señor Leguía?
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 13 de octubre de 1918. ↩︎